Canaris volvió la cabeza, miró por la ventanilla y contempló el rápido deslizar del bosque de Görlitz, una floresta espesa, oscura y silenciosa que parecía el escenario dispuesto para un cuento de hadas de los hermanos Grimm. Perdido en la quietud de aquellos árboles cubiertos de nieve, Canaris pensaba en el más reciente intento de acabar con la vida del Führer. Dos meses antes, en noviembre, un joven capitán llamado Axel von dem Bussche se brindó voluntariamente para asesinar a Hitler durante la inspección de un nuevo abrigo de la Wehrmacht. Bussche proyectaba llevar ocultas bajo el abrigo varias granadas y luego hacerlas estallar durante la demostración, suicidándose al mismo tiempo que mataba al Führer. Pero un día antes del intento de asesinato, los bombarderos aliados destruyeron el edificio donde se almacenaban las prendas. Se canceló la demostración, que no volvió a programarse.
Canaris sabía que iban a producirse más intentonas, muchos más alemanes valerosos estaban dispuestos a sacrificar su vida para librar a Alemania de Hitler, pero también sabía que el tiempo se acababa. La invasión angloestadounidense de Europa era una realidad. Roosevelt había dejado claro que no aceptaría otra cosa que no fuese la rendición incondicional. Alemania iba a acabar destruida, tal como Canaris temió en 1933 cuando comprendió las ambiciones mesiánicas de Hitler. Se daba cuenta también de que la poca firmeza con que sostenía las riendas de la Abwehr se debilitaba aún más de un día para otro. La Gestapo había detenido y acusado de traición a varios miembros del estado mayor de Canaris en el cuartel general de la Abwehr en Berlín.
Sus enemigos intrigaban para hacerse con el control de la agencia de espionaje y poner el nudo corredizo de un lazo de cuerdas de piano alrededor de su cuello. Tenía plena conciencia de que sus días estaban contados, de que su prolongado y peligroso número en la cuerda floja casi tocaba ya a su fin.
El automóvil oficial cruzó una infinidad de puertas y controles, para desembocar finalmente en el complejo del Wolfschanze (Cubil del Lobo) de Hitler. Los perros salchicha se despertaron, gimotearon nerviosos y saltaron al regazo de Canaris. La conferencia iba a tener efecto en la gélida y mal ventilada sala de mapas del subsuelo del búnker. Canaris se apeó del automóvil y anduvo pausadamente a través del complejo de barracones. Erguido al pie de la escalera, un corpulento escolta de las SS extendió la mano para aliviar a Canaris de cualquier arma que pudiera llevar. Canaris, que evitaba las armas de fuego y aborrecía la violencia, denegó con la cabeza y siguió su camino.
– En noviembre, dicté la Directriz Número Cincuenta y uno delFührer -empezó Hitler sin más preámbulo, mientras recorría la estancia con paso enérgico, entrelazadas las manos a la espalda. Vestía guerrera gris perla, pantalones negros y resplandecientes botas altas hasta la rodilla. Prendida en el bolsillo izquierdo de la pechera lucía la Cruz de Hierro ganada en Ypres durante la Primera Guerra Mundial, cuando luchaba como soldado de infantería en el List Regiment-. La Directriz Número Cincuenta y uno señala mi creencia de que los anglosajones intentarán la invasión del noroeste de Francia no más tarde de la primavera, quizás antes. En el curso de los dos últimos meses no me he enterado de ningún nuevo detalle que me induzca a cambiar de opinión.
Sentado a la mesa de conferencias, Canaris observaba las saltarinas zancadas que iba dando Hitler de un lado a otro de la estancia. La pronunciada giba de Hitler, causada por la curvatura anómala de la columna vertebral, parecía haberse acentuado. Canaris se preguntó si por fin empezaba a notar la presión. Sin duda así era. ¿Qué fue lo que dijo Federico el Grande? «El que lo defiende todo no defiende nada.» Hitler debió haber atendido el consejo de su guía espiritual, porque Alemania se encontraba en la misma situación que durante la Gran Guerra. Había conquistado más territorio del que podía defender.
Era culpa del propio Hitler, ¡el maldito insensato! Canaris echó una mirada al mapa. En el este, las tropas alemanas combatían en un frente de dos mil kilómetros. Cualquier esperanza de victoria militar sobre los rusos quedó reducida a la nada el anterior mes de julio en Kursk, donde el Ejército Rojo desbarató la ofensiva de la Wehrmacht, diezmándola e infligiendole tremendas bajas. Ahora, el ejército germano intentaba mantener una línea establecida desde Leningrado hasta el mar Negro. Alemania defendía tres mil kilómetros de costa a lo largo del Mediterráneo. Y en el oeste -¡Dios mío!, pensó Canaris-, unos dos mil kilómetros desde los Países Bajos hasta el extremo sur del golfo de Vizcaya. La Festung Europa, la Fortaleza Europa, era algo remoto y vulnerable por todos los flancos.
Canaris miró a los hombres sentados con él alrededor de la mesa: el mariscal de campo Gerd von Rundstedt, comandante en jefe de todas las fuerzas alemanas en el Oeste; el mariscal de campo Erwin Rommel, comandante del Grupo B de Ejército, en el noroeste de Francia; el Reichsführer Heinrich Himmler, jefe de las SS y jefe de la policía alemana. Media docena de los más leales e implacables colaboradores de Himmler, de pie, vigilaban ojo avizor por si se diera el caso de que alguno de los oficiales de mayor rango del Tercer Reich decidieran efectuar otra intentona contra la vida del Führer.
