Neumann se agachó para abrir la trampilla.
Jenny cogió el martillo y se arrodilló. Levantó el martillo en el aire y golpeó con todas sus fuerzas la parte posterior de la cabeza de Neumann. El hombre se desplomó sobre el suelo y la sangre brotó de su quebrado cuero cabelludo.
Jenny se apartó y se puso a vomitar.
El Kapitänleutnant Max Hoffman vio que la Camilla empezaba a bambolearse a la deriva, desamparada en aquel mar arbolado, y comprendió al instante que se había quedado sin energía. Se dio cuenta de que tenía que actuar con rapidez. Sin propulsión alguna, la barca se iría a pique. Incluso podría volcar. Si los agentes se veían arrojados al gélido mar del Norte, morirían en cuestión de minutos.
– ¡Número Uno! Avance hacia la barca y prepare el abordaje.
– ¡Sí, herr Kaleu!
Cuando el submarino arrancó despacio hacia adelante, Hoffman sintió bajo sus pies las vibraciones de los motores Diesel.
Jenny temía haberle matado. Neumann permaneció completamente inmóvil durante un momento, después se removió y, finalmente, se las arregló para incorporarse. Logró aguantarse, pero inseguro. Fácilmente, Jenny pudo haberle golpeado de nuevo con el martillo, pero no consiguió reunir el valor o la fuerza de voluntad suficiente para hacerlo. Neumann estaba impotente, apoyado sin fuerzas en el tabique lateral de la bodega. La sangre que manaba de la herida le caía sobre la cara y se le deslizaba por el cuello. Levantó la mano y se limpió la sangre de los ojos.
– Quédate aquí -dijo-. Si subes a cubierta, te matará. Haz lo que digo, Jenny.
Neumann subió trabajosamente por la escalerilla. Catherine le observó, con expresión de alarma.
– Me caí y me di un golpe en la cabeza cuando la barca se bamboleó. El motor no funciona.
La linterna de Neumann estaba junto al timón. La cogió y salió a cubierta. Proyectó la luz de su foco hacia la torreta del submarino y envió una señal de petición de auxilio. El submarino se les acercaba con agónica lentitud. Volvió la cabeza e hizo una seña a Catherine, indicándole que se reuniera con él en la cubierta de proa. La lluvia lavó la sangre de su rostro. Alzó la cara, para recibir mejor sus húmedos golpes, y agitó los brazos en dirección al submarino.
Catherine se le unió en la cubierta. No podía creerlo. La noche anterior estaban sentados en un café de Mayfair, rodeados de hombres del MI-5, y ahora, milagrosamente, estaban a punto de subir a un submarino y alejarse de Inglaterra. Seis largos y penosamente solitarios años… acababan por fin. Nunca creyó que iba a ver la llegada de aquel día. Lanzó al aire un grito jubiloso e infantil y, lo mismo que Neumann, alzó la cara al cielo y agitó los brazos en un saludo dirigido al submarino.
La nariz de acero del sumergible golpeó la proa del Camilla. Una partida de abordaje corrió por la cubierta hacia ellos. Catherine pasó los brazos alrededor de Neumann y apretó con fuerza.
– ¡Lo conseguimos! -exclamó-. ¡Lo conseguimos! ¡Volvemos a casa!
De pie a la rueda del timón de la Rebecca , Harry Dalton describió la escena a Vicary, transmitiéndosela a Grimsby. A su vez, Vicary se la describió a Arthur Braithwaite, que estaba en la Sala de Rastreo de Submarinos.
– ¡Maldita sea, comandante! ¿Dónde está esa corbeta?
– Está ahí mismo. Lo que ocurre es que el mal tiempo impide verla.
– ¡Bueno, pues dígale al capitán que haga algo! Mis hombres no pueden detenerlos.
– ¿Qué instrucciones he de dar al capitán?
– Que dispare sobre la barca y mate a los espías.
– Comandante Vicary, me permito recordarle que en esa embarcación va una muchacha inocente.
– Que Dios se apiade de mí por decir esto, pero me temo que en unas circunstancias como éstas no podemos preocuparnos de eso, comandante Braithwaite. Ordene al capitán de la corbeta que golpee a la Camilla con todo lo que tenga.
