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– Buenos días, profesor Vicary. El primer ministro espera su llegada con gran impaciencia.

Vicary le entregó el abrigo y el sombrero y entró en la casa. En el salón, alrededor de una docena de hombres y un par de muchachas estaban entregados al trabajo, algunos de uniforme, otros, como Vicary, de paisano. Hablaban en tono apagado, de confesionario, como si las noticias fuesen malas. Repiqueteó un teléfono, y, luego otro. Descolgaron ambos aparatos tras el primer timbrazo,

– Confío en que haya tenido un viaje agradable -dijo Inches.

– Magnífico -mintió Vicary cortésmente.

– Como de costumbre, el señor Churchill está retrasado esta mañana -dijo Inches. Luego añadió confidencialmente-. Establece una agenda de trabajo inaccesible, y todos nosotros nos pasamos el resto del día tratando de cumplirla, de ponernos al corriente.

– Lo comprendo, Inches. ¿Dónde quiere que espere?

– La verdad es que el primer ministro desea verle cuanto antes esta mañana. Me encargó que le llevase arriba, inmediatamente, nada más llegara usted.

– ¿Arriba?

Inches llamó suavemente con los nudillos y abrió la puerta del cuarto de baño. Churchill estaba dentro de la bañera, con el puro en una mano y su segundo vaso de whisky de la jornada descansando en una mesita situada lo bastante cerca como para poder cogerlo sin dificultad. Inches anunció a Vicary y se retiró.

– Vicary, mi querido compañero -saludó Churchill. Puso la boca al nivel del agua, sopló y produjo unas burbujas-. Es estupendo que haya venido.

A Vicary le pareció opresiva la temperatura del cuarto de baño. También le costaba trabajo contener la risa ante el espectáculo de aquel enorme hombretón de piel rosada chapoteando en la bañera como un mozalbete. Se quitó la chaqueta de tweed y, a regañadientes, se sentó en la taza del inodoro.

– Deseaba intercambiar unas palabras con usted en privado; ese es el motivo por el que le invité a venir a mi guarida. -Churchill se pellizcó los labios-. Vicary, he de confesar de entrada que estoy enfadado con usted.

Vicary se puso rígido.

Churchill abrió la boca para proseguir, pero se contuvo. En su semblante surgió una expresión de perplejidad, de frustración.

– ¡Inches! -bramó Churchill.

Inches entró.

– ¿Sí, señor Churchill?

– Inches, creo que la temperatura del agua de mi baño ha descendido por debajo de los cuarenta grados centígrados. ¿Le importaría echar un vistazo al termómetro y comprobarlo?

Inches se arremangó y sacó el termómetro del interior de la bañera. Lo examinó como un arqueólogo estudiaría un antiguo fragmento de hueso.

– ¡Ah, está usted en lo cierto, señor! La temperatura de su baño ha descendido a los treinta y nueve grados centígrados. ¿Debo aumentar la temperatura, señor?

– Naturalmente.

Inches abrió el grifo del agua caliente y lo dejó que corriera unos instantes. Churchill sonrió al alcanzar el agua de su baño la temperatura adecuada.

– Eso está mucho mejor, Inches.

Churchill se dio media vuelta para ponerse de costado. El agua rebasó el borde de la bañera y la cascada líquida empapó la pernera de los pantalones de Vicary.

– ¿Decía usted, primer ministro…?

– Ah, sí. Decía, Vicary, que estoy enfadado con usted. Nunca me contó que en sus días juveniles era realmente bueno en el juego del ajedrez. Derrotaba a todos los rivales que se le presentaban en Cambridge, según me han dicho.

Absolutamente confundido, Vicary repuso:

– Le ruego que me disculpe, primer ministro, pero el tema del ajedrez nunca salió a relucir en el curso de nuestras conversaciones.

– Brillante, implacable, audaz, así me han descrito su juego. -Churchill hizo una pausa-. También sirvió en el Cuerpo de Información durante la Primera Guerra Mundial.

– Sólo estuve en la Unidad Motociclista. Fui simple correo, nada más.

Churchill apartó su mirada de Vicary y contempló el techo.

