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– Buenas noches, Harry -dijo con cierto exceso de firmeza en la voz, mientras hojeaba uno de los montones de papeles que tenía encima del escritorio-. Que te diviertas en la fiesta. Nos veremos por la mañana.

Cuando Harry se marchó, Vicary tomó el auricular y marcó el número de Boothby. Le sorprendió que descolgara el propio sir Basil. Al preguntarle Vicary si estaba libre, Boothby se interrogó en voz alta si el asunto no podía esperar hasta el lunes por la mañana. Vicary repuso que era importante. Sir Basil le concedió una audiencia de cinco minutos y le dijo que subiera en seguida.

– He redactado este comunicado para el general Eisenhower, el general Betts y el primer ministro -manifestó Vicary, una vez, hubo informado a Boothby de los descubrimientos que Harry había efectuado aquel día. Tendió la nota a Boothby, que permanecía en pie, con las piernas ligeramente separadas como para mantener el equilibrio. Tenía prisa por marcharse al campo. Su secretaria ya le había preparado una cartera de seguridad con material de lectura para el fin de semana y una pequeña bolsa de cuero con objetos personales. Llevaba un abrigo sobre los hombros, con las mangas balanceándose a los costados-. En mi opinión, sir Basil, seguir manteniendo silencio sobre esto sería negligencia.

Boothby aún no había acabado de leer; Vicary lo comprendió así porque los labios de sir Basil se movían. Entornaba tanto los párpados que los ojos habían desaparecido bajo las espesas cejas. Sir Basil se complacía en pretender que aún contaba con una vista perfecta y se negaba a llevar gafas delante de su equipo de colaboradores.

– Creí que ya habíamos tratado antes este asunto, Alfred -dijo Boothby, al tiempo que agitaba el papel en el aire. Un problema que se ha debatido una vez no debe salir de nuevo a la superficie: esa era una de las muchas máximas personales y profesionales de sir Basil. Tenía una facilidad tremenda para ponerse de uñas cuando los subalternos sacaban a relucir cuestiones que él ya había despachado. Reflexionar meticulosamente y pensarse las cosas dos veces eran el dominio de las mentes débiles. Sir Basil valoraba las decisiones rápidas por encima de todo lo demás. Vicary echó una mirada a la mesa de sir Basil. Limpia, pulimentada y absolutamente libre de papeles o expedientes, constituía un monumento al estilo de gestión de Boothby.

– Ya hemos tratado esto una vez, sir Basil -dijo Vicary pacientemente-. Pero la situación ha cambiado. Parece que han conseguido introducir un agente en el país y que ese agente se ha entrevistado con otro que lo ha asentado en un punto. Parece que su operación, sea cual fuere, está ahora en marcha. Mantener secreta esta noticia, en vez de darle curso, equivale a precipitarse hacia el desastre.

– Tonterías -saltó Boothby.

– ¿Por qué son tonterías?

– Porque este departamento no va a informar oficialmente a los norteamericanos y al primer ministro de que es incapaz de cumplir su tarea. De que es incapaz de controlar la amenaza que los espías alemanes plantean a los preparativos de la invasión.

– Ese no es un argumento válido que justifique ocultar esta información.

– Es un argumento válido, Alfred, si yo digo qué es un argumento válido.

Las conversaciones con Boothby asumían a menudo las características del juego de un gato que persigue su propia cola: disputas saturadas de contradicciones, faroles, maniobras de diversión y marcaje de tantos. Vicary juntó las manos, apoyó juiciosamente en ellas la barbilla y fingió estudiar el dibujo de la costosa alfombra de Boothby. En la estancia se impuso un silencio sólo interrumpido por el crujir del entarimado del piso bajo la musculosa mole de sir Basil.

– ¿Está dispuesto a transmitir mi comunicado al director general? -preguntó Vicary. Lo expresó en el tono de voz menos amenazador que le fue posible.

– Absolutamente no.

– En ese caso, yo estoy dispuesto a ir directa y personalmente al director general.

Boothby dobló el cuerpo hasta situar su rostro muy cerca del de Vicary. Sentado en el mullido sofá de Boothby, Vicary percibió el olor a tabaco y a ginebra que impregnaba el aliento de sir Basil.

– Y yo estoy dispuesto a aplastarte, Alfred.

– Sir Basil…

– Permite que te recuerde cómo funciona el sistema. Tú me informas a mí y yo informo al director general. Tú me has informado y yo he decidido que sería inoportuno ahora transmitir este asunto al director general.

– Hay otra alternativa.

Boothby echó bruscamente la cabeza hacia atrás, como si le hubieran sacudido un puñetazo. Recobró su compostura en un santiamén y cuadró la mandíbula con cara de mal genio.

– Yo no informo al primer ministro ni le hago el caldo gordo. Pero si a ti se te ocurre saltarte las normas del departamento e ir a hablar directamente con Churchill, te llevaré ante una comisión investigadora interna. Y cuando la comisión haya terminado contigo, será preciso tu historial odontológico para identificar el cadáver.

– Eso es sumamente injusto.

– ¿De veras? Desde que te hiciste cargo de este caso los desastres se han encadenado uno tras otro. Dios mío, Alfred, unos cuantos espías alemanes más sueltos por el país y podrían formar un equipo completo de rugby.

Vicary se negó a morder el anzuelo.

– Si no va a presentar mi informe al director general, quiero que en el registro oficial de este asunto quede constancia del hecho de que formulé la sugerencia oportuna en este momento y que usted la rechazó.

