Dicky Dobbs no había matado a nadie en toda su vida. Desde luego, había roto su buena ración de huesos y machacado su no menos considerable cantidad de rostros. Incluso dejó lisiado a un individuo que se negó a soltar la pasta correspondiente a la cuota de protección. Pero nunca se llevó por delante una vida humana. «Disfrutaría lo mío cargándome a esa zorra.» La individua había asesinado a Vernon y a Vivie. A él le dio esquinazo tantas veces ya que había perdido la cuenta. Y Dios sabe lo que estaría haciendo con el oficial norteamericano. El taxi dobló la esquina y entró en la calle a oscuras. Dicky accionó suavemente la llave de puesta en marcha y encendió el motor de la furgoneta. Pisó un poco el pedal del acelerador para que el combustible empezase a llegar al motor. Luego posó la mano en el cambio de marcha, que estaba en punto muerto, y esperó. El taxi arrancó y se alejó. La mujer empezó a cruzar la calle. Dicky desembragó, puso la velocidad y pisó a fondo el acelerador.
Una cálida y mórbida oscuridad la envolvió. No fue consciente de nada, sólo de un lejano repique que tañía en sus oídos. Intentó abrir los ojos pero no pudo. Intentó respirar pero no pudo. Pensó en su padre y en su madre. Pensó en María y soñó que estaba de nuevo en España, tendida encima de una cálida roca junto al río. Nunca había habido guerra; Kurt Vogel no había entrado en su vida. Luego, poco a poco, empezó a notar un dolor agudo en la nuca y un peso tremendo que le oprimía el cuerpo. Sus pulmones pidieron oxígeno a gritos. Tuvo náuseas, pero seguía sin poder respirar. Vio luces brillantes, como cometas, que surcaban un vasto vacío negro. Algo la sacudía. Alguien pronunciaba su nombre. Y de pronto comprendió que no estaba muerta. Las náuseas se interrumpieron y por fin pudo llevar aire a sus pulmones. Entonces abrió los ojos y vio el rostro de Peter Jordan. «Catherine, ¿me oyes, cariño? ¿Estás bien? ¡Dios, creo que intentó matarte! ¿Puedes oírme, Catherine?»
Ninguno de los dos tenía mucho apetito. Los dos deseaban algo de beber. Jordan tenía una cartera esposada a la muñeca; era la primera vez que la llevaba consigo a casa. Jordan se llegó al estudio y lo abrió. Catherine le oyó luego accionar el seguro del arca de caudales, abrir la pesada puerta y después volver a cerrarla. Salió del estudio y pasó al salón. Sirvió dos copas grandes de coñac y subió con ellas al dormitorio.
Se desnudaron despacio mientras bebían el coñac. Catherine se las veía y se las deseaba para sostener la suya. Le temblaban las manos, el corazón le martilleaba en el pecho y tenía la sensación de que iba a marearse. Hizo un esfuerzo para tomar un sorbo de coñac. El calor de la bebida la sostuvo y notó que empezaba a tranquilizarse.
Había cometido un terrible error de cálculo. Nunca debió acudir a los Pope. Debió haber pensado en otro medio. Pero aún había cometido otra equivocación. Debió haber matado también a Robert Pope y a Dicky Dobbs, cuando tuvo ocasión de hacerlo.
Jordan se sentó en el borde de la cama, junto a ella.
– No sé cómo puedes tomarte esto con tanta calma -dijo-. Al fin y al cabo, han estado a punto de matarte hace un momento. Se te permite mostrar alguna emoción.
Otro error. Debería comportarse como si estuviera asustada. Debería pedirle que la animase y le dijera que todo iba arreglarse. Debería darle las gracias por haberle salvado la vida. Ya no pensaba con claridad. El asunto estaba desmadrándose, se daba cuenta. Rose Morely… Los Pope… Pensó en la cartera de mano que Jordan acababa de guardar en la caja de caudales. Pensó en lo que contendría. Pensó en que la había llevado a casa encadenada a la muñeca. El secreto más importante de la guerra -el secreto de la invasión- muy bien podía estar a su alcance. ¿Y si realmente estaba allí? ¿Y si ella lograba robarlo? Quería salir de aquello. Ya no se sentía segura. Ya no se sentía capaz de llevar la doble vida que había llevado durante seis años. Ya no se sentía capaz de continuar aquella aventura con Peter Jordan. Ya no se sentía capaz de entregarle su cuerpo cada noche y luego colarse a hurtadillas en el estudio. «Una misión, y luego fuera.» Vogel le había prometido eso. Le obligaría a cumplirlo.
Catherine terminó de desvestirse y se echó encima del cobertor. Jordan continuaba sentado en el borde de la cama, bebiéndose el coñac y con la mirada fija en la oscuridad.
– Se llama reserva inglesa -explicó Catherine-. No se nos permite mostrar nuestras emociones ni siquiera cuando estamos a un tris de morir atropellados durante el oscurecimiento.
– ¿Cuándo se les permite mostrar sus emociones? -dijo Jordan, aún con la vista perdida.
– A ti también podían haberte matado esta noche, Peter-dijo- ¿Por qué lo hiciste?
– Porque cuando vi que aquel condenado idiota iba derecho a ti me di cuenta de una cosa. Comprendí que estaba completa, desesperada, locamente enamorado de ti. Lo he estado desde el preciso instante en que irrumpiste en mi vida. Jamás pensé que alguien pudiera hacerme feliz otra vez. Pero tú lo has hecho, Catherine. Y me aterra la posibilidad de perder otra vez esa dicha.
– Peter -murmuró ella dulcemente.
