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Sus ojos eran los más aterradores que había visto nunca. Frío acero. Un glaciar, tan helado que sentía como si el frío quemara su piel dondequiera que su mirada la tocara. No había misericordia. Ninguna compasión. Los ojos de un asesino. Duros, vigilantes y totalmente sin emoción. Parecían grises, pero eran bastante claros para ser plateados. Sus pestañas eran negro azabache como su cabello. Su cara debería haber sido hermosa -estaba construida con cuidado y atención a los detalles y a la estructura ósea- pero varias cicatrices brillantes y rígidas entrecruzaban su piel, bajando desde debajo de ambos ojos hasta su mandíbula y a través de sus mejillas hasta su frente. Una cicatriz cortaba sus labios, casi cortándolos por la mitad. Las cicatrices bajaban por su cuello y desaparecían en su camisa, creando una máscara inexorable, un efecto Frankenstein. Los cortes eran precisos y fríos y habían sido obviamente inflingidos con gran cuidado.

– ¿Has mirado bastante o necesitas un poco más de tiempo?

Su voz hizo que sus dedos del pie quisieran curvarse. Su reacción hacia él era perturbadora y nada en absoluto la de un soldado -estaba reaccionando enteramente como una mujer, y nunca había sabido que eso fuera posible. No podía apartar su mirada de la suya, y antes de que pudiera detenerse, las puntas de sus dedos trazaron una rígida cicatriz bajando por su mejilla. Se reforzó para el contragolpe psíquico el violento ataque de sus pensamientos y emociones, los fragmentos de vidrio en su cráneo que siempre acompañaban al toque, e incluso la cercana proximidad a otros, pero solo podía sentir el calor de su piel y los bordes duros que habían sido cortados en ella.

Le cogió la muñeca, el sonido fuerte de carne golpeando carne.

Su puño era como unas tenazas, pero a pesar de todo eso, sorprendentemente gentil.

– ¿Qué estás haciendo?

Ella tragó el nudo de su garganta que amenazaba con ahogarla. ¿Qué estaba haciendo? Este hombre era su enemigo. Más importante, era un hombre y detestaba a los hombres y todo lo que ellos significaban. Podía respetar y admirar a los soldados, pero no se relacionaba con ellos cuando estaban fuera de servicio. Los hombres eran bestias sin lealtad, a pesar de la camaradería entre los soldados. No iba a sentir compasión por el enemigo, especialmente uno que obviamente no podía sentir simpatía por los otros. Era probablemente un interrogador, un sádico inclinado a herir a otros de la manera en que él había sido herido.

Debería haber soltado el brazo, pero se sentía impotente para hacer algo que lo apaciguara. Su máscara era solo eso, una capa sobre la extraña belleza masculina de su cara. Parecía tan solo. Tan incomunicado y distante.

– ¿Todavía duele? -El pulgar se deslizó en una pequeña caricia sobre su brazo donde las bordes continuaban. Su voz era extrañamente ronca y no tenía idea de lo que iba a hacer, solo que cuando le tocaba, el dolor de su cuerpo retrocedía y todo lo femenino dentro de ella se extendía hacia este único hombre.

Él parpadeó. Su única reacción. No hubo cambio en su expresión. Ninguna sonrisa. Nada excepto esa pequeña bajada de pestañas. Pensó que quizás había tragado, pero él giró la cabeza ligeramente, sus peculiares ojos claros vagando por su cara, viendo dentro de ella, viendo cuan vulnerable se sentía, más mujer que soldado, medio avergonzada, medio hipnotizada.

Se dio cuenta de que él no había alejado el brazo. Era como tocar a un tigre, una experiencia salvaje y estimulante. Engatusó su cooperación con esa pequeña caricia, la almohadilla del pulgar acariciando suavemente de aquí para allá sobre esas terribles e implacables cicatrices, evitando que girara y quizás la matara con un golpe, o se marchara corriendo a la maleza, para siempre perdido antes de que ella pudiera descubrir sus secretos y conocer al hombre detrás de la máscara. Él tembló, la más pequeña de las reacciones, pero ella la sintió, lo bastante como un salvaje depredador estremeciéndose bajo un primer toque.