Las comisuras de la boca de Boothby se curvaron hacia arriba en una repentina sonrisa. Que alguien protegiera sus flancos era algo que él sabía entender y apreciar.

– Ya tienes pensado tu lugar en la historia, ¿no es cierto, Alfred?

– Es usted un completo bastardo, sir Basil. Y, por si fuera poco, un bastardo incompetente.

– ¡Se está dirigiendo a un superior, comandante Vicary!

– Créame, no se me ha pasado por alto la ironía.

Boothby cogió con ademán brusco la cartera y la bolsa de cuero y a continuación miró a Vicary y dijo:

– Tienes mucho que aprender.

– Supongo que usted podría enseñármelo.

– En nombre del Altísimo, ¿qué se supone que significa eso? Vicary se puso en pie.

– Significa que usted debería pensar más en la seguridad de este país y menos en su medro personal a través de Whitehall. Boothby sonrió con simpatía, como si tratara de seducir a una dama más joven que él.

– Pero mi querido Alfred -dijo-. Siempre consideré que tú y yo actuaríamos íntegra y complementariamente entrelazados.

21

Londres Este

Al día siguiente por la tarde, cuando apresuraba el paso por la acera en dirección al almacén de los Pope, Catherine Blake llevaba un estilete en el bolso. Había solicitado una entrevista a solas con Vernon Pope y, mientras se aproximaba al local, no advirtió el menor rastro de los hombres del gángster. Se detuvo ante la puerta y accionó el picaporte. La puerta no estaba cerrada con llave, tal como Pope dijo. La abrió y entró en el almacén.

El interior era un universo de sombras; la única iluminación la constituía una bombilla encendida que colgaba al fondo de la planta baja. Catherine se encaminó hacia la luz y encontró el montacargas. Subió a él, cerró la puerta y pulsó el botón. El montacargas gruñó y, entre sacudidas, ascendió hacia el despacho de Pope.

El montacargas concluía su trayecto en un pequeño rellano con un par de puertas negras. Catherine llamó con los nudillos y oyó la voz de Pope que, desde el otro lado, le decía que entrase. El hombre estaba de pie ante un carrito de bebidas, con una botella de champán en una mano y un par de copas en la otra. Cuando la muchacha cruzaba la estancia, Pope le alargó una de las copas.

– No, gracias -declinó Catherine-. Sólo voy a quedarme un minuto.

– Insisto -dijo Pope-. La última vez que estuvimos juntos las cosas se pusieron un poco tirantes. Quiero hacer las paces contigo.

– ¿Por eso encargó que me siguieran? -preguntó Catherine, mientras aceptaba el vino.

– Hago seguir a todo el mundo, cariño. Por eso me mantengo en este negocio. Mis muchachos son buenos, como comprobarás cuando leas esto. -Tendió un sobre a Catherine, pero lo retiró cuando la mano de la muchacha se disponía a cogerlo-. Por eso me llevé una sorpresa de no te menees al enterarme de que te las arreglaste para quitarte a Dicky de encima. Fue una maniobra muy aseada… Zambullirse en el metro y luego salir y saltar a un autobús.

– Me dio por ahí de pronto.

Catherine tomó un sorbo de champán. Estaba helado y era excelente. Pope volvió a ofrecerle el sobre y en esa ocasión permitió que Catherine lo cogiese. Ella dejó la copa y lo abrió.

Era precisamente lo que necesitaba, un informe que daba cuenta minuto a minuto de las andanzas de Peter Jordan por Londres: dónde trabajaba, las horas que se mantenía ocupado, los lugares donde comía y tomaba copas… Hasta incluía el nombre de un amigo.

Mientras Catherine acababa de leer el informe, Pope sacó la botella de champán de la cubeta del hielo y se sirvió otra copa. Catherine introdujo la mano en su bolso, extrajo el dinero y lo dejó caer encima de la mesa.

– Aquí está el resto -dijo-. Creo que esto remata nuestro asunto. Muchas gracias.

Estaba guardando en el bolso de mano el informe sobre Peter Jordan cuando Pope avanzó un paso y la obligó a soltar el bolso.

– Lo cierto, Catherine querida, es que nuestro asunto no ha hecho más que empezar.

– Si lo que quiere es más dinero…

– Ah, claro que quiero más dinero. Y si tú no quieres que haga una llamadita a la policía, vas a dármelo. -Pope se le acercó un paso más, oprimió su cuerpo contra el de Catherine y deslizó la mano porl os pechos de la joven-. Pero hay otra cosa que deseo de ti.

Se abrieron las puertas del dormitorio y en el umbral apareció Vivie, sin más vestimenta que una de las camisas de Vernon, que llevaba desabotonada hasta la cintura.

– Vivie, aquí tienes a Catherine -dijo Pope-. La encantadora Catherine ha accedido a quedarse y pasar la velada con nosotros.

En la escuela de espías de la Abwehr en Berlín no la prepararon para situaciones como aquella. La enseñaron a efectuar recuentos de tropas, a evaluar un ejército, manejar la radio, reconocer la divisa de las unidades y los rostros de los oficiales de alto rango. Pero no la aleccionaron acerca del modo de entendérselas con un gángster de Londres y su pervertida novia, que habían planeado pasar la noche turnándose en el uso y abuso de su cuerpo. Tuvo la sensación de estar atrapada en una absurda fantasía pubescente. Pensó:«No es posible que esto esté sucediendo de verdad». Pero estaba sucediendo y Catherine revisó todas las enseñanzas recibidas durante su adiestramiento, sin encontrar nada que le indicase el modo de superar aquella prueba.