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– ¡Dios santo! -susurró Vicary.

– Estás a punto de ingresar en una cofradía muy reducida, Alfred, presta mucha atención. -Boothby volvía a usar la pluma como puntero-. Estos son gigantescos flotadores de acero que se anclarán a tres kilómetros y medio de la costa. Están diseñados para amortiguar el ímpetu del oleaje en su desplazamiento hacia la costa. Aquí, en esta zona, van a hundir varios viejos mercantes en línea, para crear un rompeolas. Esa parte de la operación tiene el nombre clave de Gooseberry [En inglés, grosellero. (N. de la T. )]. Son calzadas flotantes con embarcaderos en los extremos. Los buques de aprovisionamiento atracarán en los embarcaderos. Los suministros se cargarán directamente en camiones que los transportarán hasta la orilla francesa.

– Asombroso -comentó Vicary.

– La espina dorsal de todo el proyecto son estas cosas que están aquí, aquí y aquí. -Boothby golpeó ligeramente con la pluma en tres puntos del mapa-. Su nombre en clave es Fénix. No se elevan, sin embargo. Se hunden. Son cajones gigantescos de cemento y acero que se remolcarán a través del Canal y se hundirán en fila para crear una escollera interior. Constituyen el componente esencial de la Operación Mulberry. -Boothby vaciló unos segundos-. El capitán de fragata Peter Jordan está destinado a esa operación.

– ¡Dios mío! -murmuró Vicary.

– La cosa es aún peor, me temo. El proyecto Fénix tiene dificultades. Planeaban construir ciento cuarenta y cinco unidades. Las estructuras son inmensas… tienen más de dieciocho metros de altura. Algunas cuentan con alojamientos propios para los equipos y baterías antiaéreas. Para construirlas se necesitan cantidades ingentes de cemento, refuerzos de hierro y personal altamente cualificado. El proyecto se ha visto obstaculizado desde el principio por la escasez de materias primas y los retrasos en la construcción.

Boothby plegó los mapas y los guardó en un cajón de su mesa.

– Anoche se le ordenó al capitán de fragata Peter Jordan que hiciera una visita a los centros de construcción del sur y efectuara una evaluación realista que determinase si las unidades Fénix podrían estar concluidas a tiempo. Salió del número cuarenta y siete de la plaza de Grosvenor con una cartera encadenada a la muñeca. Dentro de la cartera iban los planos de los Fénix.

– ¡Dios todopoderoso! -exclamó Vicary-. ¿Por qué diablos hizo eso?

– Su familia es propietaria de la casa donde vive aquí en Londres. Tiene una caja de caudales, La Inteligencia de la JSFEA la examinó y estampó el sello del visto bueno.

Vicary pensó: «Nada de esto habría sucedido si Boothby hubiera transmitido mi condenada alerta de seguridad».

– De modo -dijo- que si el capitán de fragata Jordan hubiese estado comprometido en ello, es posible que una parte aún más importante de los planos de la Operación Mulberry hubieran caído en manos de los alemanes.

– Me temo que sí -reconoció Boothby-. Pero aún quedan más malas noticias. Por su naturaleza, Mulberry puede revelar el secreto de la invasión. Los alemanes saben que necesitamos disponer de puertos para poder llevar a cabo con éxito una invasión del Continente. Esperan que desencadenemos el asalto frontal de un puerto, nos apoderemos de él y después lo volvamos a abrir con la máxima rapidez posible. Si descubren que estamos construyendo un puerto artificial -medios para rodear los poderosamente fortificados puertos de Calais- comprenderán sin dificultad que llegaremos por Normandía.

– ¡Dios mío! ¿Quién demonios del infierno es el capitán de fragata Peter Jordan?

Bootbby volvió a buscar en su cartera. Extrajo una delgada carpeta y la arrojó a través de la mesa.

– Había sido ingeniero jefe en la Compañía de Puentes del Noreste. Es una de las empresas constructoras de puentes más importantes de América. Está considerado una especie de niño prodigio. Lo incorporaron a la Operación Mulberry por su gran experiencia en la supervisión de grandes proyectos del sector de la construcción.

– ¿Dónde está ahora?

– Todavía se encuentra en el sur, inspeccionando las obras. Se espera que esté de regreso en la plaza de Grosvenor a las siete. Según lo previsto, ha de reunirse a las ocho con Eisenhower e Ismay para informarles de las conclusiones de su visita de inspección. Quiero que Harry y tú lo recojáis en Grosvenor Square -sin que se oiga una palabra más alta que otra- y lo llevéis a la casa de Richmond. Lo interrogaremos allí. Quiero que dirijas tú el interrogatorio.

– Gracias, sir Basil.

Vicary se levantó.

– Como mínimo, vamos a necesitar que Jordan nos eche una mano para zurcir tu red.

– Cierto -dijo Vicary-. Pero es posible que necesitemos más ayuda, según las proporciones de los daños.

– ¿Tienes alguna idea, Alfred?

– El germen de una. Me gustaría echar un vistazo al interior de la casa de Jordan, antes de proceder a interrogarle. ¿Alguna objeción?

– No -repuso Boothby-. Pero con cuidado, Alfred, con mucho cuidado.

– No se preocupe. Seré discreto.

– Algunos vigilantes son especialistas en esa clase de maniobras… Forzar y entrar, ya sabes.

– A decir verdad, ya he pensado en alguien para esa tarea.

Harry Dalton manipuló con una fina herramienta metálica en la cerradura de la puerta frontal de la casa de Peter Jordan. Vicary estaba de pie, de cara a la calle, ocultando con su cuerpo a Harry para evitar que lo vieran. Al cabo de unos instantes. Vicary oyó un tenue clic, al ceder la cerradura. Como un consumado ladrón profesional, Harry abrió la puerta igual que si fuera el dueño de la casa y ambos entraron.

