Vernon Pope la hizo franquear la puerta y entrar en la alcoba. De un empujón la tiró en el extremo de la cama y él fue a sentarse en una silla del fondo del cuarto. Vivie se irguió delante de Catherine y se desabrochó los dos botones inferiores de la camisa. Tenía unos pechos breves y respingones y su piel, muy blanca, resplandecía bajo la media luz del dormitorio. Cogió la cabeza de Catherine y se la llevó a los senos. Catherine se prestó a aquel juego depravado y se introdujo en la boca el pezón de Vivie, mientras pensaba en la mejor manera de matarlos a ambos.
Catherine no ignoraba que si se sometía al chantaje, éste no iba a acabar nunca. Sus recursos financieros no eran ilimitados. Vernon Pope la desangraría rápidamente. Sin dinero, ella les resultaría inútil. Comprendió que liquidarlos entrañaba escasos riesgos; había cubierto su rastro cuidadosamente. Los Pope y sus secuaces no sabían dónde encontrarla. La única pista de que disponían era el dato de que ella trabajaba como enfermera voluntaria en el hospital St. Thomas, y Catherine había dado allí una dirección falsa. Por otra parte, tampoco se sentirían muy inclinados a recurrir a la policía. Las autoridades les harían preguntas, contestar la verdad significaría reconocer que siguieron a un oficial naval norteamericano a cambio de dinero.
Todo giraba sobre el asesinato de Vernon Pope, que debía ejecutar con la mayor rapidez y quietud posibles.
Catherine tomó entre los labios el otro pecho de Vivie y chupó el pezón hasta que se puso rígido. Vivie había echado la cabeza hacia atrás y empezó a emitir gemidos. Tomó la mano de Catherine y la condujo hacia la entrepierna. Aquel punto ya estaba cálido y húmedo. Catherine se había desconectado de toda emoción. Actuaba mecánicamente, dedicando todos sus movimientos a la tarea de proporcionar placer físico a aquella mujer. No sentía miedo ni repulsión; simplemente trataba de conservar la calma y pensar con claridad. La pelvis de Vivie empezó a vibrar contra los dedos de Catherine y al cabo de un momento el cuerpo de la amante de Vernon tembló a impulsos del orgasmo que la estremecía.
Vivie tendió a Catherine encima de la cama, se puso a horcajadas sobre sus caderas y empezó a desabrocharle los botones del jersey. Le quitó el sostén y le acarició los senos. Catherine vio que Vernon se levantaba de la silla y empezaba a desnudarse. Se puso nerviosa por primera vez. No deseaba que Vernon la montase ni la penetrara. Podía ser un amante sádico y cruel. Podía lastimarla. Boca arriba, con las piernas separadas, ella sería vulnerable. Y también se vería dominada por el mayor peso y fortaleza del hombre. Todas las técnicas de lucha que había aprendido en la escuela de la Abwehr dependían de la rapidez y maniobrabilidad. De encontrarse aplastada bajo el pesado cuerpo de Vernon Pope estaría indefensa.
Catherine tenía que hacer su juego. Es más, tenía que controlarlo.
Alzó las manos, tomó en ellas los pechos de Vivie y acarició los pezones. Observó que Vernon no les quitaba ojo. Se las comía con la vista, bebía aquella escena de las dos mujeres magreándose mutuamente. Catherine atrajo a Vivie hacía sí y guió la boca de la mujer hacia sus tetas. Pensó en lo sencillo que le resultaría sujetar la cabeza de Vivie entre las manos, retorcérsela y romperle el cuello, pero eso sería un error. Necesitaba matar primero a Pope. Después, encargarse de Vivie iba a ser más fácil.
Pope se acercó a la cama y apartó a Vivie con un leve codazo.
Antes de que Vernon tuviese tiempo de echársele encima, Catherine se incorporó y, sentada, le besó. Luego se puso en pie, mientras la lengua de Vernon se agitaba frenéticamente dentro de la boca de Catherine. La muchacha contuvo el impulso de sofocarle. Durante un segundo consideró la conveniencia de permitir que le hiciese el amor y matarlo luego, cuando estuviese satisfecho y soñoliento. Pero se dijo que no estaba dispuesta a ir más allá de lo absolutamente necesario.
Le acarició el pene. Vernon gimió y la besó con más fuerza. Ahora lo tenía inerme y desvalido. Le obligó a dar media vuelta y quedar de espaldas a la cama.
A continuación le propinó un violento rodillazo en la ingle. Pope se dobló sobre sí mismo, jadeó en busca de aire y se llevó las manos a las partes. Vivie chilló.
Catherine giró sobre sí misma y disparó el codo contra el puente de la nariz de Vernon. Percibió el chasquido que produjeron hueso y cartílago al romperse. Pope se desplomó sobre el suelo, a los pies de la cama; le manaba la sangre por las ventanas de la nariz. Vivie seguía chillando, de rodillas encima de la cama. Ya no constituía amenaza alguna para Catherine.
La muchacha dio media vuelta y se dirigió veloz hacia la puerta. Pope, todavía en el suelo, alargó la pierna.
