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– ¡Jamás debemos permitir que eso le suceda a Alemania! -exclamó. Miró a Himmler atentamente-. La expresión de tu cara me dice que tienes una teoría más.

– Sí, mi Führer.

– Oigámosla.

– Vogel cree que la información que le ha presentado es verídica. Pero ha estado bebiendo en un pozo envenenado.

Hitler pareció intrigado.

– Adelante, herr Reichsführer.

– Mi Führer, siempre he sido sincero con usted en lo que concierne a mis sentimientos hacia el almirante Canaris. Creo que es un traidor. Me consta que ha tenido contactos con agentes británicos y estadounidenses. Si mis temores acerca del almirante son correctos, ¿no sería lógico suponer que ha comprometido las redes alemanas en Gran Bretaña? ¿No sería lógico suponer también que la información de los espías alemanes en Inglaterra está igualmente comprometida? ¿Y si el capitán Vogel descubrió la verdad y el almirante Canaris lo ha silenciado a fin de protegerse?

Hitler volvía a pasear nervioso.

– Tan brillante como de costumbre, herr Reichsführer. Eres el único en quien puedo confiar.

– Recuerde, mi Führer, que una mentira es la verdad, sólo que al revés. Ponga la mentira ante el espejo y la verdad le estará mirando desde el cristal azogado.

– Tienes un plan. Ya lo veo.

– Sí, mi Führer. Y Kurt Vogel es la clave. Vogel puede proporcionarnos el secreto de la invasión y la prueba de la traición de Canaris de una vez por todas.

– Vogel me parece un hombre inteligente.

– Se le consideraba antes de la guerra uno de los cerebros legales más lúcidos de Alemania. Pero recuerde que lo reclutó personalmente el propio Canaris. En consecuencia, tengo mis dudas acerca de su lealtad. Habrá que manejarlo con cuidado.

– Esa es tu especialidad. ¿No, herr Reichsführer?

Himmler esbozó su sonrisa de cadáver.

– Sí, mi Führer.

La casa estaba a oscuras cuando llegó Vogel. Una impresionante nevada había alargado hasta las cuatro horas un trayecto de dos. Rodeó el coche por detrás y cogió del maletero la pequeña bolsa de viajé. Despidió al conductor; había reservado para él una habitación en el hotel del pueblo. En la puerta, de par en par, Trude le esperaba con los brazos cruzados, apretados contra el pecho para conservar el calor. Parecía absurdamente saludable, rosada la piel debido al frío, veteado el pelo castaño por los rayos del sol de la montaña. Vestía un grueso jersey de esquiadora, pantalones de lana y botas de montaña. A pesar de aquella sólida vestimenta, Vogel pudo darse cuenta de que la vida al aire libre la mantenía en plena forma. Cuando Vogel la tomó en sus brazos, Trude dijo:

– Dios mío, Kurt Vogel, no eres más que un saco de huesos. ¿Tan mal marchan las cosas en Berlín?

Todo el mundo estaba ya en la cama. Las chicas compartían habitación en el primer piso. Mientras Trude le preparaba la cena, Vogel subió a echarles una mirada. Hacía frío en el cuarto. Nicole había trepado al lecho de Lizbet y dormía con ella. En la oscuridad resultaba difícil determinar dónde acababa una y donde empezaba la otra. Inmóvil, escuchó el rumor de su respiración y aspiró sus olores: su aliento, su cabello, su jabón, sus cálidos cuerpos que dejaban emanar la fragancia de la ropa de la cama. Trude siempre creyó que era extraño, pero a él le gustaba más que ninguna otra cosa el modo en que olían las niñas.

Una fuente de comida y un vaso de vino le aguardaban en la planta baja. Trude había cenado horas atrás, así que tomó asiento frente a él y habló mientras Vogel devoraba asado de cerdo con patatas. Tenía un hambre asombrosa. Acabó el primer plato y se sirvió otro, que se obligó a consumir más despacio. Trude le habló de sus padres, de las niñas y de la forma en que la Wehrmacht irrumpió en el pueblo y se llevó a los hombres y a los muchachos en edad escolar que quedaban. Daba gracias a Dios por haber alumbrado hijas y no hijos. No le preguntó nada sobre el viaje y Vogel no le ofreció ningún detalle por propia voluntad.

Acabó de comer. Trude quitó la mesa. Había preparado un puchero de sucedáneo de café y estaba ante el hornillo, llenando una taza y poniéndola en un platillo, cuando sonaron unos golpes suaves en la puerta. Trude cruzó la estancia y abrió, para quedarse mirando con expresión incrédula a la figura, vestida de negro de piesa cabeza, que encontró ante sus ojos.

– Oh, Dios mío -murmuró, y la taza y el platillo se le escaparon de las manos y fueron a hacerse añicos contra el suelo.

– Aún no puedo creer que Heinrich Himmler haya puesto de veras los pies en esta casa -dijo Trude, plana la voz, como si hablase consigo misma.

Se encontraba de pie frente al fuego de la pequeña chimenea de su cuarto, derecha como una vela, con los brazos cruzados. A la tenue claridad, Vogel observó que su rostro estaba húmedo y su cuerpo temblequeante.

– Al ver su cara así, de pronto, creí estar soñando. Luego pensé que nos iban a arrestar a todos. Y después comprendí lo que pasaba: Heinrich Himmler había venido a mi casa porque necesitaba consultar algo con mi marido.

