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– He leído algo sobre él -repuso Harry-. Se me hace muy cuesta arriba creer que alguien tuviera pelotas suficientes para degollar a Vernon Pope y a su chica.

– Lo cierto es que a Pope le metieron un cuchillo por un ojo.

– ¿De veras?

– Sí -insistió Meadows-. Y a su moza en el corazón. Una puñalada precisa… quirúrgica, casi.

Harry recordó lo que había dicho el patólogo del ministerio del Interior respecto al cadáver de Beatrice Pymm. La última costilla del costado izquierdo presentaba una muesca. Posiblemente una herida de puñal hacia el pecho.

– Pero los periódicos… -articuló Harry.

– Uno no puede fiarse de lo que lee en los periódicos, ¿verdad, Harry? Cambiamos las descripciones de las heridas para escardar majaretas. Le sorprendería la cantidad de individuos que quieren atribuirse el mérito de haber liquidado a Vernon Pope.

– En realidad, no creo que me sorprendiera. Era un hijo de puta de cuidado. Siga, sargento detective.

– La noche en que liquidaron a Pope vieron entrar en el almacén de los hermanos Pope a una mujer cuya descripción se corresponde con la de su dama. Tengo dos testigos.

– ¡Dios mío!

– Mejor aún. Inmediatamente después del asesinato, Robert Pope y uno de sus esbirros irrumpieron en una pensión de Islington en busca de una mujer. Parece que tenían una dirección equivocada. Se largaron como un par de liebres. Pero no sin antes darle un buen repaso a la patrona.

– ¿Por qué no me entero de esto hasta ahora? -saltó Harry-. ¡A Pope lo mataron hace cosa de quince días!

– Porque mi súper cree que estoy dando palos de ciego, que sigo una pista falsa. Está convencido de que a Pope lo eliminó un rival. No quiere que perdamos el tiempo con teorías alternativas, como lo expresa él.

– ¿Quién es el súper?

– Kidlington.

– ¡Oh, Dios! ¿Saint Andrew?

– El mismo que viste y calza. Hay otra cosa. Interrogué a Robert Pope una vez la semana pasada. Quiero volver a hacerlo, pero se lo ha tragado la tierra. No hemos podido localizarle.

– ¿Está Kidlington ahí en este momento?

– Le veo sentado en su despacho, entregadísimo en cuerpo y alma a su maldito papeleo.

– No deje de mirarlo. Creo que disfrutará con esto.

Harry casi se dejó el alma y la vida en su carrera a toda velocidad, de su despacho al de Vicary. Se lo contó precipitadamente, pasando por los detalles tan rápidamente que en dos ocasiones Vicary le pidió que se interrumpiera, diese marcha atrás y empezase de nuevo desde el principio. Cuando concluyó, Harry marcó el número por él y tendió el auricular a Vicary.

– Hola, ¿hablo con el comisario jefe Kidlington? Aquí, Alfred Vicary, de la Oficina de Guerra… Me encuentro perfectamente, gracias. Pero me temo que voy a necesitar un poco de su más bien importante ayuda. Se trata del asesinato de Pope. Voy a declararlo materia de seguridad. Un miembro de mi personal irá a su despacho inmediatamente. Se llama Harry Dalton. Puede que se acuerde usted de él. ¿Sí? Estupendo. Me gustaría tener una copia del expediente completo del caso. ¿Que por qué? Me temo que no puedo darle más detalles, comisario. Gracias por su colaboración. Buenas tardes.

Vicary colgó. Dejó caer ruidosamente la palma de la mano contra la superficie de la mesa, miró a Harry y sonrió por primera vez en varias semanas.

Catherine Blake puso en su bolso lo necesario para la velada: su estilete, su pistola Mauser, su cámara fotográfica. Iba a reunirse con Jordan para cenar. Daba por sentado que después de la cena volverían al domicilio de Jordan para hacer el amor; siempre ocurría así. Preparó té y leyó los periódicos de la tarde. El asesinato de Rose Morely en Hyde Park era la gran noticia de la jornada. Las autoridades policiacas creían que el homicidio era un intento de robo cuyo control perdieron los delincuentes y que degeneró en asesinato. Incluso tenían un par de sospechosos. Precisamente lo que ella había pensado. Era perfecto. Se desnudó y tomó un baño prolongado. Se estaba secando el pelo con la toalla cuando sonó el teléfono. En toda Gran Bretaña sólo había una persona que tuviera su número: Peter Jordan. Catherine fingió sorpresa al oír llegar su voz desde el otro extremo de la línea.

– Me temo que hemos de cancelar la cena. Discúlpame, Catherine. Es que ha surgido algo muy importante.

– Comprendo.

– Aún estoy en el despacho. Tendré que quedarme aquí hasta bastante entrada la noche.

– Peter, no estás obligado a darme explicaciones.

– Ya lo sé, pero quiero hacerlo. Tengo que salir de Londres por la mañana temprano, muy temprano, y antes de hacerlo he de terminar una barbaridad de trabajo.

– No voy a simular que no estoy decepcionada. Me ilusionaba mucho pasar la noche contigo. Hace dos días que no te veo.

– A mí me parece un mes. También yo deseaba verte.

– ¿Eso está completamente descartado?

– No volveré a casa hasta las once, por lo menos.

– Estupendo.

Y a las cinco de la mañana habrá un coche esperándome en la puerta.

– Eso también me parece estupendo.

