Hampton Sands (Norfolk)
En aquel momento, Horst Neumann pedaleaba en su bicicleta, camino del pueblo, tras salir de la casita de Dogherty. Vestía grueso jersey de cuello alto, chaquetón y pantalones con las perneras embutidas en la caña de sus botas altas. Era un día claro y radiante. Voluminosas nubes blancas, impulsadas por fuertes vientos del norte, surcaban un cielo de color azul profundo. Sus sombras se desplazaban veloces por los prados y las laderas de las colinas para desaparecer luego sobre la playa. Era el último día decente que iban a disfrutar en una temporada. Los pronósticos anunciaban malas condiciones meteorológicas en toda la costa este de la región, a partir del mediodía siguiente y a lo largo de varias jornadas. Neumann deseaba estar unas horas fuera de la casa, ahora que tenía oportunidad de hacerlo. Necesitaba reflexionar. Soplaba un viento racheado que hacía casi imposible mantener la verticalidad de la bicicleta en aquel estrecho camino repleto de baches. Neumann inclinó la cabeza y aumentó el brío de sus pedaladas. Volvió la cabeza para mirar por encima del hombro. Dogherty se había dado por vencido. Acababa de bajarse de la bicicleta y, a pie, con gesto de mala uva, la empujaba por sendero adelante.
Neumann fingió no percatarse y continuó su marcha en dirección al pueblo. Se inclinó sobre el manillar, con los codos proyectados hacia los lados, y atacó furiosamente la cuesta arriba de un cerro. Llegó a la cima y luego se deslizó por la vertiente del otro lado.
La helada de la noche anterior había endurecido el suelo y la bicicleta traqueteaba por los profundos surcos del camino de una manera tan endemoniada que Neumann temió que los neumáticos se salieran de las llantas. El viento amainó y poco después el pueblo aparecía a la vista. Neumann dio a los pedales por encima del puente que cruzaba la ría y se detuvo al llegar al otro lado. Dejó la bicicleta sobre la tupida hierba que crecía al borde del camino y se sentó junto a la máquina. Levantó la cara hacia el sol. La temperatura era cálida, pese a la sequedad fresca del aire. En silencio, una bandada de gaviotas trazaba círculos por las alturas. Cerró los ojos y escuchó el aleteo del mar. Le asaltó una idea absurda… Echaría de menos aquel pueblecito cuando sonara la hora de irse.
Abrió los ojos y divisó a Dogherty en lo alto de la colina. Dogherty se quitó la gorra, se la pasó por el entrecejo y agitó los brazos. Neumann le gritó:
– Tómatelo con calma, Sean.
Hizo un ademán indicando el sol para explicar por qué no tenía ninguna prisa por ponerse en movimiento. Dogherty volvió a montar en la bici y rodó cuesta abajo.
Neumann observó a Dogherty un momento y luego volvió la cabeza y contempló el mar. Le inquietaba el mensaje que había recibido de Vogel aquella mañana temprano. Hasta entonces evitó pensar en ello, pero ya no podía seguir haciéndolo. El operador de Hamburgo había transmitido una frase en clave que significaba que Neumann tenía que llevar a cabo una operación de contravigilancia sobre Catherine Blake en Londres. En la jerga de la profesión, contravigilancia significaba seguir a Catherine para asegurarse de que el enemigo no le tenía echado el ojo. El encargo podía significar cualquier cosa. Podía significar que Vogel deseaba tener la certeza de que la información que estaba recibiendo Catherine era digna de confianza. O podía significar que Vogel sospechaba que el otro bando estaba manipulando a Catherine. Si tal era el caso, Neumann podía estar dirigiéndose en línea recta hacia una situación peligrosa. Si Catherine estaba sometida a vigilancia y él también la seguía, era muy posible que caminase junto a oficiales del MI-5 dotados de suficiente preparación técnica como para reconocer la contravigilancia. Podía meterse de cabeza en una trampa. Pensó: «Maldito seas, Vogel, ¿a qué juegas?.
¿Y si realmente el otro bando estaba siguiendo a Catherine? Neumann tenía dos opciones. De ser posible, ponerse en contacto con Vogel y solicitar autorización para sacar a Catherine Blake de Inglaterra. Si no había tiempo, contaba con el permiso de Vogel para actuar por propia iniciativa.
Dogherty se desplazó por el puente y se detuvo junto a Neumann. Una nube voluminosa pasó ante el sol. El súbito frío hizo tiritar a Neumann. Se puso en pie y echó a andar con Dogherty rumbo al pueblo, ambos empujando sus respectivas bicicletas. Las ráfagas de viento silbaban al pasar entre las retorcidas lápidas del cementerio. Neumann se subió el cuello del chaquetón.
– Oye, Sean, hay muchas probabilidades de que tenga que marcharme pronto… y a toda prisa.
Dogherty miró a Neumann, inexpresivo el rostro y luego volvióde nuevo la vista al frente.
– Háblame de la embarcación -dijo Neumann.
– A principios de la guerra Berlín me dio instrucciones para que crease una vía de escape por la costa del condado de Lincoln, un medio para que un agente pueda llegar a un submarino situado a diez millas de la costa. El hombre se llama Jack Kincaid. Tiene un pequeño barco de pesca en la ciudad de Cleethorpes, en la desembocadura del río Humber. He visto el barco. Es un cascarón que está hecho un asco -de no ser así la Armada Real se habría incautado de él-, pero servirá para el caso.
– ¿Y Kincaid? ¿Qué sabe?