– Entendido.
Vicary colgó el teléfono, mientras pensaba: «Dios santo, pero sime he convertido en un perfecto hijo de Satanás».
El viento abrió una brecha momentánea en la cortina de lluvia y niebla. El capitán de la corbeta 745, en el puente de mando, divisó al submarino U-509 y a la Camilla a unos ciento cincuenta metros de su proa. A través de los prismáticos vio a dos personas en la cubierta delantera de la Camilla y una partida de rescate que corríapor la cubierta del submarino alemán. Dio inmediatamente la orden de disparar. Segundos después, el cañón de cubierta de la corbeta abría fuego.
Neumann oyó las detonaciones. Los primeros proyectiles pasaron por encima. La segunda andanada se estrelló contra el costado del submarino. La partida de rescate echó cuerpo a tierra en la cubierta para evitar las balas, mientras los cañones corregían la dirección de tiro para apuntar de nuevo a la Camilla. En la cubierta de la barca pesquera no había lugar donde refugiarse. La descarga encontró a Catherine. Su cuerpo voló hecho pedazos instantáneamente y la cabeza estalló en un fogonazo de sangre y masa encefálica.
Neumann gateó hacia adelante en un intento de llegar al submarino. El primer proyectil que le alcanzó le segó la pierna a la altura de la rodilla. Soltó un alarido y siguió arrastrándose hacia adelante. La segunda bala que hizo blanco en él le partió la espina dorsal. No sintió nada. El último disparo le alcanzó en la cabeza y todo fue oscuridad.
Max Hoffman, que contempló la tragedia desde la torreta, ordenó a su primer oficial que pusiera los motores Diesel a toda máquina y que procediese a la inmersión de la nave con la máxima rapidez posible. En cuestión de segundos, el U-509 se alejaba de aquel escenario a toda velocidad. Y dos minutos después se sumergía bajo la superficie del mar del Norte y desaparecía.
La Camilla , sola en el mar, con las cubiertas anegadas de sangre, se iba a pique.
A bordo de la Rebecca imperaba la euforia. Los cuatro hombresse abrazaron al ver al submarino virar en redondo y emprender la huida. Harry Dalton llamó a Vicary y le comunicó la noticia. Vicary hizo dos llamadas, la primera a la Sala de Rastreo de Submarinos para dar las gracias a Arthur Braithwaite, la segunda a sir Basil para informarle de que por fin todo había terminado.
Jenny Colville sintió estremecerse la Camilla. La muchacha había caído de bruces y se cubría la cabeza con las manos. El tiroteo cesó con la misma brusquedad con que se había iniciado. Jenny oyó luego el rugido de los motores del submarino que se alejaba y, por último, el rumor del mar. Estaba demasiado aterrada para moverse. La barca cabeceaba y se balanceaba salvajemente, yendo de un lado a otro. Supuso que aquello estaba relacionado con la avería del motor. Al carecer de fuerza motriz que la impulsara, la embarcación se encontraba indefensa ante los violentos embates del mar. Comprendió que tenía que levantarse, salir afuera y hacer señales para que los demás barcos se enterasen de que estaba allí y de que estaba viva.
Logró incorporarse, el balanceo de la nave volvió a arrojarla al suelo y se levantó otra vez. Subir aquella escalerilla parecía algo imposible. Por fin, llegó a cubierta. El viento tenía una fuerza tremebunda. La lluvia la azotó lateralmente. La barca parecía ir en varias direcciones al mismo tiempo; subía y bajaba, avanzaba y retrocedía, giraba de un lado a otro. Mantener el equilibrio era imposible. Miró hacia proa y vio los cuerpos. No los habían matado a tiros. Los proyectiles artilleros los habían desgarrado, mutilado, hecho pedazos. Con toda la sangre y la lluvia, la cubierta tenía un color rosado. La náusea agitó el estómago de Jenny y la muchacha apartó la mirada. Vio el submarino, que, a lo lejos, se sumergía y desaparecía bajo la superficie del mar. Por el otro lado de la barca vio un buque de guerra, gris, no demasiado grande, que se acercaba a ella. Otra embarcación -la que había visto antes por la portilla- también se acercaba rápidamente.