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– ¿Vamos a emborracharnos antes de cenar?

– Sólo quiero que te relajes, ni más ni menos.

– No puedo estar más relajado. ¿Qué te traes entre manos, Shepherd? Conozco ese tono de voz.

– Nada, Peter. Dios, tómatelo con calma.

– Dímelo. Ya sabes que me fastidian las sorpresas.

– He invitado a un par de personas para que nos acompañen esta noche.

– ¿Personas?

– Chicas, eso es. Lo cierto es que precisamente acaban de llegar.

Pope siguió la dirección de la mirada de Jordan hacia la parte delantera del bar. Había allí dos mujeres, jóvenes las dos, y muy guapas. Las muchachas localizaron a Shepherd Ramsey y a Jordan y se reunieron con ellos en la barra.

– Peter, ésta es Barbara. Pero casi todo el mundo la llama Baby.

– Es comprensible. Es un placer conocerte, Barbara.

Barbara miró a Shepherd.

– ¡Dios, tenías razón! Es un bomboncete. -Hablaba con el acento propio de la clase obrera londinense-. ¿Vamos a cenar en la parrilla?

– Sí. Nuestra mesa ya debería estar preparada.

El maitre les indicó su mesa. Desde el bar, Pope no tenía modo, alguno de seguir escuchando la conversación. Necesitaba sentarse en la mesa contigua. Al mirar a través de la entrada al comedor, Pope observó que aquella mesa estaba desocupada, aunque sobre la superficie de la misma se veía un letrero de «Reservada». No hay problema, pensó Pope. Cruzó el bar rápidamente y salió a la calle. Dicky esperaba al volante de la camioneta. Pope le indicó mediante, una seña que entrase en el local. Dicky se apeó y atravesó la calle.

– ¿Qué pasa, Robert?

– Vamos a cenar. Necesito que hagas la reserva.

Pope envió a Dicky a hablar con el maitre. La primera vez que Dicky solicitó la mesa, el maitre denegó con la cabeza, frunció el ceño y agitó las manos para demostrar que no le quedaba ninguna libre. Entonces, Dicky se inclinó sobre él y le susurró al oído algo que hizo que el hombre se pusiera blanco como el papel y empezase a temblar. Un momento después Pope y Dicky estaban sentadosa la mesa contigua a la de Peter Jordan y Shepherd Ramsey.

– ¿Qué le dijiste, Dicky?

– Le dije que si no nos daba la mesa le arrancaría la nuez y la dejaría caer en ese recipiente de flamear que ves ahí.

– Bueno, el cliente siempre tiene razón. Es lo que digo. Abrieron la carta.

– ¿Vas a empezar por el salmón ahumado o por el pâté de foiegras? -preguntó Pope.

– Por las dos cosas. Me muero de hambre. Se supone que aquí no sirven salchichas ni puré de patatas, ¿verdad, Robert?

– No es condenadamente probable. Prueba el coq au vin. Y ahora cierra el pico para que pueda oír lo que dicen esos yanquis.

Fue Dicky quien se encargó de seguirlos después de la cena. Los vio acomodar a las dos mujeres dentro un taxi, que se alejó en dirección al Strand.

– Podías haber sido un poco más cortés.

– Lo siento. Shepherd. No teníamos gran cosa de qué hablar.

– ¿Acaso había que hablar de algo? Se trataba de tomar unas copas, soltar unas cuantas risas, llevarla a su casa y pasar una noche de maravilla en su cama. No era cuestión de hacer preguntas.

– Me costaba mucho trabajo pasar por alto eso de que no parase de usar el cuchillo para probar el lápiz de labios.

– ¿Sabes lo que era capaz de hacerte con esos labios? ¿Y acaso le echaste una mirada a lo que había debajo de su vestido? Dios mío, Peter, esa moza tiene una de las peores reputaciones de Londres.

– Lamento haberte decepcionado, Shepherd. Lo que pasa es que no me interesaba el asunto.

– Bueno, ¿cuándo vas a interesarte?

– ¿De qué me hablas?

– Hace seis meses me prometiste que empezarías a salir con chicas.

– Me gustaría conocer a una mujer adulta e inteligente. No hace falta que me busques ninguna chica.

Jordan encendió un cigarrillo y apagó la cerilla con gesto irritado.

– Escucha, Shep, lamento…

– No, tienes razón. No es asunto mío. Lo único que ocurre es que mi madre murió cuando mi padre tenía cuarenta años. Mi padre no volvió a casarse. Como consecuencia, murió solo y amargado. No quiero que te ocurra a ti lo mismo.

– Gracias, Shepherd, no me ocurrirá.

– Nunca encontrarás otra mujer como Margaret.

– Dime algo que no sepa. -Jordan paró un taxi y subió a él-. ¿Te dejo en algún sitio?

– La verdad es que ya me había montado antes el ligue.

– Shepherd…

– Va a volver y se reunirá conmigo en mi cuarto dentro de media hora. No pude resistirme. Perdona, pero ya sabes que la carne es débil.

– Es algo más que carne. Que te vaya bien la fiesta, Shep.

El taxi arrancó. Dicky se alejó y buscó la camioneta. Segundos después, Pope frenaba junto al bordillo y Dicky saltaba al interior del vehículo. Siguieron al taxi de vuelta a Kensington, vieron a Peter dirigirse a la puerta de su casa y permanecieron allí media hora, a la espera de que llegase el turno de noche.

