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– He venido a protegerle.

– ¿Eres mi caballero de reluciente armadura?

– Algo así.

Jenny se levantó bruscamente y se quitó el jersey pasándolo por encima de la cabeza.

– Jenny, ¿qué crees que estás…?

– Chisssst, vas a despertar a Mary.

– No puedes quedarte aquí.

– Son más de las doce. No pensarás echarme en una noche como esta, ¿verdad?

Antes de que pudiera contestar a la pregunta, Jenny se había quitado las botas altas y los pantalones. Se metió en la cama, y se acurrucó junto a él y bajo su brazo.

– Si Mary te encuentra aquí -dijo Neumann-, me matará.

– No le tendrás miedo a Mary, ¿eh?

– A tu padre le puedo parar los pies. Pero Mary es harina de otro costal.

Ella le besó en la mejilla y dijo:

– Buenas noches.

Al cabo de unos minutos, la respiración de Jenny había adoptado el ritmo del sueño. Neumann inclinó la cabeza contra la de la muchacha, se puso a escuchar el viento e instantes después, también dormía.

45

Berlín

Los Lancaster llegaron a las dos de la madrugada, Vogel, que dormía a ratos en el catre de campaña que tenía en su despacho, se levantó y se acercó a la ventana. Berlín se estremecía bajo el impacto de las bombas. Separó las cortinas impuestas por el oscurecimiento y miró a la calle. El coche seguía allí, un enorme sedán negro, aparcado junto a la acera de enfrente. Llevaba allí toda la noche, como antes estuvo toda la tarde. Vogel sabía que lo ocupaban tres hombres, por lo menos, porque veía las brasas de sus cigarrillos brillando en la oscuridad. Sabía igualmente que el motor estaba en marcha, porque le era posible distinguir el humo que despedía el tubo de escape hacia el helado aire nocturno. Al profesional que llevaba dentro le sorprendía lo chapucero de aquella vigilancia. Fumar, a sabiendas de que el resplandor del ascua sería visible en la oscuridad. Tener el motor en marcha para disfrutar de calor, incluso aunque el aficionado más lerdo sabe lo fácil que resulta así detectar el tubo de escape. Claro que la Gestapo no necesitaba preocuparse mucho de la técnica y el conocimiento del oficio. Se fiaban más del terror y la fuerza bruta. Los martillazos.

Vogel pensó en su conversación con Himmler en la casa de Baviera. Tuvo que reconocer que la teoría de Himmler no dejaba de tener cierta dosis de sentido. El hecho de que la mayoría de las redes de información alemanas establecidas en Gran Bretaña continuasen siendo operativas no demostraba la lealtad de Canaris al Führer. Eran prueba de lo contrario, de su traición. Si el jefe de la Abwehr era un traidor, ¿por qué molestarse en arrestar y ahorcar públicamente a sus espías en Gran Bretaña? ¿Por qué no utilizar esos espías y, junto con Canaris, tratar de engañar al Führer con informaciones falsas y que conduzcan a conclusiones equivocadas?

Vogel pensaba que era un argumento plausible. Pero un engaño de aquella magnitud resultaba casi inimaginable. Todo agente alemán tendría que estar bajo custodia o convertido en espía a favor de los británicos. Centenares de oficiales británicos tendrían que participar en el proyecto, dedicados a crear cantidades industrialesde informes falsos para que se transmitieran por radio a Hamburgo. ¿Sería posible una intoxicación de tales proporciones? Se trataría de una empresa colosal y arriesgada, pero Vogel concluyó que era factible.

La idea era brillante, pero Vogel no dejaba de admitir que tenía un fallo manifiesto. Requería la manipulación absoluta y total de las redes germanas en Gran Bretaña. Había que encargarse de todos los agentes: ganarlos para la causa británica y colocarlos donde no pudieran hacer daño. Si quedaba un solo agente fuera del control de la telaraña del MI-5, ese agente podría presentar un informe contradictorio y entonces a la Abwehr tal vez le oliera aquello a cuerno quemado. Podía utilizar los informes de un agente auténtico y decidir que todos los demás que estaba recibiendo eran fraudulentos. Y si todos los otros informes señalaban a Calais como lugar de la invasión, la Abwehr podía concluir que lo contrario era lo verdadero. El enemigo iba a efectuar el desembarco en Normandía.

¿Qué fue lo que dijo Himmler? «Una mentira es la verdad, sólo que al revés. Ponga la mentira ante el espejo y la verdad le estará mirando desde el cristal azogado.»

No tardaría en tener su respuesta. Si Neumann descubría que Catherine Blake estaba sometida a vigilancia, Vogel podría descartar la información que la mujer enviaba, considerándola cortina de humo tramada por la inteligencia británica…, parte de un engaño.

Se retiró de la ventana y volvió al camastro. Le recorrió un escalofrío. Podía muy bien descubrir pruebas de que la inteligencia británica estaba empeñada en un gran artificio. Lo cual sugeriría a su vez con bastante fuerza que el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la información militar alemana, era un traidor. Desde luego, Himmler lo aceptaría como prueba blindada irrebatible. Sólo existía un castigo para semejante delito: una cuerda de piano alrededor del cuello, una muerte lenta y tortuosa por estrangulamiento, que se filmaría de principio a fin para que Hitler pudiera ver la película una y otra vez.

