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– Paso porque vaya por ahí con Paddy, aquí presente, y su esposa. Pero no soporto a los fulanos como tú. No eres bueno para ella. Y si me entero de que habéis vuelto a estar juntos… -Colville agitó el dedo índice en dirección a Neumann-, iré a por ti.

– Limítate a asentir con la cabeza, sonríe y asunto concluido -recomendó Dogherty.

– Pasa tanto tiempo con Sean y Mary porque se cuidan de ella. Le proporcionan un hogar agradable y seguro. Que es más de lo que se puede decir de usted.

– El hogar de Jenny no es asunto tuyo. ¡Mantén las narices fuera de eso! ¡Y si sabes lo que te conviene, te quedarás lejos de ella, cojones!

Neumann aplastó el cigarrillo. Dogherty tenía razón. Debería seguir allí sentado y mantener la boca cerrada. Lo que menos le hacía falta en aquellos momentos era armar bronca con un vecino del pueblo. Alzó la vista hacia Colville. Conocía el tipo. El malnacido se había pasado la vida aterrorizando a todo el mundo, incluida su hija. A Neumann se le hacía la boca agua ante la oportunidad de ponerle en su sitio. Pensó: «Si le obligo a verse tal como es, quizá nunca vuelva a hacer daño a Jenny».

– ¿Qué va a hacer, pegarme? -dijo-. Esa es su solución para todo, ¿verdad? Siempre que ocurre algo que no le gusta, sacude a alguien y listo. Por eso pasa Jenny tanto tiempo con los Dogherty.Por eso ella no puede estar cerca de usted.

Se tensó el semblante de Colville.

– ¿Quién leches eres? -silabeó-. No me creo tu historia. Cruzó la taberna en unas cuantas zancadas rápidas, agarró la mesa y la arrojó fuera de su camino.

– Eres mío… y no sabes lo que voy a disfrutar con esto. Neumann se puso en pie.

– Soy hombre de suerte -dijo.

Un puñado de aldeanos, al olfatear la pelea, se habían concentrado a la puerta de la taberna, alrededor de los dos hombres. Colville lanzó un gancho salvaje con la derecha, que Neumann esquivó fácilmente. Colville disparó dos puñetazos más. Neumann los eludió desviando la cabeza unos centímetros, en tanto mantenía las manos protectoramente delante de la cara y los ojos clavados en los de Colville. Neumann permaneció a la defensiva, sin precipitarse hacia adelante. Si intentase hacerlo, con intención de descargar un golpe, correrla el peligro de que Colville le apresara con sus poderosos brazos y él no pudiera zafarse. Era cuestión de esperar a que Colville cometiese un error. Entonces se lanzaría a la ofensiva y pondría fin al asunto con la máxima rapidez posible.

Colville envió varios golpes frenéticos más. Le faltaba el aliento y jadeaba. Neumann observó que la frustración se extendía ya por su rostro. Colville echó los brazos por delante y embistió como un toro. Neumann se apartó a un lado y le puso la zancadilla cuando Colville pasaba lanzado. El hombre cayó de bruces, con un ruido sordo. Neumann se movió con rapidez y cuando Colville se levantaba, apoyándose en las manos y las rodillas, le propinó dos puntapiés en la cara a toda velocidad. Colville alzó el grueso antebrazo, paró con él la tercera patada y consiguió levantarse.

Neumann le había roto la nariz, por cuyas ventanas manaba la sangre, lo mismo que por la boca.

– Ya tiene bastante, Martin -dijo Neumann-. Dejémoslo así y volvamos adentro.

Colville no respondió. Avanzó unos pasos, fintó con la zurda y soltó un impresionante derechazo semicircular. El golpe lo encajó Neumann en el pómulo. Le desgarró la carne. Neumann tuvo la impresión de que le había alcanzado un mazo. La cabeza empezó a repicarle, los ojos se le llenaron de lágrimas y la vista se le enturbió. Meneó la cabeza para sacudirse las telarañas y pensó en París: tendido en el sórdido callejón, detrás del café, con la sangre deslizándose hasta los charcos que formaba la lluvia y los hombres de las SS pateándole con sus botas militares, golpeándole con los puños, con las culatas de sus pistolas, con botellas, con todo lo que tenían a mano.

Colville descargó otro puñetazo implacable. Neumann se agachó, imprimió a su cuerpo un giro y lanzó un puntapié lateral que hizo un feroz impacto en la rótula derecha de Colville. El gigante chilló de dolor. Rápidamente, Neumann le asestó tres puntapiés más. Colville estaba lisiado; Neumann supuso que le había descoyuntado la rótula. Colville también estaba aterrado. Evidentemente, era la primera vez que se enfrentaba a un luchador como Neumann.

Neumann se desplazaba constantemente a la derecha, para obligar a Colville a apoyar el peso del cuerpo sobre la pierna lesionada. Colville a duras penas podía mantenerse en pie. Neumann pensó que su adversario estaba acabado.

Cuando Neumann le dio la espalda para regresar a la taberna, Colville hizo descansar su peso en la pierna buena y se precipitó hacia adelante. Pillado por sorpresa, Neumann no se quitó de en medio con suficiente rapidez. Colville le alcanzó de lleno y lo despidió hacia atrás, contra la pared. Fue como si lo hubiese atropellado un camión a toda marcha. Hizo un esfuerzo para recobrar el aliento. Colville alzó violentamente la cabeza, con la peor de las intenciones, y alcanzó a Neumann debajo de la barbilla. Neumann semordió la lengua y la boca se le inundó de sangre.

