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Hasta al propio Alfred Vicary le sorprendió la rapidez con que fue capaz de abandonarlo todo. Técnicamente, era una excedencia administrativa, en tanto llegaba el resultado de la investigación interna. Pero Vicary comprendió que era un simple despido, expresado en jerga burocrática.

Perversamente, siguió el consejo de Basil Boothby y se retiró a la casa de su tía Matilda -no podía acostumbrarse a la idea de que era suya- para poner en orden las cosas. Los primeros días de exilio fueron espantosos. Echaba de menos la camaradería del MI-5. Echaba de menos su miserable despachito. Incluso se dio cuenta de que echaba de menos su catre de campaña, porque había perdido la gracia de dormir a pierna suelta. Echó la culpa de ello a la hundida cama matrimonial de Matilda, demasiado blanda y demasiado amplia para forcejear con sus turbados pensamientos. Un raro destello de inspiración le impulsó a ir a la tienda del pueblo y comprar un nuevo camastro de campaña. Lo colocó en el salón, junto al fuego, un emplazamiento extraño, se daba perfecta cuenta, pero no tenía previsto recibir invitados. A partir de aquella noche durmió todo lo bien que podía esperarse.

Soportó un largo período de melancólica inactividad. Pero en la primavera, cuando la temperatura empezó a ascender, centró su atención en las ilimitadas posibilidades que se desaprovechaban en su nuevo hogar. Los curiosos que efectuaban alguna que otra visita observaron con horror que Vicary atacaba su jardín con herramientas de podar, una hoz y gafas de leer con cristales de media luna. Contemplaron asombrados que repintaba el interior de su chalet. Estalló un considerable debate acerca de la elección del color, un blanco brillante institucional. ¿Significaba eso que su talante mejoraba o que pretendía convertir su domicilio en un hospital y registrar estancias prolongadas?

La inquietud se extendió en buena medida por el pueblo. Poole, el dueño del almacén, diagnosticó que el talante de Vicary era el propio de alguien abrumado por la aflicción.

– No es posible -replicó Plenderleith, el encargado del vivero que había asesorado a Vicary en cuestiones de jardinería-. No sólo no ha estado nunca casado, sino ni siquiera enamorado, al parecer.

La señorita Lazenby, de la tienda de confección, declaró que, ambos contertulios estaban equivocados.

– Ese hombre bebe los vientos por alguien, eso lo puede ver cualquier tonto. Y a juzgar por su aspecto, el objeto de su idolatría no le corresponde.

Incluso aunque hubiese conocido esa controversia, Vicary no hubiera podido zanjarla, porque sus propias emociones le eran a él tan desconocidas como a los que las observaban desde fuera. El director de su departamento en el University College le envió una carta. Se había enterado de que Vicary ya no trabajaba en la Oficina de Guerra y se preguntaba cuándo volvería a la universidad. Vicary rompióla carta en dos trozos y los quemó en el fuego de la chimenea.

Londres no tenía nada que ofrecerle -sólo malos recuerdos-, así que se mantenía alejado de la urbe. Sólo fue una vez, un mañana de la primera semana de junio, cuando sir Basil le citó para informarle del resultado de la investigación interna.

– ¡Hola, Alfred! -le saludó sir Basil, cuando Vicary se presentó en el despacho de Boothby.

El cuarto resplandecía iluminado por una agradable claridad de tono naranja. Boothby estaba de pie en el centro geométrico exacto de la estancia, como si necesitara espacio para maniobrar en todas direcciones. Vestía un traje gris de corte perfecto y parecía más alto de lo que Vicary, recordaba. El director general permanecía sentado en el espléndido sofá, entrelazados los dedos como si estuviese entregado a la oración, y los ojos fijos en un punto preciso de la alfombra persa. Boothby alargó la mano como una bayoneta y avanzó hacia Vicary. La caótica sonrisa que decoraba el semblante de Boothby no permitió a Vicary estar seguro de si el hombre pensaba abrazarle o atacarle. Y tampoco estaba seguro de a cuál de las dos intenciones temía más.

Lo que hizo Boothby fue estrechar la mano de Vicary, con un afecto un tanto excesivamente cordial, y posó su manaza en el hombro de Vicary. Estaba caliente y húmeda, como si acabase de jugar una manga de tenis. Sirvió personalmente una taza de té a Vicary y formuló unos comentarios triviales mientras Vicary fumaba un cigarrillo. Luego, con gran prosopopeya, sacó de un cajón el informe final de la investigación y lo depositó encima de la mesa.Vicary se negó a mirarlo directamente.

