Jenny oyó abrirse la portezuela y oyó al agente de policía conminarles a apearse de la furgoneta. Adivinó lo que estaba a punto de suceder. En vez de bajarse del vehículo, empezarían a disparar. Luego, los policías habrían muerto y Jenny se quedaría de nuevo sola con los dos alemanes.
Tenía que advertir a los policías.
¿Pero cómo?
No podía hablar porque Neumann le había amordazado a conciencia.
Sólo podía hacer una cosa.
Levantó las piernas y procedió a dar patadas al costado de la furgoneta con toda la fuerza que pudo.
Si la acción de Jenny no tuvo el resultado que pretendía, al menos concedió a uno de los agentes -el que se encontraba más cerca de la portezuela de Catherine- la gracia de una muerte más clemente. En el momento en que el hombre volvió la cabeza hacia el punto donde sonaba el ruido, Catherine alzó la Mauser y le descerrajó un tiro. El soberbio silenciador de la pistola ahogó la detonación de forma que el arma sólo produjo un tenso estallido. La bala atravesó el cristal de la ventanilla, alcanzó al policía en la mandíbula y luego salió rebotada y se hundió en la base del cerebro. El hombre se desplomó sobre el embarrado arcén de la carretera, muerto en el acto.
El segundo en morir fue el agente que estaba junto a la portezuela de Neumann, aunque éste no hizo el disparo que acabó con su vida. Neumann apartó la escopeta de un manotazo, con la diestra; Catherine se volvió y abrió fuego a través de la portezuela abierta. El proyectil atravesó la frente del policía, por el centro de la misma, y salió por la parte posterior del cráneo. El hombre cayó fulminado sobre la carretera.
Neumann saltó por el hueco de la puerta y aterrizó en el asfalto. Uno de los policías situados detrás de la furgoneta disparó por encima de la cabeza de Neumann y destrozó el cristal de la ventanilla. El agente apretó rápidamente el gatillo dos veces. El primer disparo alcanzo al policía en el hombro, impulsándole de lado. El segundo le atravesó el corazón.
Catherine salió de la furgoneta, empuñada la Mauser, extendidos los brazos, apuntando a la oscuridad. Al otro lado de la furgoneta, Neumann estaba haciendo lo mismo, con la diferencia de que él estaba cuerpo a tierra. Ambos aguardaron, sin producir el menor ruido, escuchando.
El cuarto policía pensó que lo mejor que podía hacer era emprender la retirada e ir en busca de ayuda. Dio media vuelta y salió corriendo en la oscuridad. Al cabo de unas zancadas estuvo a tiro de Neumann. Éste apuntó cuidadosamente e hizo dos disparos. El corredor se detuvo, la escopeta resonó contra el asfalto, y el último de los cuatro policías se derrumbó, sin vida, sobre la carretera batida por la lluvia.
Neumann fue cogiendo los cadáveres y dejándolos en el suelo, detrás de la furgoneta. Catherine abrió las puertas posteriores. Con los ojos desorbitados por el terror, Jenny levantó las manos paracubrirse la cabeza. Catherine alzó la pistola en el aire y descargó un golpe brutal sobre la cara de Jenny. Se abrió una profunda herida encima del ojo. Catherine dijo:
– A menos que quieras acabar igual que ellos, no vuelvas a intentar nada como lo que has hecho.
Neumann levantó a Jenny en peso y la dejó en el arcén de la carretera. Luego, con ayuda de Catherine, colocó los cadáveres de los policías en la caja de la furgoneta. La idea se le había ocurrido de pronto. Los agentes de policía se trasladaron a aquel punto en su propia furgoneta; permanecía aparcada a unos metros de distancia, en un lado de la carretera. Neumann ocultaría los cadáveres en la furgoneta robada, entre los árboles, fuera de la vista, y utilizaría la de las autoridades para dirigirse a la costa. Podían transcurrir horas antes de que otros policías se presentasen allí y descubrieran que sus compañeros habían desaparecido. Para entonces, Catherine y él navegarían de regreso a Alemania a bordo de un submarino.