Jordan estaba de espaldas a ella. Catherine levantó los brazos, cogió por los hombros y tiró de él hacia abajo, pero el cuerpo de Peter se había puesto rígido.
– Siempre me he preguntado dónde estaba yo en el preciso instante en que ella murió. Sé que parece morboso, pero eso me ha obsesionado durante mucho tiempo. Porque no estuve allí con ella. Porque mi esposa murió sola en una autopista de Long Island durante un temporal. Siempre me he preguntado si no hubo algo que yo pudiera haber hecho. Y mientras estaba ahí esta noche vi que se repetía la misma circunstancia. Pero esta vez podía hacer algo…, algo para evitar la tragedia. Así que lo hice.
– Gracias, muchas gracias por salvarme la vida, Peter Jordan.
– Créeme, los motivos fueron puramente egoístas. He tenido que esperar mucho tiempo para encontrarte, Catherine Blake, y por nada del mundo quiero vivir sin ti.
– ¿Lo dices de verdad?
– Con el corazón en la mano.
Catherine alargó de nuevo los brazos hacia él y en esa ocasión Jordan respondió. Ella le besó una y otra vez.
– ¡Dios, no sabes cuánto te quiero, Peter!
Le sorprendió la facilidad con que la mentira brotó de sus labios. De súbito, Peter la deseó ardientemente. Tendida de espaldas, Catherine separó los muslos y, cuando él la penetró, levantó el cuerpo contra el de él. Arqueó la espalda y notó que Peter se hundía en ella profundamente. Sucedió de un modo tan repentino que le arrancó un jadeo. Cuando todo hubo acabado, Catherine se encontró riendo tontamente.
Jordan apoyó la cabeza en sus pechos.
– ¿Qué es lo que te parece tan divertido?
– Sólo que me has hecho muy feliz. Peter… ¡No sabes lo feliz que soy!
Alfred Vicary mantuvo una inquieta vigilia en St. James Street. A las nueve bajó la escalera y se dirigió a la cantina en busca de algo de comer. La minuta era tan atroz como de costumbre: sopa de patatas y pescado blanco hervido al vapor que sabía como si llegase directamente del río. Pero Vicary se encontró con que tenía un hambre de lobo, hasta el punto de que tomó una segunda ración. Otro funcionario, un antiguo abogado que parecía arrastrar una resaca crónica, propuso a Vicary, jugar una partida de ajedrez. Vicary jugó mal, sin entusiasmo, pero se las arregló para rematar la partida con una serie de movimientos un tanto brillantes. Confió en que eso fuera un símbolo premonitorio del giro que iba a tomar el caso.
Grace Clarendon se cruzó con él en la escalera. Apretaba contra el pecho una brazada de expedientes, como una estudiante lleva los libros. Lanzó a Vicary una mirada malévola y siguió estruendosamente escaleras abajo hacia la mazmorra del Registro.
De regreso a su despacho, Vicary intentó trabajar -la red Becker reclamaba su atención-, pero no estaba por la labor. «¿Por qué no nos contaste todo eso antes?»
«Se lo dije a Boothby.»
Harry dio el parte por primera vez: nada.
Necesitaba dormir una hora. El repiqueteo de los teletipos del cuarto contiguo, en otro tiempo tan tranquilizador, sonaba ahora como un fragor de martillos neumáticos. Su pequeño catre de campaña, antes liberación del insomnio, se había convertido en emblema de todo lo que iba mal en su vida. Durante treinta minutos anduvo de un lado a otro del despacho, golpeando con los puños la pared de un extremo y luego la del otro, no sin hacer un alto de vez en cuando en el centro de la estancia. La señora Blanchard, supervisora de las mecanógrafas del turno de noche, asomó la cabeza por la puerta, alarmada por el ruido. Sirvió a Vicary un enorme vaso de whisky, le ordenó que lo bebiera y volvió a colocar el camastro en su lugar de costumbre.
Volvió a llamar Harry: nada.
Vicary descolgó el teléfono y marcó el número de Helen. Una fastidiada voz masculina respondió. «¡Diga! ¡Diga! Maldita sea, ¿quién es?» En silencio, Vicary dejó de nuevo el auricular en su horquilla.
Harry dio el parte por tercera vez: nada.
Descorazonado, Vicary redactó una carta de dimisión. «¿Ha leído alguna vez el expediente de Vogel?»
«No.»
Vicary rompió la carta y lanzó los pedazos a la bolsa destinada al quemador. Se echó en el catre, con la luz de la lámpara reluciendo sobre su rostro, mientras contemplaba el techo.
Se preguntó por qué aquella mujer se había mezclado con los Pope. ¿Operaban en complicidad con ella, complicados en el espionaje lo mismo que en el estraperlo y en el chantaje de la protección? Improbable, pensó. Quizá recurrió a ellos en demanda de algún servicio que pudieran prestarle: gasolina del mercado negro, armas, hombres para llevar a cabo una operación de vigilancia. Vicary no podría estar seguro de nada de eso hasta que aprehendiera, e interrogara a Robert Pope. E incluso entonces sus intenciones consistían en poner bajo el microscopio la operación de Pope. Si veía algo que no le gustase los acusaría a todos de espiar a favor de Alemania y los metería en la cárcel para una larga temporada. En cuanto a Rose Morely, ¿qué? ¿Cabía la posibilidad de que todo el asunto fuese una terrible coincidencia? ¿De que Rose hubiera roconocido a Anna Steiner y lo hubiera pagado con la vida? Muy posible, pensó Vicary. Pero se pondría en lo peor: que en realidad Rose Morely fuese también un agente. Vicary investigaría a fondo el pasado de la mujer, antes de cerrar el libro de su asesinato.