20

Londres

Alfred Vicary se rompió la rodilla por culpa de su ineptitud para reparar la motocicleta. Sucedió en el norte de Francia, un espléndido día de otoño, sin duda el peor día de su vida.

Vicary acababa de entrevistarse con un espía que actuaba tras las líneas enemigas, en un sector donde los británicos proyectaban lanzar un ataque al amanecer de la mañana siguiente. El espía había descubierto un campamento de soldados alemanes. El ataque británico, si se desencadenaba tal como lo habían planeado, encontraría fuerte resistencia. El espía entregó a Vicary una nota manuscrita que especificaba los efectivos de las tropas germanas y el número de piezas artilleras que el hombre había detectado. También proporcionó a Vicary un mapa en el que señalaba con exactitud el punto donde las tropas enemigas habían acampado. Vicary lo puso todo en la alforja de cuero de la moto y arrancó rumbo al cuartel general británico.

Era consciente de que llevaba información de vital importancia; estaban en juego muchas vidas. Pisó a fondo el acelerador y rodó por el estrecho camino a una velocidad peligrosa. Arboles gigantescos se erguían a ambos lados del sendero, el dosel de la enramada lo cubría y los rayos del sol al caer sobre las hojas otoñales creaban un parpadeante túnel de fuego. Bajo las ruedas, el camino ascendía y descendía rítmicamente. Vicary experimentó en varias ocasiones la estimulante emoción de remontarse en el aire y volar durante un par de segundos impulsado por aquella estupenda motocicleta Rudge.

El motor empezó a fallar a quince kilómetros del cuartel general. Vicary levantó el pie del acelerador. Durante el siguiente kilómetro y medio, el petardeo del motor fue aumentando en intensidad hasta convertirse en un repique estruendoso. Kilómetro y medio más adelante, Vicary oyó un chasquido de metal, coronado de inmediato por una ruidosa explosión. De súbito, el motor perdió fuerza y casi al instante se detuvo.

Cuando la moto dejó de rugir, el silencio se hizo opresivo. Vicary se agachó para mirar el motor. Aquel caliente metal manchado de grasa y la maraña de cables retorcidos no significaban absolutamente nada para él. Recordaba que se puso a propinar puntapiés a aquel armatoste mientras dudaba entre dejarlo allí tirado al borde del camino o arrastrarlo hasta el cuartel general. Al final agarró el manillar y empezó a empujarlo a paso vivo.

La claridad de la tarde fue disminuyendo hasta convertirse en tenue resplandor vespertino. Aún estaba a varios kilómetros del cuartel general. Si la suerte le era propicia tal vez tropezase con alguien de su propio bando que lo llevase. Pero si la suerte se le mostraba esquiva, podía darse de manos a boca con una patrulla de exploradores germanos.

Cuando el crepúsculo se apagaba, empezó el bombardeo. Los primeros obuses fueron disparos cortos, cayeron a bastante distancia, inofensivos, en un campo de cultivo. Los siguientes pasaron silbando por encima de su cabeza y fueron a hacer impacto en la falda de un monte. La tercera descarga se estrelló en el camino directamente delante de Vicary.

Vicary ni siquiera llegó a oír el proyectil que le hirió.

Recobró el sentido en algún momento del anochecer, tendido y helado en una zanja. Bajó la mirada y a punto estuvo de desmayarse al verse la rodilla: un revoltijo de sangre y huesos astillados. A base de fuerza de voluntad, se arrastró fuera de la cuneta y ascendió hasta el camino. Encontró la motocicleta, volvió a perder el conocimiento y se desplomó junto a ella.

Vicary llegó a un hospital de campo a la mañana siguiente. Comprendió que el ataque había continuado porque el hospital estaba rebosante. Permaneció tendido en su lecho todo el día, con la mente sobrenadando en una duermevela inundada por la niebla de la morfina, mientras escuchaba entre sueños el gemir de los heridos. El muchacho de la cama contigua a la suya murió durante el ocaso de aquel día. Vicary cerró los ojos y se esforzó en impedir que sus oídos percibiesen el rumor vibrante de la muerte, pero fue inútil.

Brendan Evans, el amigo de Cambridge que le había ayudado a ingresar mediante métodos fraudulentos en el Cuerpo de Inteligencia, fue a visitar a Vicary a la mañana siguiente. La guerra le había cambiado. No quedaba en él nada de su anterior aspecto juvenil. Parecía un hombre endurecido, un tanto cruel. Brendan cogió una silla y se sentó a la cabecera de la cama.

– Fue culpa mía -le dijo Vicary-. Sabía que los alemanes estaban esperando. Pero se me averió la moto y no fui capaz de arreglar el maldito trasto. Y entonces empezó el bombardeo.

– Lo sé. Encontraron los papeles en la alforja. Nadie te reprocha nada. Fue una cuestión de maldita mala suerte, sólo eso. Probablemente tampoco hubieras podido hacer nada, en ningún caso, para reparar la avería de la moto.

A veces, Vicary aún oía en sueños los gritos de los moribundos, incluso ahora, casi treinta años después. En fechas recientes, su sueño había tomado un nuevo giro: soñaba que fue Basil Boothby quien saboteó la motocicleta.

«¿Ha leído alguna vez el historial de Vogel?»

«No.»

Embustero. Grandísimo embustero.