La maldita tinta no se iba. Se enjabonó las manos una vez más y las frotó con un cepillo hasta dejárselas casi en carne viva. Se preguntó por qué aquella vez no se sintió enferma. Vogel dijo que al cabo de una temporada todo resultaba más sencillo. El cepillo acabó con la tinta. Se volvió a mirar en el espejo, pero en esa ocasión no apartó la vista. Catherine Blake, homicida. Catherine Blake, asesina.
33
Londres
Alfred Vicary pensó que una tarde en casa podría sentarle bien. Deseaba andar un poco, de modo que salió de la oficina una hora antes de la puesta de sol, con tiempo suficiente para adentrarse en Chelsea antes de que le sorprendiera el oscurecimiento y se quedara desamparado. Era una tarde estupenda, fresca pero sin lluvia y prácticamente sin viento. Vagaban por las alturas del West End hinchados nubarrones grises en cuyo vientre ponían tonos rosados los resplandores del sol poniente. La vida hormigueaba en Londres. Observó la multitud de personas que circulaban por la plaza del Parlamento, admiró las baterías antiaéreas de Birdcage Walk, atravesó los silenciosos desfiladeros georgianos de Belgravia. El aire invernal le sentaba de maravilla a sus pulmones y recurrió a su fuerza de voluntad para abstenerse de fumar. Había contraído una tos seca como la que solía aquejarte en Cambridge durante los exámenes finales y se prometió renunciar a todas aquellas malditas cosas cuando acabase la guerra.
Cruzó la plaza de Belgravia y se dirigió hacia la plaza de Sloane. El encanto se había roto; el caso volvía a darle vueltas en la cabeza. En realidad nunca había dejado de pensar en él. A veces lograba apartarlo un poco más lejos que en otras ocasiones. Enero había desembocado en febrero. Pronto llegaría la primavera y luego la invasión. Y era posible que su triunfo o su fracaso cayera de lleno sobre los hombros de Vicary.
Pensó en el último mensaje descifrado por los criptógrafos de Bletchley Park. Aquel mensaje lo enviaron la noche anterior a un agente que operaba dentro de Inglaterra. En él no figuraba ningún nombre en clave, pero Vicary daba por sentado que el destinatario era uno de los espías a los que estaba persiguiendo. El mensaje decía que la información recibida era muy buena, pero que se necesitaban más detalles. También solicitaba un informe acerca del modo en que el agente entró en contacto con la fuente. Vicary buscó un resquicio de esperanza. Si Berlín necesitaba más datos era porque no tenía el cuadro completo. Y si no tenía el cuadro completo, aún se contaba con un margen de tiempo para que Vicary taponase la filtración. La naturaleza del caso era tan desoladora que la lógica de aquello le permitió cobrar ánimos.
Atravesó la plaza de Sloane y se aventuró por Chelsea. Pensó en otras tardes como aquella, mucho tiempo atrás -antes de la guerra, antes del puñetero oscurecimiento-, cuando volvía a casa tras salir del University College con una cartera rebosante de libros y papeles. Sus preocupaciones eran entonces mucho más simples. ¿He dormido a mis alumnos con la lección de hoy? ¿Acabaré mi siguiente libro antes de la fecha tope de entrega?
A veces se le ocurría alguna cosa más mientras caminaba. Era un funcionario de contraespionaje condenadamente bueno, dijera Boothby lo que dijese. Además, estaba bien dotado por naturaleza. Carecía de vanidad. No requería alabanzas ni panegíricos. Se sentía perfectamente satisfecho con esforzarse en secreto y guardar para sí sus victorias. Le encantaba la circunstancia de que nadie supiera lo que realmente estaba haciendo. Era de natural sigiloso y reservado, y su tarea de oficial de inteligencia reforzaba esa característica.
Pensó en Boothby: ¿Por qué retiró el expediente de Vogel y después mintió acerca de ello? ¿Por qué se negó a que Vicary se adelantase y avisara a Eisenhower y Churchill? ¿Por qué interrogó a Karl Becker pero no transmitió la evidencia de que existía una red alemana independiente? A Vicary no se le ocurrió ninguna explicación lógica para tales actos de Boothby. Eran como notas con las que Vicary no lograba componer una melodía agradable.
Llegó a su casa en Draycott Place. Entró por la puerta de atrás, en el oscurecido salón, dio un rápido repaso a la correspondencia sin contestar acumulada durante varios días. Consideró la conveniencia de invitar a cenar a Alice Simpson, pero llegó a la conclusión de que carecía de las fuerzas necesarias para mantener un diálogo educado. Llenó de agua caliente la bañera y puso su cuerpo en remojo mientras escuchaba la música sentimental que emitía la radio. Bebió un vaso de whisky y leyó la prensa. Desde su incorporación al mundo secreto del espionaje no creía una palabra de lo que decían, El teléfono empezó a sonar entonces. Tenía que ser una llamada del despacho, nadie más se molestaba ya en telefonearle. Salió trabajosamente de la bañera y se puso una bata. El teléfono estaba en el estudio. Descolgó y dijo:
– ¿Sí, Harry?
