El primer oficial se presentó en el puente, con cara muy seria y una hoja de papel en la mano. Hoffmann le miró, deprimido al pensar que seguramente tendría el mismo mal aspecto de su subalterno: ojos hundidos, mejillas chupadas, la palidez grisácea del submarinista, la barba descuidada porque disponían de muy poca agua fresca para derrocharla afeitándose.
– Nuestro hombre en Gran Bretaña -dijo el primer oficial-ha salido por fin a la superficie. Le gustaría que le lleváramos a casa esta noche.
Hoffmann sonrió, al tiempo que pensaba: «Por fin. Lo recogeremos y volveremos a Francia en busca de una buena comida y unas sábanas limpias».
– ¿Qué hay del último parte meteorológico? -preguntó.
– Nada bueno, herr Kaleu -repuso el primer oficial, empleando la acostumbrada forma diminutiva de kapitänleutnant-. Fuertes lluvias, vientos del noroeste de cuarenta y cinco kilómetros por hora, mar de diez a doce.
– ¡Dios mío! Y probablemente irá en un bote de remos… si tenemos suerte. Prepare una fiesta de bienvenida y dispóngalo todo para emerger. Que el radiotelegrafista informe al BdU sobre nuestros planes. Establezca la ruta hacia el punto de encuentro. Subiré con los vigías. Me tiene sin cuidado el tiempo. -Hoffmann hizo una mueca-. Ya no aguanto más la puñetera peste que reina aquí.
– Sí, herr Kaleu.
El primer oficial emitió una serie de órdenes, que fueron repitiéndose entre los miembros de la tripulación. Dos minutos después, el U-509 salía a la borrascosa superficie del mar del Norte.
El sistema se denominaba Radiogoniometría de Alta Frecuencia, pero todo el mundo lo conocía como Uf Puf. Funcionaba conforme al principio de triangulación. La huella dactilar de radio creada por el oscilógrafo de Scarborough podía utilizarse para identificar el tipo de transmisor y su suministro de energía eléctrica. Si las estaciones del Servicio Y en Flowerdown e Islandia disponían también de oscilógrafos en funciones, los tres registros podrían utilizarse para establecer líneas orientativas de comportamiento -conocidas como «cortes»- que podían emplearse para localizar la situación del transmisor. A veces, Uf Puf determinaba con cierta exactitud la situación geográfica de la emisora, o sea, dentro de una superficie de quince kilómetros de radio. Pero lo normal era que el sistema resultara mucho menos preciso, de cincuenta a setenta y cinco kilómetros.
El jefe Lowe no creía que Charlotte Endicott estuviese equivocada de medio a medio. A decir verdad, opinaba que la muchacha había tropezado con algo de gran importancia. Anteriormente, aquella noche, un tal comandante Vicary, del MI-5, había enviado una alerta al Servicio Y, con la solicitud de que extremasen la vigilancia sobre ese tipo de cosas.
Lowe se pasó los siguientes minutos hablando con sus homólogos de Flowerdown e Islandia intentando trazar las coordenadas y determinar la situación del transmisor. Por desgracia, la comunicación fue breve, y el punto sólo pudo determinarse de forma terriblemente imprecisa. En realidad, todo lo más que le fue posible hacer a Lowe fue situarlo en una zona oriental de Inglaterra más bien extensa: comprendía todo el territorio de Suffolk y de los condados de Cambridge y Lincoln. Probablemente no sería mucha ayuda, pero al menos era algo.
Lowe rebuscó entre los papeles de su mesa hasta encontrar el número de Vicary en Londres y luego descolgó su teléfono de seguridad.
Las condiciones atmosféricas sobre el norte de Europa hacían virtualmente imposibles las comunicaciones de onda corta entre las islas Británicas y Berlín. Como consecuencia de ello, el centro de radio de la Abwehr se alojó en el sótano de una gran mansión del suburbio hamburgués de Wohldorf, doscientos cuarenta kilómetros al noroeste de la capital alemana.
Cinco minutos después de que el radiotelegrafista del U-509 transmitiera su mensaje al BdU del norte de Francia, el oficial de guardia en el BdU envió a Hamburgo un breve comunicado. El oficial de guardia en Hamburgo era un veterano de la Abwehr llamado capitán Schmidt. Registró el mensaje, efectuó una llamada con carácter prioritario a la sede de la Abwehr en Berlín, por la línea de seguridad, e informó del desarrollo de los acontecimientos al teniente Werner Ulbricht. Schmidt dejó luego la mansión y anduvo calle abajo hasta un hotel cercano, desde donde hizo una segunda llamada, esa vez a Berlín. No quiso hacer esa llamada desde las líneas del puesto de la Abwehr, todas ellas intervenidas, porque el número que dio a la telefonista era el del despacho del general de brigada Walter Schellenberg en Prinz Albrechtstrasse. Schmidt había tenido la desgracia de que Schellenberg descubriera que estaba disfrutando en Hamburgo de una inconfesable aventura más bien fantástica con un joven de dieciséis años. Para evitar que aquello saliera a la luz, Schmidt se mostró más que dispuesto a trabajar para Schellenberg. Cuando le dieron la comunicación, Schmidt habló con uno de los innumerables ayudantes de Schellenberg -el general cenaba fuera aquella noche- al que informó de la noticia.