Boothby tuvo un placer enorme en explicar a Vicary que no le estaba permitido leer el informe del análisis de su propia operación. A pesar de todo, mostró a Vicary una saneada carta de una página redactada con la intención de «condensar y resumir» el contenido del informe. Vicary sostuvo la hoja con ambas manos, tensándola como si fuera un tambor, al objeto de que no se agitara mientras la leía. Era un documento obsceno y detestable, pero ponerlo en tela de juicio no merecía la pena. Se lo devolvió a Boothby,le estrechó la mano, hizo lo propio con el director general y salió.

Vicary bajó la escalera. Había alguien en su despacho. Harry estaba allí, con una fea cicatriz surcándole la mandíbula. Vicary no era propenso a las despedidas prolongadas. Contó a Harry que le habían despedido, le dio las gracias por todo y le dijo adiós.

Llovía otra vez y la temperatura era fría para estar en junio. El jefe de Transportes le ofreció un coche. Vicary declinó cortésmente el vehículo. Abrió el paraguas y emprendió el regreso a Chelsea bajo el torrencial aguacero.

Pasó la noche en su casa de Chelsea. Se despertó al amanecer. La lluvia repiqueteaba contra las ventanas. Era el 6 de junio. Encendió la radio, sintonizó la BBC para escuchar las noticias y se enteró de que la invasión estaba en marcha.

Vicary salió al mediodía; esperaba ver grupos de gente nerviosa y ávida de hacer comentarios, pero en Londres reinaba una quietud mortal. Unas pocas personas se habían aventurado a salir de compras, unas cuantas más entraban a rezar en las iglesias. Los taxis atravesaban las calles vacías, en busca de pasaje.

Vicary vio londinenses que iban a sus tareas del día. Le entraron ganas de correr tras ellos, sacudirlos y luego decir: «¿No saben lo que está sucediendo? ¿No se dan cuenta de lo que pasa? ¿No saben las astucias e iniquidades que hicimos para engañarlos? ¿No saben lo que me han hecho a mí?».

Cenó en la taberna de la esquina y escuchó los optimistas boletines de noticias que emitió la radio. Aquella la noche, de nuevo solo, oyó la alocución que el rey dirigió al país y luego se fue a la cama. Por la mañana, tomó un taxi, se dirigió a la estación de Paddington y tomó el tren de regreso a Gloucestershire.

Poco a poco, hacia el verano, sus días fueron adoptando una meticulosa rutina.

Se levantaba temprano y leía hasta la hora del almuerzo, almuerzo que tomaba diariamente en la Eight Bells del pueblo: pastel de verdura, cerveza, carne cuando figuraba en el menú. Desde la Eight Bells emprendía su marcha forzada cotidiana por los caminos azotados por el viento que circundaban el pueblo. De día en día tardaba menos tiempo en aclarar las telarañas de su destrozada rodilla y para el mes de agosto ya cubría a pie dieciséis kilómetros todas las tardes. Renunció a los cigarrillos y adoptó la pipa. Los rituales de la pipa -cargarla, limpiarla, encenderla, volverla a encender- encajaban perfectamente en su nueva vida.

Ignoraba con exactitud el día en que sucedió, el día que todo desapareció de su pensamiento consciente: el exiguo despacho, el repique de los teletipos, la inmunda comida de la cantina, el demencial léxico del lugar. Doble Cruz… Mulberry… Fénix… Timbal. Hasta Helen retrocedió a una cámara sellada de su memoria, donde ya no podía hacer más daño. Alice Simpson empezó a acudir los fines de semana y a principios de agosto se quedó una semana entera.

El último día del verano se vio dominado por la suave melancolía que aqueja a la gente del campo cuando la estación cálida termina. Era un glorioso crepúsculo, líneas púrpura y naranja se alternaban en el horizonte y en el aire se cernía la primera dentellada del otoño. Hacía mucho tiempo que desaparecieron las prímulas y las campanillas. Recordó una tarde como aquella cuando Brendan Evans le enseñaba a montar en motocicleta por los senderos de los pantanos. Aún no hacía bastante frío para encender fuego, pero desde su atalaya en la cima del monte podía ver las chimeneas del pueblo por las que se elevaba el humo y saborear el acre efluvio de la madera verde que flotaba en el aire.