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Agitó los brazos, gritó y rompió a llorar. Estaba deseando contarles lo que había hecho. Ella fue quien averió el motor para que la barca se detuviera y los espías no pudiesen llegar al submarino. Jenny no cabía en sí, estaba pletórica de intenso orgullo.

La Camilla se elevó impulsada por una ola gigantesca. Cuando ésta pasó por debajo de la embarcación, la Camilla se bamboleó frenéticamente inclinada por babor. Luego descendió y, al mismo tiempo, se enderezó y rodó sobre el costado de estribor. Jenny no pudo seguir agarrada a la parte superior de la escalerilla. Salió despedida, cruzó la cubierta y cayó al mar.

Nunca había sentido un frío como aquel, un frío espantoso, entumecedor, paralizante. Luchó para remontarse hasta la superficie e intentó aspirar una bocanada de aire, pero lo que hizo fue tragar una bocanada de agua de mar. Se hundió bajo la superficie, sofocándose, asfixiándose, introduciendo más agua aún en el estómago y en los pulmones. Agitando los pies, logró emerger de nuevo y llevar a los pulmones un poco de aire antes de que el mar volviera a arrastrarla hacia abajo. Y entonces empezó a descender, a hundirse despacio, placenteramente, sin esfuerzo. Ya no sentía frío. No sentía nada, no veía nada. Sólo una negrura impenetrable.

Llegó primero la Rebecca. Lockwood y Roach al timón, Harry y Peter Jordan en la cubierta de proa. Harry ató un cabo al cinturón salvavidas y el otro extremo del mismo a una abrazadera de proa. Arrojó el salvavidas por la borda. Habían visto a Jenny salir por segunda vez y desaparecer de nuevo bajo la superficie. Ahora no se veía nada, ni la menor señal de la muchacha. Lockwood llevó allí la Rebecca , con mano firme y en línea recta; luego, a pocos metros de la Camilla , paró el motor y la lancha se estremeció al detenerse en seco.

Jordan se asomó por la proa y buscó con la mirada algún indicio de la muchacha. Luego se levantó y, sin previo aviso, se zambulló en el agua. Harry gritó a Lockwood.

– ¡Jordan está en el agua! ¡No se acerque más!

Jordan emergió para quitarse el chaleco salvavidas.

– ¿Pero qué hace? -chilló Harry.

– ¡Con esta maldita cosa encima no puedo sumergirme a bastante profundidad!

Jordan se llenó de aire los pulmones y desapareció de la vista durante lo que a Harry le pareció un minuto. El mar batía el costado de babor de la Camilla , obligándola a rodar dando tumbos de un lado a otro e impulsándola hacia la Rebecca. Harry miró por encima del hombro y agitó los brazos en dirección a Lockwood, que continuaba en la cabina del timonel.

– ¡Retroceda unos metros! ¡Tenemos a la Camilla encima de nosotros!

Por fin, Jordan subió a la superficie. Llevaba a Jenny en sus brazos. Jordan desató la cuerda del salvavidas, la pasó alrededor del cuerpo de Jenny, por debajo de las axilas, y la ató. Hizo señas a Harry, con el pulgar hacia arriba, y Harry tiró de la muchacha y la sacó del agua, acercándola a la Rebecca. Clive Roach ayudó a Harry a subirla hasta la cubierta.

Jordan bregaba furiosamente con el agua, con las olas que barrían constantemente su rostro. Parecía agotado a causa del frío. Harry soltó rápidamente la cuerda atada en torno a Jenny y la arrojó hacia él, por encima de la borda… en el preciso instante en que la Camilla volcaba y arrastraba a Peter Jordan bajo la superficie.