– En el año mil doscientos cincuenta antes de Jesucristo, el Señor dijo a Moisés que enviase agentes a espiar en la tierra de Canaán. El Señor fue lo bastante bondadoso como para dignarse dar a Moisés algunos consejos acerca del modo de reclutar esos espías. Sólo los hombres mejores y más inteligentes son capaces de realizar tarea tan importante, dijo el Señor, y Moisés tomó sus palabras al pie de la letra.

– Eso es verdad, primer ministro -confirmó Vicary-. Pero también es cierto que el servicio de información de los espías reunidos por Moisés se infrautilizó. Como consecuencia, los Israelitas se pasaron otros cuarenta años vagando por el desierto. Churchill sonrió.

– Debería haber aprendido hace mucho tiempo que nunca tengo que discutir con usted, Alfred. Posee un cerebro agilísimo. Es algo que siempre he admirado.

– ¿Qué es lo que quiere que haga?

– Quiero que acepte un trabajo en la Inteligencia Militar.

– Pero, primer ministro, en verdad no estoy capacitado para esa clase de…

– Ahí nadie sabe lo que hace -le interrumpió Churchill en seco-. En especial los oficiales profesionales.

– ¿Pero qué va a pasar entonces con mis alumnos? ¿Y con mi investigación?

– Sus estudiantes no tardarán en estar en filas, luchando por su vida. En cuanto a su investigación, puede esperar -Churchill hizo una pausa-. ¿Conoce a John Masterman y a Christopher Cheney, de Oxford?

– No me diga que también los ha reclutado.

– Desde luego…, y no espere encontrar en ninguna universidad un matemático que profesionalmente merezca la pena -dijo Churchill-. Hemos arramblado con todos y los hemos remitido a Bletchley Park.

– ¿Y qué rayos están haciendo allí?

– Intentando descifrar las claves alemanas.

Vicary manifestó brevemente su pensamiento.

– Supongo que voy a aceptar.

– Estupendo. -Churchill estampó un puñetazo en la parte lateral de la bañera-. Lo primero que va a hacer el lunes será presentarse al general de brigada sir Basil Boothby. Está al mando de la división a la que se le asignará usted. Es también la personificación del perfecto asno inglés. Frustraría mis intenciones si pudiera, pero es demasiado estúpido para tal cosa. Ese hombre asaría la manteca.

– Parece encantador.

– Sabe que usted y yo somos amigos y, por lo tanto, le pondrá pegas. No se deje intimidar por él. ¿Entendido?

– Sí, primer ministro.

– Necesito dentro de ese departamento a alguien en quien pueda confiar. Es hora de poner de nuevo inteligencia en la Inteligencia Militar. Además, le sentará bien, Alfred. Es hora de que salga de su polvorienta biblioteca y entre en la vida.

La súbita confianza con que le trataba Churchill pilló a Vicary desprevenido. Pensó en la noche anterior, en su paseo de vuelta a casa, en el coche en el que iba Helen y que él se quedó mirando desde que pasara por su lado.

– Sí, primer ministro, creo que ya es hora de eso. ¿Qué es lo que tendré que hacer en la Inteligencia Militar?

Pero Churchill ya se había sumergido bajo el nivel del agua de la bañera.

4

Rastenberg (Alemania), enero de 1944

El contraalmirante Wilhelm Franz Canaris era un hombre pequeño y nervioso que hablaba con un leve ceceo y poseía un ingenio sarcástico que sólo se decidía a manifestar en contadas ocasiones. Con su pelo blanco y sus penetrantes ojos azules, en aquél momento iba sentado en el asiento posterior del Mercedes del Estado Mayor que recorría vibrante los quince kilómetros que separaban el campo de aviación de Rastenberg del búnker secreto de Hitler. Habitualmente, Canaris evitaba los uniformes y los símbolos marciales de todas clases, ya que prefería los trajes oscuros de calle. Pero dado que iba a reunirse con Adolf Hitler y los militares de más alta graduación de Alemania, para aquella ocasión se habíapuesto su uniforme de la Kriegsmarine debajo del sobretodo reglamentario.