¿Qué ocurriría si descubriese pruebas de un engaño? La Wehrmacht estaría esperando con sus divisiones Panzer en el lugar del desembarco. Se destrozaría al enemigo. Alemania ganaría la guerra y los nazis gobernarían Alemania y Europa durante decenios.

«No hay ley en Alemania, Trude. Sólo hay Hitler.»

Vogel cerró los ojos e intentó dormir, pero fue inútil. Los dos aspectos incompatibles de su personalidad se encontraban en abierto conflicto: el Vogel manipulador y maestro de espías y el Vogel que creía en el imperio de la ley. Le tentaba la perspectiva de poner al descubierto un engaño británico a gran escala, ser más listo que sus rivales británicos y tirar por tierra su jueguecito. Y al mismo tiempo le horrorizaba lo que significaría aquella victoria. Demostrar el engaño británico, destruir a su viejo amigo Canaris, ganar la guerra para Alemania, garantizar a los nazis el poder eterno.

Continuó despierto en el camastro, escuchando el zumbido fragoroso de los bombarderos.

«Dime que no trabajas para él, Kurt.»

Vogel pensó: «Ahora sí, Trude. Ahora trabajo para él».

46

Londres

– ¡Hola, Alfred!

– ¡Hola, Helen!

Ella le sonrió, le dio un beso en la mejilla y dijo:

– ¡Oh, es un placer volver a verte!

– También lo es para mí.

Helen entrelazó su brazo con el de Vicary e introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo, tal como solía hacer en otro tiempo. Dieron media vuelta y echaron a andar por el paseo de entrada al St. James’ Park. Aquella calma no le pareció incómoda a Vicary. En realidad, la encontró más bien agradable. Un siglo atrás constituyó una de las razones por las que supo que estaba enamorado de veras: el modo en que se sentía cuando el silencio se alzaba entre ellos. Disfrutaba junto a Helen cuando charlaban y reían, pero se encontraba igualmente a gusto cuando ella no decía nada en absoluto. Le encantaba estar tranquilamente sentado con ella en el porche de la casa de Helen, pasear a su lado por el bosque o permanecer tendidos junto al lago. Le bastaba con tener el cuerpo de Helen junto al suyo, o su mano sobre la de ella.

El aire de la tarde era denso y cálido, un soplo de agosto en febrero, bajo el cielo sombrío e inestable. El viento agitaba los árboles y rizaba pequeñas olas en la superficie del estanque. Una bandada de patos se balanceaba en la corriente como boyas sujetas por el ancla.

Vicary la miró fijándose bien en ella por primera vez. Había soportado estupendamente el paso del tiempo. En muchos aspectos estaba más guapa que antes. Era alta, derecha de cuerpo, y el poco peso que los años hubieran podido añadir a su cuerpo quedaba admirablemente disimulado bajo el traje de corte perfecto que lucía. El pelo, que solía peinar hacia atrás, suelto, caído sobre el centro de la espalda como una capa rubia, lo llevaba ahora recogido en la nuca. Se tocaba con un sombrerito sin alas, de color gris.

Vicary dejó que su mirada se recrease en el rostro de Helen. La nariz, en otro tiempo un tanto excesivamente larga para su cara, parecía tener ahora la forma y el tamaño perfectos. La edad había hundido ligeramente las mejillas, de manera que los pómulos ganaron en prominencia. Volvió la cabeza y se dio cuenta de que Vicary la estaba mirando. Le sonrió, pero la sonrisa no se extendió a los ojos. Se apreciaba állí una tristeza distante, como si alguien muy próximo a ella hubiese muerto recientemente.

Vicary fue el primero en romper el silencio. Apartó la vista y dijo:

– Lamento lo del almuerzo, Helen. Surgió un imponderable en el trabajo y me fue imposible marcharme o avisarte siquiera.

– No te preocupes, Alfred. Me limité a seguir sentada sola a la mesa y coger una miserable borrachera. -Vicary la miró con sorprendida agudeza-. Sólo te estaba tomando el pelo. Pero no voy a fingir que me sentía decepcionada. Me llevó mucho tiempo reunir el valor necesario para ponerme en contacto contigo. Me porté tan espantosamente entonces… -Se le quebró la voz y dejó la idea y la frase sin acabar.

Vicary pensó: «Sí, te portaste mal, Helen».

– Eso fue hace muchos años -dijo en voz alta-. ¿Cómo te las arreglaste para dar conmigo?

Le había telefoneado a su despacho veinte minutos antes. Al descolgar el aparato, Vicary esperaba oír cualquier voz excepto la deHelen. Boothby, que le conminaba a que subiera y escuchase otro brillante ejemplo de su inteligencia; Harry, para informarle de que Catherine Blake había descerrajado un tiro a alguien en la cara; Peter Jordan, para decirle que se fuese a tomar por el culo y que no estaba dispuesto a ver nunca más a Catherine. El sonido de la voz de Helen hizo que se atragantara y estuviese a punto de asfixiarse.

– Hola, querido, soy yo -dijo Helen y, como cualquier buen agente, no usó su nombre-. ¿Aún estarías dispuesto a verme? Me tienes en una cabina telefónica enfrente de tu despacho. ¡Oh, por favor, Alfred!

Se explicaba ahora, en el parque:

– Mi padre es amigo de tu director general. Y David mantiene una buena amistad con Basil Boothby. Hace cierto tiempo que sé que te encajaron en esa oficina.