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Intervino Hitler:

– Una discusión fascinante, caballeros…, pero basta ya. No hay duda, capitán Vogel, de que su agente necesita averiguar más datos acerca del proyecto. Supongo que dicho agente continúa en su puesto, ¿no?

Vogel se mostró cauteloso.

– Hay un problema, mi Führer -dijo-. El agente tiene la sensación de que las fuerzas de seguridad británicas están estrechando el cerco…, que puede que no le sea posible permanecer en Inglaterra mucho tiempo más.

Walter Schellenberg habló por primera vez:

– Capitán Vogel, nuestra propia fuente en Londres afirma lo contrario: que los británicos saben que hay una filtración, pero que son incapaces de taponarla. En estos momentos, su agente está imaginando un peligro inexistente.

Vogel pensó: «¡Burro arrogante! ¿Quién es esa gran fuente del SD en Londres?».

– El agente en cuestión -expresó en voz alta- está altamente adiestrado y posee una inteligencia excepcional. Creo que…

Himmler interrumpió a Vogeclass="underline"

– No supondrá usted que la fuente del general de brigada Schellenberg es menos creíble que la suya, ¿verdad, capitán Vogel? -Con el debido respeto, no dispongo de elementos de juicio para valorar la credibilidad de la fuente del general de brigada Schellenberg, herr Reichsführer.

– Una respuesta muy diplomática, herr capitán -repuso Himmler-. Pero es evidente que su agente deberá permanecer en su puesto hasta que sepamos la verdad acerca de esos objetos de hormigón, ¿está usted de acuerdo?

Vogel se vio atrapado. Mostrarse en desacuerdo con Himmler sería como firmar su propia sentencia de muerte. No les costaría nada fabricar pruebas de traición contra él y ahorcarle con la cuerda de un piano como habían hecho con otros. Pensó en Gertrude y en sus hijos. Los bárbaros también se cebarían en ellos. Confiaba en el instinto de Anna, pero retirarla ahora sería suicida. No le quedaba otra elección. Anna continuaría en su puesto.

– Sí. Estoy de acuerdo, herr Reichsführer.

Himmler invitó a Vogel a dar un paseo por los jardines. Había caído la noche. Más allá de la esfera de luz de la lámpara, la oscuridad invadía la floresta. Un letrero advertía que apartarse de los senderos era peligroso a causa de las minas. El viento agitaba las copas de las coníferas. Vogel oyó el ladrido de un perro; era difícil determinar la distancia desde la que llegaba porque la nieve recién caída reducía todo sonido a un rumor apagado. El frío era tremendo. Durante la tensa reunión, había sudado bastante bajo la guerrera. Ahora, en medio de aquella baja temperatura, tenía la impresión de que la ropa se le había helado pegada al cuerpo. Se moría por fumar un cigarrillo, pero decidió no arriesgarse a molestar más a Himmler por un día. La voz de Himmler, cuando por fin habló, era poco menos que inaudible. Vogel se preguntó si se podría poner micrófonos ocultos en un bosque.

– Una extraordinaria proeza, capitán Vogel. Hay que aplaudirle.

– Me siento muy honrado, herr Reichsführer.

– Su agente en Londres es una mujer.

Vogel guardó silencio.

– Siempre tuve la impresión de que el almirante Canaris nó confiaba en los agentes femeninos. Que los consideraba demasiado susceptibles a las emociones para el trabajo clandestino y carecían de la objetividad necesaria.

– Puedo garantizarle, herr Reichsführer, que el agente al que nos referimos no tiene ninguno de esos defectos.

– Debo reconocer que a mí también me disgusta un tanto la práctica de introducir agentes enemigos detrás de las líneas ene-migas. El SOE, el Ejecutivo de Operaciones Especiales, insiste en enviar mujeres a Francia. Cuando se las arresta, me temo que las mujeres padecen el mismo destino que los hombres. Infligir tal sufrimiento a una mujer es lamentable, por no decir otra cosa peor. -Hizo una pausa, se le contrajeron los músculos de la mejilla y aspiró a fondo el frío aire de la noche-. Sus logros son aún más extraordinarios porque los ha conseguido a pesar del almirante Canaris.

– No estoy muy seguro de lo que quiere decir, herr Reichsführer.

– Lo que quiero decir es que los días del almirante en la Abwehr están contados. Llevamos algún tiempo muy disgustados con su actuación. En el mejor de los casos, es un incompetente. Y si mis sospechas resultan correctas, también es un traidor al Führer.

– Herr Reichsfürer, yo nunca…

Himmler le cortó con un movimiento de la mano.

– Sé que usted siente cierta lealtad hacia el almirante Canaris. Al fin y al cabo, el almirante es personalmente responsable del rápido ascenso de usted en las filas de la Abwehr. Pero nada de lo que pueda decir usted hará cambiar mi opinión de Canaris. Y permítame un aviso. Tenga cuidado cuando acuda en auxilio del hombre que se ahoga. Corre el riesgo de verse arrastrado también hasta el fondo.

Vogel estaba aturdido. No dijo nada. Los ladridos del perro se fueron desvaneciendo despacio en la distancia, hasta que dejaron de escucharse. El viento arreció y proyectó los copos de nieve sobre el sendero para que borrasen la línea que lo delimitaba del bosque. Vogel se preguntó si las minas estarían muy cerca del camino. Volvió la cabeza y entrevió una pareja de hombres de las SS que marchaban tranquilamente tras ellos.