Se apartó del fuego y le miró.

– ¿Por qué es así, Kurt? Dime que no trabajas para él. Dime que no eres un secuaz de Himmler. Dímelo, aunque sea mentira.

– No trabajo para Heinrich Himmler.

– ¿Quién era el otro?

– Se llama Walter Schellenberg.

– ¿Qué hace?

Vogel se lo dijo.

– ¿Qué haces tú? Y no me digas que sólo eres abogado de Canaris.

– Antes de la guerra me encargué de personas muy especiales. Las adiestraba y las enviaba a Inglaterra para que actuasen de espías.

Trude asimiló la noticia como si llevase largo tiempo sospechándolo.

– ¿Por qué no me lo dijiste antes?

– Tenía prohibido contárselo a nadie, incluida tú. Te engañé para protegerte. No tenía ningún otro motivo.

– ¿Dónde estuviste hoy?

Era inútil seguir mintiéndole.

– Estuve en Berchstengaden, en una reunión con el Führer.

– ¡Dios todopoderoso! -susurró Trude, al tiempo que sacudía la cabeza-. ¿En qué más me has engañado, Kurt Vogel?

– No te he engañado en nada más, sólo en lo de mi trabajo. La expresión de Trude decía a las claras que no le creía.

– Heinrich Himmler en esta casa. ¿Qué te ha ocurrido, Kurt? Ibas para gran abogado. Ibas para sucesor de Herman Heller, quizá para ocupar un sillón en el Tribunal Supremo. Amabas la ley.

– No hay ley en Alemania, Trude. Sólo hay Hitler.

– ¿Qué quería Himmler? ¿Por qué vino aquí a esas horas de la madrugada?

– Quiere que le ayude a matar a un amigo.

– Espero que le hayas dicho que no le ayudarás.

Vogel la miró.

– Si no le ayudo, me matará. Y luego te matará a ti y matará a las niñas. Nos matará a todos, Trude.

CUARTA PARTE

43

Londres

– Lo mismo que en las otras ocasiones, Alfred. Lleva alegremente a los vigilantes por el camino de la amargura durante tres horas y luego vuelve a su piso.

– Eso son pamplinas. Harry. O se encuentra con otro agente o deja el material en alguna parte.

– Si lo hace, a nosotros se nos ha escapado. Otra vez.

– ¡Maldita sea! -Vicary utilizó la colilla del cigarrillo para encender otro. Estaba disgustado consigo mismo. Fumar cigarrillos ya era bastante malo. Encender el siguiente con la brasa del anterior era intolerable. Toda la culpa la tenía la tensión de aquel juego. Había entrado en su tercera semana. Vicary permitió a Catherine fotografiar cuatro remesas de documentos de la Operación Timbal. Cuatro veces llevó la mujer a los vigilantes tras de sí en largos seguimientos por Londres. Y en las cuatro ocasiones fueron incapaces de detectar cómo y cuándo se desembarazaba del material. Vicary empezaba a estar de los nervios. Cuanto más se prolongase la operación de aquella forma, más probabilidades había de cometer un error. Los vigilantes estaban agotados y Peter Jordan a punto de rebelarse.

– Quizá no estemos llevando esto como es debido -dijo Vicary.

– ¿Qué quieres decir?

– La seguimos, con la esperanza de detectar cómo lo suelta. ¿Y si cambiáramos de táctica y empezásemos a buscar al agente que lo recoge?

– ¿Pero cómo? No sabemos quién es ni qué aspecto tiene.

– La verdad es que podemos identificarlo. Cada vez que Catherine sale, vamos con ella. Y lo mismo hace Ginger Bradshaw. Ha tomado docenas y docenas de fotografías. Nuestro hombre por fuerza tiene que haber estado con esa mujer.

– Es posible y, desde luego, merece la pena probar.

Harry volvió diez minutos después con un montón de fotos. Una pila de treinta centímetros de altura.

– Ciento cincuenta fotografías, para ser exactos, Alfred.

Vicary se sentó ante la mesa y se puso las gafas con cristales de media luna, las de leer. Empezó a coger fotos, una por una, y a explorar los rostros, la ropa, todo lo que pareciera sospechoso, cualquier cosa. Con la maldición de tener una memoria fotográfica, Vicary archivaba en su cerebro las imágenes de una foto y luego pasaba a la siguiente. Harry sorbía té y paseaba entre las sombras.

Dos horas después, Vicary creyó tener una pareja.

– Mira, Harry, ahí, en Leicester Square. Y aquí vuelve a aparecer, en la entrada de la estación de Euston. Podría ser una coincidencia, podría tratarse de dos personas distintas, pero lo dudo.

– ¡Vaya, qué me aspen! -Harry examinó la figura de la foto: bajo, pelo oscuro, hombros cuadrados y ropa corriente. En su porte no había nada que llamase la atención…, perfecto para el trabajo de calle.

Vicary reunió las fotos restantes e hizo dos montones.

– Empieza a buscarle, Harry. Sólo a él. A nadie más.

Al cabo de media hora, Harry seleccionó una foto tomada en la plaza de Leicester, que resultaba mejor aún que la primera.

– Necesita un nombre en clave -dijo Vicary.

– Se parece a Rudolf.

– Bueno -convino Vicary-. Que sea Rudolf.