Neumann cogió en peso a Jenny y la puso en la parte trasera dela furgoneta policial. Catherine ocupó el asiento del conductor y encendió el motor. Neumann volvió a la otra furgoneta y se puso al volante. El motor estaba en marcha. Dio media vuelta y rodó carretera adelante. Catherine le siguió. El hombre se esforzó en apartar de su mente la presencia de los cuatro cuerpos sin vida que yacían a unos centímetros de él.
Dos minutos después, Neumann tomó un camino que se desviaba de la carretera. Recorrió unos doscientos metros, se detuvo y apagó el motor. Catherine ya había dado la vuelta a la furgoneta y ocupaba el asiento de copiloto cuando Neumann volvió. Éste subió, cerró la portezuela de golpe, arrancó y aceleró.
Pasaron por el lugar donde estuvo montado el control y torcieron por una carretera secundaria. De acuerdo con el mapa, se encontraban a unos dieciséis kilómetros de la carretera de la costa, y a treinta y dos de Cleethorpes. Neumann apretó a fondo el acelerador y puso la furgoneta a toda máquina. Por primera vez desde que detectó en Londres a hombres del MI-5 tras él, se permitió imaginar que, después de todo, iban a conseguirlo.
Alfred Vicary paseaba por el cuarto de la base de la RAF en las afueras de Grimsby. Harry Dalton y Peter Jordan fumaban, sentados a la mesa. El comisario jefe Lockwood ocupaba una silla junto a ellos y se entretenía formando figuras geométricas con cerillas.
– No me gusta -dijo Vicary-. Alguien debería haberlos localizado ya.
– Todas las carreteras importantes están selladas -afirmó Harry-. Tienen que haber tropezado con un control en algún punto.
– Quizá, después de todo, no han tomado este camino. Tal vez he cometido un error de cálculo. Puede que fueran hacia el sur desde Hampton Sands. Acaso la señal del submarino fue una treta y a estas horas se dirigen a Irlanda en un transbordador.
– Vienen por aquí.
– Igual se han escondido, han abandonado de momento. Tal vez se han refugiado en algún pueblo remoto, a la espera de que las cosas se tranquilicen un poco antes de hacer su próximo movimiento.
– Avisaron al submarino. Tienen que acudir a la cita.
– No tienen que hacer nada. Es posible que hayan observado los controles y la cantidad de policía desplegada y hayan decidido esperar. Pueden ponerse en contacto con el sumarino a la primera oportunidad y probar de nuevo cuando la calma haya vuelto.
– Olvidas un detalle. No tienen radio.
– Creemos que no tienen radio. Se la quitastes y Thomasson encontró un aparato hecho migas en Hampton Sands. Pero no sabemos seguro que no dispongan de un tercero.
– Claro no sabemos nada a ciencia cierta, Alfred. Nos formamos hipótesis más o menos razonables.
Vicary reanudó sus paseos, sin apartar la vista del teléfono, mientras ordenaba con la imaginación «¡Suena, maldita sea, suena de una vez!».
Desesperado por hacer algo, descolgó el auricular y pidió a la telefonista que le pusiera con la Sala de Rastreo de Submarinos en Londres. Cuando por fin le llegó a través del hilo la voz de Arthur Braithwaite, ésta sonaba como si el hombre estuviera dentro de un tubo de torpedo.
– ¿Alguna novedad, comandante?
– He hablado con la Armada Real y el guardacostas local. La Armada Real está trasladando ahora mismo un par de corbetas a la zona, las número 745 y 128. Estarán frente a Spurn Head dentro de una hora e iniciarán de inmediato las operaciones de búsqueda. Elguardacostas se encarga de todo cerca de la orilla. Los aviones de la RAF despegarán con las claras del día.
– ¿Cuándo es eso?
– Alrededor de las siete de la mañana. Tal vez un poco más tarde a cáusa de la densa capa de nubes.
– Puede que sea demasiado tarde.