Antes de que Colville le golpease de nuevo, Neumann impulsó la rodilla hacia arriba y la hundió brutalmente en la ingle de su antagonista. Colville se dobló por la cintura y un gemido ronco resonó en las profundidades de su garganta. Neumann volvió a levantar la rodilla, esa vez contra el rostro de Colville, donde astilló un hueso; se adelantó, alzó el brazo y hundió el codo, en golpe de arriba abajo, en la parte lateral de la cabeza de Colville.

A Colville se le doblaron las rodillas y se derrumbó, casi inconsciente.

– No te levantes, Martin -aconsejó Neumann-. Si sabes lo que te conviene, quédate donde estás.

Neumann oyó entonces un grito. Al levantar la mirada vio a Jenny que corría hacia él.

Aquella noche, Neumann yacía despierto en la cama. Había dormido un poco, intermitentemente, pero el dolor le despertó. Ahora permanecía tendido, muy quieto, mientras escuchaba el batir del viento contra el muro lateral de la casa. Podía oír también, a lo lejos, la incesante acometida de las olas contra la costa. No sabíaqué hora era. Su reloj de pulsera estaba encima de la mesita de noche lindante con la cabecera de la cama. Se incorporó apoyándose en un codo, alargó la mano hacia el reloj, emitió un gemido de dolor y miró la esfera luminosa. Cerca de medianoche.

Se dejó caer sobre la almohada y contempló el techo. Pelearse con Martin Colville había sido un error estúpido. Había puesto en peligro su cobertura y la seguridad de la operación. Y herido a Jenny. Delante de la taberna, la muchacha le había insultado a gritos y le había golpeado en el pecho con sus puños. Estaba furiosa con él por haber hecho daño a su padre. Él sólo quería dar una lección a aquel cabrón, pero le salió el tiro por la culata. Ahora, tendido en la cama, mientras escuchaba la confusa cadencia de aquel viento continuo, se preguntó si no estaría sentenciada toda la operación. Pensó en el comentario de Catherine en Hampstead Heath. Algo como: «Algunas cosas se han estropeado. No creo que mi tapadera pueda mantenerse durante mucho tiempo más». Pensó en la orden de Vogel, instándole a llevar a cabo la contravigilancia. Se preguntó si todos ellos -Vogel, Catherine, él- habían cometido ya errores fatales.

Neumann hizo inventario de sus heridas. Las lesiones parecían estar por todas partes. Tenía las costillas magulladas y doloridas -respirar era puro sufrimiento-, pero todo indicaba que no había ningún hueso roto. La lengua estaba hinchada y cuando la pasaba por el cielo de la boca notaba el corte que hendía su superficie. Se llevó la mano a la mejilla. Mary se había esmerado al máximo para cerrar la herida sin que le aplicasen puntos… Acudir a un médico era imposible. Comprobó que la venda estaba fija en su sitio. Incluso el roce más leve le arrancaba un respingo de dolor.

Neumann cerró los ojos e intentó dormir. Empezaba a conciliarel sueño cuando oyó el ruido de un paso en el descansillo, al otro lado de la puerta. Instintivamente, alargó la mano hacia la Mauser.Oyó otro paso y luego el crujido del piso bajo el peso de una persona. Levantó la Mauser hasta encañonar la puerta. Percibió el ruidode alguien que accionaba el tirador. Pensó: «Si el MI-5 viniese por mí, desde luego no trataría de deslizarse subrepticiamente en mi habitación por la noche». Se abrió la puerta y una pequeña figura recortó su silueta en el espacio abierto. A la tenue claridad de su lámpara Neumann vio que se trataba de Jenny Colville. Sosegadamente, dejó la Mauser en el suelo, junto a la cama y susurró:

– ¿Qué crees que estás haciendo?

– He venido a ver cómo estás.

– ¿Saben Sean y Mary que estás aquí?

– No. Me he colado. -Se sentó en el borde del camastro-. ¿Cómo te sientes?

– He pasado por cosas peores. Vaya puñetazos que sacude tu padre. Claro que qué te voy a contar a ti, lo sabes mejor que yo. Ella tendió la mano y le tocó la cara.

– Debería verte un médico. Tienes un corte horrible en la cara.

– Mary hizo un trabajo excelente.

Jenny sonrió.

– Tuvo que practicar mucho con Sean. Dice que cuando Sean era joven, la noche del sábado no era noche del sábado si no acababa con un buen zafarrancho fuera de la taberna.

– ¿Cómo está tu padre? Creo que se me fue la mano y le sacudí una más de la cuenta.

– Se repondrá. Bueno, tiene la cara hecha una pena. Pero, de todas formas, nunca fue muy guapo.

– Lo siento, Jenny. Toda la cuestión fue ridícula. Debí ser sensato. No debí hacerle caso.

– El tabernero dijo que la reyerta la provocó mi padre. Merece lo que ha conseguido. Se lo estaba buscando desde hace mucho tiempo.

– ¿Ya no estás enfadada conmigo?

– No. Es la primera vez que alguien sale en mi defensa. Lo que hiciste fue algo muy valiente. Mi padre es fuerte como un buey; Podría haberte matado. -Levantó la mano de encima de su rostro y se la pasó por el pecho-. ¿Dónde aprendiste a pelear así?

– En el ejército.

– Fue espantoso. Dios mío, ¡pero si tienes el cuerpo cubierto de cicatrices!

– He llevado una vida muy rica y satisfactoria.

Jenny se le acercó más.

– ¿Quién eres, James Porter? ¿Y qué estás haciendo en Hampton Sands?