Golpeó a Catherine en el tobillo derecho y consiguió que se le enredaran las piernas y diese un traspié. Cayó pesadamente contra el suelo y el fuerte impacto la dejó sin aliento. Estuvo unos segundos viendo las estrellas y los ojos se le llenaron de lágrimas. Temió estar a punto de perder el conocimiento.
Bregó para apoyarse en las manos y las rodillas y se disponía a tomar impulso para levantarse cuando Pope le agarró un tobillo y empezó a tirar de ella. Con un giro celérico, Catherine se puso de costado y descargó el tacón de su zapato contra la nariz rota.
Pope lanzó un alarido de dolor agónico, pero su presa del tobillo no hizo sino que cobrar más fuerza.
197
Catherine le golpeó otra vez, y luego otra.
Por último; Vernon soltó la presa.
Catherine se puso en pie trabajosamente y corrió hacia el sofá, donde Pope la había obligado a dejar el bolso. Lo abrió y descorrió la cremallera del compartimento interior. Llevaba allí el estilete de hoja retráctil. Lo empuñó y accionó el muelle. La hoja ocupó su sitio.
Pope se había levantado y se precipitaba a través de la oscuridad, con los brazos extendidos para cogerla. Catherine dio media vuelta y lanzó una feroz cuchillada. La punta de la hoja del estilete desgarró el hombro derecho de Vernon en un alargado tajo.
Pope se llevó la mano izquierda a la herida y chilló de dolor, mientras la sangre se deslizaba entre sus dedos. Al tener el brazo cruzado sobre el pecho, a Catherine no le era posible clavarle el estilete en el corazón. La Abwehr le había enseñado otro método, pero sólo pensar en él encogía el ánimo de Catherine. Sin embargo, iba a tener que emplearlo. No le quedaba otra elección.
Catherine se acercó al hombre un paso más, echó el brazo hacia atrás para cobrar impulso y hundió la hoja del estilete en el ojo de Vernon Pope.
Caída en el suelo en postura fetal, en un rincón del dormitorio, Vivie lloraba histéricamente. Catherine la agarró por un brazo, tiró de ella, obligándola a ponerse en pie, y la puso de espaldas contra la pared.
– ¡Por favor, no me hagas daño!
– No voy a hacerte daño.
– No me hagas daño.
– Te digo que no voy a hacerte daño.
– Te prometo que no se lo diré a nadie, ni siquiera a Robert. Lo juro.
– ¿Ni a la policía?
– No diré nada a la policía.
– Bueno. Sabía que podía confiar en ti.
Catherine le acarició el pelo, le tocó la cara. Vivie pareció tranquilizarse. Su cuerpo se caía inerte y Catherine tuvo que sostenerla para impedir que fuese a parar al suelo.
– ¿Qué eres tú? -preguntó Vivie-. ¿Cómo pudiste hacerle eso?
Catherine no dijo nada, se limitó a acariciar el pelo de Vivie con una mano mientras la otra se deslizaba suavemente tratando de localizar el punto preciso del fondo de la caja torácica. Los ojos de Vivie se desorbitaron cuando el estilete penetró a través de su corazón. Un grito de dolor nació en su garganta pero cuando llegó a sus labios lo hizo convertido en un sordo gorgoteo. Murió rápida y silenciosamente, con la mirada fija de sus ojos clavada en los de Catherine.
Catherine la soltó. El movimiento de su cuerpo al deslizarse pared abajo hizo que el estilete abandonara su corazón. Catherine contempló la sangre, toda la devastación humana que la rodeaba. «Dios mío, ¿en qué me han convertido?» Luego cayó de rodillas junto al cuerpo sin vida de Vivie y empezó a vomitar violentamente.
Cumplió los ritos de la huida con sorprendente serenidad. En el cuarto de baño, se lavó a fondo, eliminando la sangre de las manos, de la cara y de la hoja del estilete. No podía hacer nada respecto a la sangre del jersey, salvo ocultar la prenda bajo el chaquetón de cuero. Atravesó el dormitorio, dejó a su espalda el cadáver de la mujer y pasó a la otra habitación. Se llegó a la ventana y miró la calle. Todo indicaba que Pope había cumplido su palabra. No se veía a nadie fuera del almacén. Aunque seguramente encontrarían el cadáver por la mañana y, en cuanto lo hicieran, se lanzarían tras ella. Por el momento, al menos, estaba a salvo. Recogió el bolso y, de encima de la mesa, las cien libras en efectivo que había entregado a Pope. Tomó el montacargas, cruzó el almacén y se esfumó en la noche.
Londres Este
A diferencia de la mayoría de los miembros de su profesión, el comisario jefe Andrew Kidlington evitaba aparecer por la escena de un homicidio siempre que le era posible. Pastor lego de la iglesia de su localidad, hacía mucho tiempo que perdió el gusto por las facetas más macabras de su oficio. Contaba con un completo y cualificado equipo de funcionarios profesionales, reunido a lo largo de los años, y creía que lo mejor era darles carta blanca. Poseía un talento legendario para deducir y sacar más conclusiones acerca de un asesinato examinando un buen archivo que visitando la escena del crimen, y siempre se aseguraba de que pasara por su mesa hasta el más ínfimo trozo de papel generado por su departamento. Pero no todos los días le clavaba alguien un cuchillo a un individuo de la calaña de Vernon Pope. Eso era algo que tenía que ver con sus propios ojos.