61

Berlín, abril de 1944

Kurt Vogel hacía antesala en la lujosamente amueblada oficinade Walter Schellenberg. Se entretenía observando el escuadrón de jóvenes ayudantes que entraban y salían febrilmente del despacho del Brigadeführer. Rubios, de ojos azules, parecían recién salidos de un cartel de propaganda nazi. Habían transcurrido tres horas desde que Schellenberg convocara a Vogel para evacuar una consulta urgente relativa a «ese desgraciado asunto de Gran Bretaña»,como llamaba habitualmente a la fallida operación de Vogel. A Vogel no le importaba esperar; lo cierto era que no tenía nada mejor que hacer. Desde que destituyeron a Canaris y las SS absorbieron a la Abwehr, la inteligencia militar alemana era una nave sin timón, justo cuando más la necesitaba Hitler. Las viejas casas a lo largo de Tirpitz Ufer habían adquirido el deprimente aspecto de un anticuado centro turístico fuera de temporada. La moral era bajísima, muchos oficiales se habían ofrecido voluntarios para ir al frente ruso.

Vogel tenía otros planes.

Uno de los ayudantes de Schellenberg salió, señaló a Vogel con un dedo acusador y, sin pronunciar palabra, le indicó que entrase. El despacho tenía las proporciones de una catedral gótica y de las paredes colgaban magníficos tapices y pinturas al óleo. Distaba mucho de la sobriedad de la guarida del zorro en Tirpitz Ufer. A través de las altas ventanas caían oblicuos los rayos de sol. Vogel miró al exterior. Las brasas de los incendios provocados por la incursión aérea de la mañana aún ardían sin llamas en Unter den Linden y un hollín finísimo descendía planeando sobre Tiergarten como nieve negra.

Schellenberg le dedicó una cálida sonrisa, le estrechó enérgicamente la huesuda mano y con un ademán le invitó a tomar asiento. Vogel conocía de la existencia de ametralladoras ocultas en el despacho de Schellenberg, así que se mantuvo rígido y con las manos siempre a la vista. Se cerró la puerta y se quedaron solos en el cavernoso despacho. Vogel notó que Schellenberg se lo estaba comiendo con los ojos.

Aunque Schellenberg y Himmler intrigaron durante años contra Canaris, lo que acabó finalmente con el Viejo Zorro fue una cadena de acontecimientos desafortunados: su fallo al no predecir la decisión de Argentina de cortar todo vínculo con Alemania; la pérdida de un puesto vital de recogida de información de la Abwehr en el Marruecos español; la deserción de varios funcionarios clave de la Abwehr en Turquía, Casablanca, Lisboa y Estocolmo. Pero la gota que hizo rebosar el vaso fue el desastroso final de la operación de Vogel en Londres. Mataron a dos agentes de la Abwehr -Horst Neumann y Catherine Blake- a la vista del submarino. Fueron incapaces de transmitir un mensaje final explicando por qué decidieron abandonar Inglaterra, dejando así a Vogel sin medio alguno para juzgar la autenticidad de los informes sobre la Operación Mulberry que Catherine Blake había sustraído. Hitler estalló al enterarse de la noticia. Destituyó fulminantemente a Canaris y puso la Abwehr y sus dieciséis mil agentes en manos de Schellenberg.

Sin que se supiera cómo ni por qué, Vogel sobrevivió. Schellenberg y Himmler sospechaban que fue Canaris quien comprometió la operación. Lo mismo que Catherine Blake y Horst Neumann, Vogel era una víctima inocente de la traición del Viejo Zorro.

Vogel tenía otra hipótesis. Sospechaba que toda la información que consiguió Catherine Blake la había plantado la inteligencia británica. Sospechaba que Neumann y ella intentaron huir de Gran Bretaña cuando Neumann descubrió que los ingleses le tenían bajo vigilancia. Sospechaba que la Operación Mulberry no era un complejo antiaéreo destinado al Paso de Calais, sino un puerto artificial que iba a trasladarse a Normandía. También sospechaba que los otros agentes enviados a Gran Bretaña no eran provechosos, que los ser-vicios de Información británica los habían capturado y obligado a colaborar con ellos, probablemente desde el principio de la guerra.

Sin embargo, Vogel carecía de pruebas que respaldasen esas sospechas; como buen abogado, no pretendía presentar acusaciones que no pudiera demostrar. Además, aun en el caso de que poseyera pruebas fehacientes, tampoco estaba seguro de que le sedujese entregárselas a individuos como Schellenberg y Himmler.