Él giró la mano, envolviendo sus dedos alrededor de los suyos, acallando efectivamente sus esfuerzos. Otra vez, ella fue golpeada por la gentileza de su toque. No había conocido gentileza en su vida. Nunca había tocado a otro ser humano de la manera en que lo tocaba a él. Miró hacia abajo a sus manos unidas y vio las cicatrices subiendo por su brazo y su manga. El momento parecía de algún modo surrealista y lejano a ella. Su vida había sido llenada con entrenamiento y ejercicio, un estrecho túnel de habilidad y poco más que el deber. La vida de él parecía exótica y misteriosa. Había una riqueza de conocimiento detrás de esos fríos ojos. Había algo caliente y peligroso ardiendo bajo el glaciar de hielo que la llamaba.

El pulgar se deslizó sobre la sensible piel del interior de su muñeca. Una simple caricia. Ligera como una pluma. Ella sintió el espasmo en su matriz. Su toque era eléctrico. La seda lisa de su piel en contraste con las violentas cicatrices de él. Ella no estaba sin defectos, pero ese pequeño toque la hizo sentirse perfecta y hermosa cuando nunca se había sentido de esa manera. No estaba entera ni completa, pero él la hacía sentirse así cuando nada lo había hecho.

Donde el pulgar pasaba por su piel, diminutas llamas lamían y se extendían hasta que sintió la quemadura ascendiendo a sus pechos y bajando hasta la unión entre sus piernas. Un toque. Eso era todo y ella era totalmente consciente de él como hombre y de si misma como mujer. Arrancó la mano, afligida por la ruptura del contacto, pero atemorizada de revelar demasiado de si misma.

Su mirada permaneció fija en la suya como si él la mantuviera allí despiadadamente, en el punto de mira brillante. Trató de no estremecerse, trató de no humedecer sus repentinamente secos labios. Había sido interrogada cientos de veces, más incluso, y nunca se había sentido tan nerviosa.

– ¿Por qué quieres matar al senador? -Su voz era templada, no acusadora, la inflexión casi suave.

La pregunta la sacudió. Le miró fijamente, frunciendo el ceño, tratando de asimilar por qué preguntaría tal cosa.

– Tú estabas allí para matar al senador. Estábamos protegiéndole.

– Si tu estabas allí para protegerle, ¿por qué todo tu equipo le dejó atrás cuando te capturamos?

Se mordió el labio. No sabía como podía estar él genéticamente realzado sin ser parte de su unidad, una unidad especial del ejército designada para operaciones secretas, pero nunca le había visto antes. Y él estaba realzado. Podía sentir la fuerza y el poder en él incluso sin contacto físico.

– No puedo responder a eso -dijo verdaderamente.

– ¿No estabas allí para asesinar al senador?

– No, por supuesto que no. Éramos su equipo protector.

– Un equipo protector no se retira y abandona al cliente cuando uno de su equipo ha causado baja o es capturado. Tu unidad hizo justamente eso.

– No puedo responder por mi unidad.

– ¿Por qué pensaste que estábamos allí para matar al senador?

Sin su toque, el dolor la rodeaba otra vez. Su pierna lo bastante mal herida como para traer lagrimas ardientes detrás de los ojos. Se arriesgó a mirarla. La pierna estaba hinchada, pero había sido atendida. Sus ropas habían sido cortadas, lo cual quería decir: no armas escondidas. Solo llevaba una larga camiseta y su ropa interior.

– ¿Voy a perder la pierna?

– No. Nico trabajó en ti antes de que el doctor llegara. Estarás bien. Tu mano también está rota. No me diste mucha opción. ¿Por qué trataste de matarte si estabas aquí para proteger al senador?