– Tu conversación con Karl Becker me ha dado una idea -manifestó Harry, sin preámbulo.
Las gotas de agua que se desprendían del cuerpo de Vicary caían sobre los papeles desperdigados encima de la mesa. La mujer de la limpieza tenía terminantemente prohibido pensar siquiera en franquear la puerta del estudio. Como consecuencia de ello, aquella estancia era una isla de desorden académico en el por otra parte estéril e inmaculado hogar.
– Anna Steiner vivió en Londres dos años con su padre diplomático, a principios de los veinte. Los diplomáticos ricos tenían criados: mayordomos, cocineras, doncellas.
– Todo eso es cierto, Harry. Espero que nos lleve a alguna parte.
– Me he pasado tres días haciendo investigaciones en todas las agencias de la ciudad, tratando de averiguar los nombres de las personas que trabajaron en esos domicilios.
– Buena idea.
– He conseguido algunos. La mayor parte han muerto; los otros son tan viejos como la orografía. Pero hay un nombre prometedor: Rose Morely. De joven trabajó de cocinera en casa de los Steiner. Hoy he descubierto que trabaja para un tal comandante Higgins, del Almirantazgo, en la casa de éste en Marylebone.
– Buen trabajo, Harry. Concierta una cita para mañana por la mañana; es lo primero que hay que hacer.
– Esa era mi intención, pero resulta que alguien le descerrajó un tiro en el ojo y dejó el cadáver de la mujer tirado en medio de Hyde Park.
– Me visto en cinco minutos.
– Hay un coche esperándote a la puerta de tu casa.
Cinco minutos después, Vicary salía y echaba la llave a la puerta. Se percató en aquel preciso momento de que había olvidado por completo su cita para almorzar con Helen.
El conductor era una atractiva joven de la sección femenina de la Armada británica, que no produjo el menor sonido durante el breve trayecto. Le dejó lo más cerca que pudo de la escena del crimen: a unos doscientos metros, al pie de una suave elevación. Había empezado otra vez a llover y a Vicary le prestaron un paraguas. Se apeó y cerró la portezuela con cuidado, como si acabase de llegar a un cementerio para asistir a un entierro. Vio por delante varios rayos de luz blanca que surcaban el espacio como reflectores en miniatura que tratasen de localizar un bombardero Heinkel en el cielo nocturno. Al acercarse, una de las linternas proyectó el rayo de luz sobre él y Vicary tuvo que protegerse los ojos del resplandor. El paseo resultó más largo de lo que había calculado; la elevación era más bien una pequeña colina. La hierba era alta y estaba mojadísima. Las perneras de los pantalones se le empaparon a Vicary desde los pies hasta las rodillas, como si hubiera vadeado una corriente de agua. Al llegar a ellos, los rayos de luz de las linternas descendieron como espadas. Un comisario jefe de esto o de lo otro le cogió del codo amablemente y le acompañó el resto del camino. Tuvo el buen sentido de no pronunciar el nombre de Vicary.
Habían montado apresuradamente una especie de tienda de lona alquitranada sobre el cadáver. El agua formaba una diminuta laguna en el centro y caía por los bordes como una pequeña cascada. Harry estaba en cuclillas junto al cráneo destrozado. Harry en su elemento, pensó Vicary. Parecía tan natural y relajado como si estuviese descansando un rato a la sombra, en un caluroso día de verano. Vicary examinó la escena. El cuerpo había caído de espaldas y aterrizó con los brazos y las piernas extendidos, como un chiquillo haciendo el avión sobre la nieve. Alrededor de la cabeza, la tierra aparecía negra de sangre. Una mano aún se cerraba sobre la tela de una bolsa de la compra y Vicary vio dentro de la bolsa latas de hortalizas y alguna clase de carne envuelta en papel de carnicero. El papel chorreaba sangre. El contenido del bolso de mano estaba diseminado en torno a los pies. Vicary no descubrió ninguna moneda entre los objetos.
Harry vio a Vicary de pie allí, en silencio, y se le acercó. Permanecieron uno junto a otro durante un momento, sin pronunciar palabra, como asistentes a un funeral junto a una tumba. Vicary se palpó los bolsillos en busca de sus gafas de lectura con cristales de media luna.
– Podría ser una coincidencia -expuso Harry-, pero la verdad es que no creo en ellas. Sobre todo cuando afectan a una mujer muerta de un balazo en un ojo. -Hizo una pausa y, al final, dijo con cierta emoción-: Dios, jamás vi nada parecido. Los hampones callejeros no disparan a la gente en el rostro. Sólo lo hacen los profesionales.
– ¿Quién encontró el cadáver?
– Un transeúnte. Le interrogaron. Su historia parece encajar.