– Eres condenadamente hábil en eso-alabó Vicary. -Vi hacerlo una vez en una película.

– No sé por qué, no me creo esa historia.

– Siempre he sabido que eres un tipo inteligente.

Harry cerró la puerta y dijo:

– Límpiate los zapatos en el felpudo.

Vicary abrió la puerta del salón y entró. Sus ojos recorrieron los muebles tapizados de cuero, las alfombras, las fotografías de puentes que decoraban las paredes. Se acercó a la chimenea y examinó las fotos con marco de plata que había en la repisa.

– Debe de ser su esposa -comentó Harry-. Era guapa.

– Sí -se mostró de acuerdo Vicary. Le había echado un rápido vistazo a la copia de la hoja de servicio y del historial que le entregó Boothby. Se llamaba Margaret Lauterbach-Jordan. Murió poco antes de que estallara la guerra, en un accidente de automóvil que se produjo en Long Island, Nueva York.

Cruzaron el pasillo y entraron en el comedor y en la cocina. Harry probó la puerta contigua y la encontró cerrada.

– Abrela -dijo Vicary.

Harry se arrodilló ante la hoja de madera e introdujo la ganzúa en la cerradura. Segundos después hizo girar el pestillo y entraron. El cuarto estaba amueblado como despacho de trabajo de un hombre, desde luego: mesa escritorio pintada de oscuro, sillón tapizado de cuero y una pieza única, que decía mucho acerca de su propietario, la mesa de dibujo que utilizaría un ingeniero o un arquitecto. Vicary encendió la lámpara del escritorio.

– Un sitio perfecto para fotografiar documentos. -La caja de caudales estaba al lado de la mesa. Era un modelo antiguo y parecía pesar doscientos treinta kilos por lo menos. Vicary miró de cerca las patas y observó que estaban sujetas al piso. Dijo-: Vayamos a echar una mirada al piso de arriba.

Había tres dormitorios, dos que daban a la calle y un tercero, más amplio, en la parte de atrás de la casa. Evidentemente, los dos de delante eran habitaciones para invitados. Los armarios estaban vacíos y no se apreciaba toque personal alguno. Vicary pasó al cuarto de Jordan. La cama de matrimonio estaba deshecha, las persianas levantadas, dejando a la vista unas ventanas que se abrían a un jardín pequeño, descuidado y cercado por una tapia. Vicary abrió el armario eduardiano y miró el interior: dos uniformes de la Armada de los Estados Unidos, varios pares de pantalones de paño de paisano, una pila de jerséis y varias camisas esmeradamente dobladas que llevaban la etiqueta de una tienda de ropa masculina de Manhattan. Cerró el armario y examinó la habitación. Si la mujer estuvo allí, no había dejado el menor rastro, sólo un tenue soplo, muy débil, de perfume que le recordó a Vicary la fragancia que usaba Helen.

«¿Quién es, por favor? ¡Ah, váyase al infierno!»

Vicary miró a Harry y le encargó:

– Llégate a la planta baja, abre sigilosamente la puerta del estudio, entra y vuelve a cerrarla.

Harry volvió al cabo de dos minutos.

– ¿Oíste algo?

– Ni lo más mínimo.

– Lo que significa que es muy posible que durante la noche se haya colado subrepticiamente en el estudio y haya fotografiado todo lo que él trajera a casa.

– Tenemos que darlo por supuesto, sí. Revisa el cuarto de baño. Mira a ver si dejó ahí algún objeto personal.

Vicary oyó a Harry revolver en el botiquín. Harry regresó luego a la alcoba.

– Ahí no hay nada que pertenezca a una mujer-dijo.

– Muy bien. Ya hemos visto bastante por ahora.

Descendieron a la planta baja, se cercioraron de que la puerta del estudio tuviese echada la llave y salieron de la casa por la puerta frontal. Habían aparcado al otro lado de la esquina. Cuando caminaban por la acera, Vicary alzó la vista hacia la hilera de casas del otro lado de la calle. Volvió a bajarla al instante. Hubiera jurado que había visto el rostro de alguien que le miraba desde la ventana de un cuarto a oscuras. La cara de un hombre: ojos oscuros, pelo negro, labios finos. Volvió a levantar la vista hacia allí, pero para entonces la cara había desaparecido.

Horst Neumann se entretenía practicando un juego consigo mismo para sobrellevar el tedio de la espera: se aprendía rostros de memoria. Era algo que se le daba ya bastante bien. Podía mirar varias caras -en el tren, en una plaza llena de gente-, grabárselas en la memoria y luego repasarlas mentalmente como si estuviera viendo un álbum de fotografías. Pasaba tanto tiempo cubriendo el trayecto de Hunstanton a la calle Liverpool que empezaba a ver semblantes familiares continuamente. El vendedor regordete que siempre acariciaba el muslo de su novia antes de darle el beso de despedida en Cambridge y volver a la casa que compartía con su esposa. La solterona que en todo momento parecía al borde de las lágrimas. La viuda de guerra que se pasaba el viaje mirando por la ventanilla y que, imaginaba Neumann, veía el rostro de su marido en la campiña verde gris. En Cavendish Square conocía a todos los que la frecuentaban regularmente: los vecinos de las casas que rodeaban la plaza, las personas a las que les encantaba ir a sentarse en los bancos, entre las plantas adormecidas. Era un jueguecito monótono, pero que mantenía aguzado su cerebro y le ayudaba a matar el tiempo.