– Estamos ahora en febrero -reanudó Himmler la conversación-. Me atrevo a augurar con casi todas las probabilidades de acierto que el almirante Canaris se verá destituido muy pronto, quizás antes de que acabe el mes. Yo pretendo poner bajo mi control todas las agencias de seguridad e inteligencia de Alemania, incluida la Abwehr.

Vogel pensó: «¿ La Abwehr controlada por Himmler?». Sería para soltar la carcajada, si no fuese tan grave.

– Es usted un hombre de considerable talento -prosiguió Himmler-. Deseo que permanezca en la Abwehr. Con un ascenso importante, naturalmente.

– Gracias, herr Reichsführer.

Fue como si aquellas palabras las hubiera pronunciado otra persona por él.

Himmler se detuvo.

– Hace frío. Deberíamos volver.

Pasaron por delante de los hombres de seguridad, que aguardaron hasta que Himmler y Vogel estuvieron fuera del alcance de sus oídos y entonces echaron a andar sosegadamente tras ellos.

– Me alegro de que hayamos llegado a un acuerdo sobre la cuestión de dejar al agente en su puesto -dijo Himmler-. Creo que en estos momentos esa es la medida más prudente. Y además, herr Vogel, nunca es sensato permitir que los sentimientos personales nublen el juicio de uno.

Vogel se detuvo y miró a los compungidos ojos de Himmler.

– ¿Qué es lo que quiere dar a entender con eso?

– Por favor, no me tome por tonto -repuso Himmler-. El general de brigada Schellenberg pasó la semana pasada cierto tiempo en Madrid, a cuenta de otro asunto. Conoció allí a un amigo suyo…, un hombre que se llama Emilio Romero. El señor Romero tuvo a bien contarle al Brigadeführer Schellenberg todo lo referente a la más apreciada posesión de usted.

Vogel pensó: «¡Maldito sea Emilio por hablar con Schellenberg! ¡Maldito sea Himmler por meter las narices en asuntos que no le conciernen!».

Los hombres de las SS parecieron percibir la tensión, ya que se adelantaron silenciosamente.

– Comprendo que ella es preciosa -dijo Himmler-. Tiene que haber sido todo un sacrificio renunciar a una mujer como esa. Y debe ser tentador traerla de nuevo a casa y encerrarla bajo llave.Pero ha de permanecer en Inglaterra. ¿Está claro, capitán Vogel?

– Sí, herr Reichsführer.

– Schellenberg tiene sus defectos: arrogante, demasiado pomposo, y encima esa obsesión por la pornografía… -Himmler se encogió de hombros-. Pero es un oficial de información hábil e ingenioso. Sé que usted disfrutará colaborando más estrechamente con él.

Himmler dio media vuelta y se alejó bruscamente. Vogel se quedó solo, tiritando en medio del intenso frío.

– No tienes buen aspecto -comentó Canaris, cuando Vogel volvió al coche-. Es lo que normalmente me pasa a mí después de las conversaciones con el avicultor. Sin embargo, he de admitir que lo disimulo mejor que tú.

Hubo una serie de arañazos en la parte lateral del automóvil. Canaris abrió la portezuela y los perros saltaron dentro del vehículo, y tras un breve correteo se aposentaron a los pies de Vogel. Canaris aplicó los nudillos al cristal de separación. Se puso en marcha el motor y las ruedas hicieron crujir la nieve al aplastarla camino de la puerta. Vogel notó que le inundaba el alivio a medida que iba retrocediendo el resplandor de las luces del recinto y se adentraban por la oscuridad del bosque.

– El pequeño cabo estaba muy orgulloso de ti esta noche, Kurt -dijo Canaris, con desprecio en la voz-. ¿Y qué hay de Himmler? ¿Me clavaste la daga durante el paseíto a la luz de la luna?

– Herr almirante…

Canaris se inclinó y apoyó la mano en el brazo de Vogel. En sus ojos azul hielo había una expresión que Vogel no había visto hasta aquel momento.

– Ten cuidado, Kurt -aconsejó-. Estás metido en un juego peligroso. Un juego muy peligroso.

Dicho eso, Canaris se echó hacia atrás, cerró los ojos y se quedó dormido de inmediato.

39

Londres

A la operación le aplicaron a toda prisa el nombre en clave de Timbal. Vicary ignoraba quién y por qué eligió ese nombre. El asunto era demasiado complejo y delicado para llevarlo desde su atestado despacho de la calle St. James, así que Vicary se procuró para el puesto de mando una majestuosa casa georgiana en la calle West Halkin. El salón se convirtió en sala de operaciones, con teléfonos adicionales, equipo inalámbrico y un mapa metropolitano de Londres, a gran escala, clavado con chinchetas en la pared. La biblioteca del primer piso se transformó en despacho para Vicary y Harry. Había una entrada en la parte de atrás, destinada a los vigilantes, y una despensa bien provista de víveres. Las mecanógrafas se encargaban voluntariamente de guisar, y al llegar a la casa a primera hora de la tarde, Vicary se veía asaltado por el aroma de las tostadas con panceta y del estofado de cordero que hervía en la cocina.