Cosa rara, Kurt Vogel había decidido pasar la noche en su pisito, situado a unas manzanas de distancia de Tirpitz Ufer. Ulbricht le llamó por teléfono y le informó de que Horst Neumann se había puesto en contacto con el submarino y que ya abandonaba Inglaterra. Al cabo de cinco minutos, Vogel salía por la puerta frontal del edificio y se dirigía a pie, bajo la lluvia, a Tirpitz Ufer.
Al mismo tiempo Walter Schellenberg se ponía en comunicación con su despacho y le informaban de los acontecimientos de Gran Bretaña. Telefoneó entonces al Reichsführer Heinrich Himmler y le puso al corriente. Himmler ordenó a Schellenberg que se trasladara a Prinz Albrechtstrasse; iba a ser una noche muy larga ydeseaba estar acompañado. Sucedió, pues, que Schellenberg y Vogel llegaron exactamente al mismo tiempo a sus respectivos despachos y se acomodaron dispuestos a esperar.
El punto por el que los aliados desembarcarían en Francia. La vida del almirante Canaris.
Lo cual dependía del comunicado de un par de espías en plena huida del MI-5.
53
Hampton Sands (Norfolk)
Martin Colville abrió la puerta del granero empujándola con el cañón de la escopeta. Neumann, que aún estaba de pie junto a la radio, oyó el ruido. Mientras Colville entraba, Neumann sacó su Mauser. Colville vio que trataba de empuñar el arma. Se echó la escopeta a la cara y disparó. Neumann se apartó de la trayectoria del disparo arrojándose al suelo del granero y rodando sobre si mismo. La detonación de la escopeta en el reducido ámbito del granero resultó ensordecedora. La radio se desintegró.
Colville apuntó a Neumann por segunda vez. Boca arriba, Neumann se incorporó sobre los codos sosteniendo la Mauser con ambas manos. Sean Dogherty se adelantó, al tiempo que gritaba a Colville que se estuviera quieto. Colville dirigió el cañón de la escopeta hacia Dogherty y apretó el gatillo. El disparo alcanzó a Dogherty en el pecho, le levantó en peso y lo despidió hacia atrás como un muñeco de trapo. La sangre salió a borbotones de la herida mientras caía de espaldas. Murió en cuestión de segundos.
Neumann hizo fuego y el proyectil se hundió en el hombro de Colville y lo hizo girar en redondo. Catherine había sacado ya su Mauser.La empuñaba con ambas manos y apuntó a la cabeza de Colville. Hizo dos rápidos disparos. El silenciador hizo que las detonaciones sólo produjeran un «plof» apagado. La cabeza de Colville estalló y el hombre era cadáver antes de que su cuerpo tocara al suelo.
En su cama del primer piso de la casa, Mary Dogherty estaba medio sumida en un agitado duermevela cuando oyó el primer disparo de escopeta. Se sentó de golpe y saltó al suelo en el instante en que la segunda detonación hacía añicos la calma de la noche. Apartó la ropa de la cama y corrió escaleras abajo.
La casa estaba a oscuras, desiertos el salón y la cocina. Salió al exterior. La lluvia le azotó la cara. Se percató entonces de que sólo llevaba encima el camisón de franela. Reinaba el silencio, sólo se oía el ruido de la tormenta. Miró al otro lado del huerto y distinguió en el camino de entrada la silueta de una furgoneta desconocida. Se volvió hacia el granero y vio allí una luz.
– ¡Sean! -llamó, y echó a correr hacia el granero.
Iba descalza y sus pies notaron la frialdad embarrada del suelo. Pronunció varias veces más el nombre de Sean, mientras corría. La tenue claridad del rayo de luz que se escapaba por el hueco de la puerta abierta del granero iluminaba una caja de cartuchos de escopeta caída en el suelo.
Al entrar, se quedó boquiabierta. Un grito se le inmovilizó en la garganta, como si se negara a salir. Lo primero que vio fue el cuerpo de Martin Colville tendido en el suelo a unos palmos de ella. Parte de la cabeza había volado y la sangre y los trozos de tejido sembraban el suelo a su alrededor. Las náuseas revolvieron el estómago de Mary.
Desvió su atención hacia el segundo cuerpo. Yacía boca arriba, con los brazos extendidos. En la muerte, sin que se supiera cómo, los tobillos se habían cruzado dando la impresión de que el hombre descabezaba un sueño. La sangre le oscurecía el rostro. Durante un fugaz segundo Mary se permitió la esperanza de que aquel muerto no fuera Sean. Luego se fijó en las botas altas y en el impermeable y supo que sí era él.
El grito que se le quedó suspendido en la garganta salió al aire.
– ¡Oh, Sean! -chilló Mary-. ¡Oh, Dios mío, Sean! ¿Qué has hecho?
Levantó la mirada y vio a Horst Neumann erguido sobre el cadáver de Sean, con una pistola en la mano. A unos metros del agente, Mary vio a una mujer que le apuntaba a la cabeza con una pistola.
Mary volvió a mirar a Neumann y chilló:
– ¿Hiciste tú esto? ¿Has sido tú?
– Fue Colville -repuso Neumann-. Entró aquí con el arma escupiendo fuego. Sean se puso en medio. Lo siento, Mary.
– No, Horst, puede que Martin apretase el gatillo, pero fuiste tú quien le hizo esto a Sean. No hay error. Tú y tus amigos de Berlín… ustedes son los que han acabado con él.