– Cree que me dedico al mercado negro. Él anda metido en un montón de asuntos turbios, pero sospecho que por nada del mundo estaría dispuesto a trabajar para la Abwehr. Le pagué cien libras y le dije que estuviera listo para emprender la travesía en cuanto le avisara… en cualquier momento, de día o de noche.
– Ponte en contacto con él hoy -dijo Neumann-. Dile que posiblemente haya que zarpar pronto.
Dogherty asintió.
– En principio, no debería hacerte esta oferta -dijo Neumann-, pero de todas forma voy a hacértela. Quiero que Mary y tú me acompañen cuando me vaya. Me gustaría que lo pensaran.
Dogherty rió para sí.
– ¿Y qué se supone que pinto yo en el puñetero Berlín?
– Estarás vivo, por ejemplo. Hemos dejado demasiadas huellas dactilares. Los británicos no son tontos. Darán contigo. Y en cuanto te descubran te harán marchar de frente directo al patíbulo.
– Ya he pensado en eso. Un sinfín de buenos hombres han dado su vida por la causa. Hombres mejores que yo. Y no me importa entregar la mía.
– Un discurso muy bonito, Sean. Pero no seas estúpido. Yo diría que apuestas por el caballo equivocado. No morirías por la causa, morirías por estar involucrado en actos de espionaje a favor del enemigo…, la Alemania nazi. A Hitler y a sus amigos Irlanda les importa un rábano. Ayudarlos en estas circunstancias no es combatir para liberar a Irlanda del Norte de la opresión británica… Ni ahora ni nunca. ¿Me comprendes?
Dogherty no dijo nada.
– Hay otra cosa que debes preguntarte. Puede que a ti no te importe sacrificar la vida, ¿pero qué me dices de Mary?
Dogherty le miró con gesto brusco.
– ¿Qué quieres decir?
– Mary sabe que espiabas para la Abwehr, como sabe también que yo era un agente. Si los británicos se enteran de eso, no les va a hacer maldita la gracia, por expresarlo con suavidad. Mary irá a la cárcel y se pasara mucho tiempo allí… eso si tiene suerte. Si no tiene suerte, la ahorcarán también.
Dogherty apartó esa posibilidad con un gesto de la mano.
– No tocarán a Mary. No ha tenido arte ni parte en esto.
– Es lo que llaman complicidad, Sean. Mary será cómplice de tu espionaje.
Dogherty anduvo en silencio durante unos momentos, mientrasle daba vueltas en la cabeza a las palabras de Neumann.
– ¿Qué infiernos haría yo en Alemania? -preguntó por último-. No quiero ir a Alemania.
– Vogel puede buscaros pasaje para un tercer país, Portugal o España. Incluso puede arreglarte las cosas para que vuelvas a Irlanda.
– Mary no querrá irse de aquí. Nunca abandonará Hampton Sands. Si me marchase contigo, tendría que ir por mi cuenta… y dejarla aquí para que se enfrente sola a los malditos británicos.
Llegaron a la taberna de Hampton Arms. Neumann apoyó la bicicleta en la pared y Dogherty hizo lo propio.
– Déjame que lo consulte con la almohada -pidió Dogherty-. Hablaré con Mary y te daré la respuesta por la mañana.
Entraron en la Arms, completamente vacía, con la salvedad del tabernero, que secaba unos vasos detrás de la barra. En la chimenea crepitaba un espléndido fuego. Neumann y Dogherty se quitaron los chaquetones y los colgaron en la hilera de perchas situada junto a la puerta. Tomaron asiento en la mesa más cercana a la lumbre. La carta de aquel día sólo brindaba un plato: pastel de carne de cerdo. Pidieron dos raciones y dos vasos de cerveza. El fuego despedía un calor increíble. Neumann se quitó el jersey. Minutos después, el tabernero les llevó el pastel de carne de cerdo y pidieron más cerveza. Neumann había ayudado aquella mañana a Dogherty a reparar una cerca y tenía hambre. Neumann sólo levantó la cabeza del plato cuando se abrió la puerta para dar paso aun hombre gigantesco. Neumann le había visto ya por el pueblo y sabía que era el padre de Jenny, Martin Colville.
Colville pidió whisky y se quedó en la barra. Mientras daba cuenta de los últimos pedazos de pastel de carne de cerdo, Neumann lanzó dos o tres miradas al hombre, a intervalos regulares. Era un tipo enorme y fornido, de cabellera negra que le caía sobre los ojos y barba igualmente negra, pero salpicada de gris. Llevaba una chaqueta mugrienta que olía a aceite de motor. Sus grandes manazas estaban agrietadas y permanentemente sucias. Colville se engulló el primer whisky de un trago y pidió otro. Neumann acabó con su última trozo de pastel y encendió un cigarrillo.
Tras echarse al coleto su segundo whisky, Colville disparó una mirada feroz en dirección a Neumann y Dogherty.
– Quiero que te mantengas alejado de mi hija -dijo Colville-. Me han dicho que se les ve a menudo dando vueltas juntos por elpueblo y eso me repatea los hígados.
Con los dientes apretados, Dogherty aconsejó en voz baja:
– Como el que oye llover, compañero.
– Jenny y yo pasamos el tiempo juntos porque somos amigos -dijo Neumann-. Ni más ni menos.
– ¿Esperas que me lo crea? Quieres meterte bajo sus faldas. Bueno, pues Jenny no es esa clase de chica.
– Francamente, me la trae floja lo que crea.