Hitler interrumpió sus paseos.
– La Directriz Cincuenta y una indicaba también mi creencia de que ya no podemos justificar la reducción de nuestros efectivos en el oeste para respaldar a las tropas que combaten a los bolcheviques. En el este, la inmensidad de espacio permitirá, en última instancia, ceder amplias extensiones de territorio antes de que el enemigo amenace a la patria alemana. No ocurre lo mismo en el oeste. Si la invasión anglosajona tiene éxito, las consecuencias serán desastrosas. De forma que es ahí, en el noroeste de Francia, donde se librará la batalla decisiva de la guerra.
Hitler hizo una pausa a fin de que calasen sus palabras.
– Hay que hacer frente a la invasión con toda la furia de nuestro potencial y acabar con ella en la misma línea de mar. Si ello no es posible y si los anglosajones consiguen establecer una cabeza de playa temporal, debemos estar preparados para desplegar de nuevo nuestras fuerzas, lanzar un contraataque masivo y arrojar de nuevo al mar a los invasores. -Hitler cruzó los brazos-. Para lograr ese objetivo, sin embargo, hemos de conocer el orden de batalla del enemigo. Tenemos que averiguar cuándo pretende dar el golpe. Y, lo que es más importante, dónde. ¿Herr mariscal?
Gerd von Rundstedt se puso en pie y avanzó cansinamente hacia el mapa, con la mano derecha cerrada en torno al enjoyado bastón de mariscal de campo que siempre llevaba consigo. A Rundstedt, al que se conocía como «el último caballero alemán», Adolf Hitler lo había despedido y vuelto a llamar al servicio activo más veces de las que Canaris, e incluso su propio estado mayor, podía recordar. Rundstedt detestaba el mundo fanático de los nazis y había sido el propio mariscal de campo quien bautizara a Hitler como «el pequeño cabo bohemo». La tensión de los cinco largos años de guerra empezaba a asomar en los delgados rasgos aristocráticos de su rostro: Habían desaparecido del mismo los precisos y rígidos gestos que caracterizaban a los oficiales del Estado Mayor General de los días del Imperio. Canaris no ignoraba que Rundstedt bebía más champán del que era aconsejable y que necesitaba trasegar grandes cantidades de whisky para poder dormir por la noche. Se levantaba regularmente a la nada castrense hora de las diez de la mañana y el cuadro de mandos de su cuartel general de Saint-Germain-en-Laye raramente convocaba sus reuniones antes del mediodía.
Pese a lo avanzado de sus años y al descenso de su moral, Rundstedt era aún el mejor soldado alemán, un estratega y táctico brillante, como demostró a los polacos en 1939 y a los franceses y británicos en 1940. Canaris no envidiaba la posición de Rundstedt. Sobre el papel presidía una inmensa y poderosa fuerza en el oeste: millón y medio de hombres, incluidos los trescientos cincuenta mil soldados de primera de las Waffen SS, diez divisiones panzer y dos divisiones de elite, Fallschirmjäger, de paracaidistas. Si se desplegaban rápida y correctamente, los ejércitos de Rundstedt aún serían capaces de ocasionar a los aliados una derrota abrumadora. Pero si el anciano caballero teutón se equivocaba, si desplegaba incorrectamente sus fuerzas o cometía errores tácticos una vez iniciada la batalla, los aliados establecerían su precioso punto de apoyo en el Continente y la guerra en el frente del oeste estaría perdida.
– En mi criterio, la ecuación es simple -empezó Rundstedt-. El este del Sena, en el paso de Calais, o el oeste del Sena, en Normandía. Cada uno tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
– Adelante, herr mariscal de campo.
Rundstedt continuó en tono rutinariamente monótono.
– Calais es el eje estratégico de la costa del Canal. Si el enemigo se asegura una cabeza de playa en Calais, puede volverse hacia el este y encontrarse a unos pocos días de marcha del Ruhrgebeit, nuestra zona industrial. Los estadounidenses quieren que por Navidad la guerra haya concluido. Si logran desembarcar en Calais, es posible que vean cumplido su deseo. -Rundstedt hizo una pausa para permitir que captasen la advertencia y luego reanudó su informe-. Hay otra razón que hace de Calais el punto militar lógico, es el punto más estrecho del Canal. El enemigo estará allí en condiciones de lanzar hombres y material con cuatro veces más rapidez que en Normandía o Bretaña. Recuerden que el reloj empezará a correr para el enemigo en el instante en que empiece la invasión. Tendrán que desembarcar tropas, armas y suministros a un ritmo fulminante. En la zona del paso de Calais hay tres excelentes puertos de gran calado -Rundstedt señaló cada uno de ellos golpeándolos ligeramente con la punta del bastón, trasladándola costa arriba-, Boulogne, Calais y Dunkerque. El enemigo necesita puertos. Creo que el primer objetivo de los invasores será conquistar un puerto importante y volver a abrirlo al tráfico lo antes posible, porque sin un puerto así el enemigo no podrá aprovisionar a sus tropas. Y si no puede aprovisionar a las tropas, está muerto.