– Pero, Catherine…

– He aquí mi propuesta. Nos encontramos a la puerta de tu casa a las once de la noche. Preparo un poco de comida. Tú, mientras, te relajas y te preparas para tu viaje.

– Necesito dormir un poco.

– Te dejaré dormir. Lo prometo.

– Últimamente no hemos dormido mucho estando juntos.

– Me esforzaré todo lo que pueda para contener mis impulsos.

– Te veré a las once.

– Maravilloso.

La luz roja de encima de la doble puerta del despacho de Boothby llevaba encendida mucho rato. Vicary alargó la mano para pulsar el timbre por segunda vez -flagrante violación de uno de los edictos de Boothby-, pero interrumpió el gesto. Al otro lado de las gruesas puertas oyó dos voces que se elevaban impulsadas por la discusión. Una era femenina, la otra correspondía a Boothby. «¡No puedes hacerme esto!» Era la voz de mujer, repentinamente alta y ligeramente histérica. La de Boothby respondió en tono algo más calmado, como un padre que sermoneara sosegadamente a un chico díscolo. Sintiéndose un poco tonto, Vicary aplicó el oído a la línea donde coincidían los dos batientes de la puerta.

«¡Cabrón! ¡Maldito hijo de puta!» De nuevo la voz de la mujer. A continuación, el sonoro chasquido de un portazo. La luz se puso verde de pronto. Vicary prescindió de ello. El despacho de sir Basil tenía una entrada particular, que sólo utilizaban el propio amo y señor y el director general. No era absolutamente privada; si Viscary permanecía allí el tiempo suficiente, la mujer doblaría la esquina y él tendría ocasión de echarle una mirada. Oyó el tableteo de sus zapatos de tacón alto al repicar irritadamente contra el suelo del pasillo. Dobló la esquina. Era Grace Clarendon. Se detuvo en seco y entrecerró sus ojos verdes al mirar disgustada a Vicary. Una lágrima descendía por su mejilla. La eliminó con un brusco movimiento de la mano y luego desapareció pasillo adelante.

– Te escucho -dijo.

Vicary le puso al corriente en cinco minutos. Dio cuenta a Boothby de los resultados obtenidos, durante la jornada, en la investigación del asesinato de Rose Morely. Habló de la posible conexión entre el agente alemán y el homicidio de Vernon Pope. Explicó que encontrar a Robert Pope para interrogarle era una necesidad perentoria. Solicitó que todo hombre disponible colaborase en la búsqueda de Pope. A lo largo de todo el informe verbal de Vicary, Boothby mantuvo un silencio estoico. Había suspendido sus habituales paseos y movimientos nerviosos y parecía escuchar con más atención que de costumbre.

– Bueno -dijo Boothby-. Esta es la primera buena noticia que recibimos en relación con este caso. Espero por tu bien que note equivoques y que esas dos muertes estén relacionadas.

Empezó a hablar de la importancia de la paciencia y de la minuciosidad de los preparativos. Vicary estaba pensando en Grace Clarendon. Le asaltó la tentación de preguntar a Boothby el motivo por el que la mujer había pasado por su despacho, pero no pudo soportar la idea de recibir otra conferencia acerca de la necesidad de saber. Aquello le atormentaba terriblemente. Había calculado mal. Para apuntarse un tanto inútil en una discusión perdida de antemano, había puesto la cabeza de Grace en el tajo del verdugo, y Boothby la había cortado. Se preguntó si la mujer recibió la boleta del despido o si escapó sólo con una severa reprimenda. Era un miembro valioso de la plantilla, inteligente y consagrada a la tarea.

– Telefonearé ahora mismo al jefe de los vigilantes -dijo Boothby- y le ordenaré que te proporcione todos los hombres de los que pueda prescindir.

– Gracias, sir Basil -Vicary se levantó, dispuesto a retirarse.

– Sé que hemos tenido nuestras diferencias sobre este caso, Alfred, y espero que no te equivoques en lo que se refiere a este asunto. -Boothby titubeó-. Hace un momento estuve hablando con el director general.

– ¿Ah, sí?

– Te ha concedido las proverbiales veinticuatro horas. Si todo esto no da frutos, me temo que te van a retirar del caso.

Al retirarse Vicary, Boothby alargó la mano a través de la mesa y descolgó el auricular de su teléfono de seguridad. Marcó el número y aguardó a que contestaran.

Como de costumbre, el hombre del otro extremo de la línea se abstuvo de identificarse, sólo articuló:

– ¿Sí?

Boothby tampoco se identificó.

– Parece que nuestro amigo está a punto de echar mano a su presa -dijo-. El segundo acto está a punto de empezar.

El hombre del otro extremo de la línea murmuró unas pocas palabras y luego cortó la comunicación.

El taxi se detuvo a las once y cinco frente a la casa de Peter Jordan, al otro lado de la calle. Catherine vio a Jordan de pie en la acera, ante la puerta de entrada, con la linterna del oscurecimiento en la mano. Catherine se apeó y pagó al taxista. Al fondo de la calle se puso en marcha un motor. El taxi se alejó. Catherine bajó de la acera, avanzó hacia Jordan y oyó el rugido del motor y el chirriar de los neumáticos al girar sobre la húmeda calzada. Catherine volvió la cabeza en dirección al ruido y vio la furgoneta que se lanzaba a gran velocidad sobre ella. La tenía ya a escasos metros, demasiado cerca para que pudiera esquivarla. Catherine cerró los ojos y esperó la muerte.