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– Mire -dijo, apartando de sí aquellos pensamientos-, no tenemos por qué ser enemigos.

– Oh, sí, claro que sí.

Maldita fuera. Era muy testaruda. Durante diez años, había formado parte de la élite de su deporte. Había ganado cientos de competiciones. Había salido en anuncios de revistas y había celebrado fiestas con los famosos más glamurosos. El año anterior había sido nombrado el soltero más sexy de toda California. Tenía dinero, encanto y todas las mujeres que pudiera desear. Entonces, ¿por qué le torturaba el desprecio de Bella Cruz?

Porque ella lo intrigaba… y lo atraía. Algo que, en cierto modo, le resultaba familiar.

Contuvo el aliento. Entonces, apoyó las dos manos sobre el mostrador y la miró a los ojos.

– Se trata tan sólo de paredes y ventanas, señorita Cruz… ¿o puedo llamarla Bella?

– No, no puede. Y le aseguro que no se trata tan sólo de paredes y ventanas -dijo extendiendo los brazos como si estuviera físicamente tratando de abrazar el edificio entero-. Este lugar tiene historia. Toda la ciudad la tenía. Hasta que se presentó usted, claro está.

Bella le dedicó al mismo tiempo una mirada de hielo y fuego. Impresionante. Llevaba meses intentando ganarse a Bella Cruz. Todo habría sido mucho más fácil si ella hubiera accedido a una agradable relación laboral. Ella tenía amigos en Morgan Beach y era una empresaria de éxito. Además, maldita fuera, a las mujeres siempre les gustaba él.

– La historia de la ciudad sigue presente -afirmó Jesse-, junto con los edificios que no se vayan a desmoronar con la más mínima brisa.

– Sí, claro. Usted es un verdadero filántropo.

Jesse se echó a reír.

– Simplemente estoy tratando de dirigir un negocio -respondió. Inmediatamente se sintió horrorizado por las palabras que acababa de pronunciar. ¿Cuándo se había convertido en uno de sus hermanos? ¿O en su padre?

– No. Lo que está usted tratando de hacer es dirigir el mío.

– Créame si le digo que no tengo ningún interés en su empresa.

Mientras respondía, Jesse miró detrás de ella, donde colgaba de la pared uno de los trajes de baño a medida que diseñaba. Su empresa estaba dirigida a los hombres. Sabía perfectamente lo que un cliente estaba buscando, pero no tenía ni idea de lo que buscaban las mujeres y no ampliaría su negocio hasta que lo supiera. Aunque sus socios y sus empleados estaban tratando de convencerlo para que incluyera prendas femeninas entre sus productos, él se resistía. No sabía qué era lo que preferían las mujeres. Bella Cruz podía quedarse con la porción del mercado que le correspondía a las mujeres.

– Entonces, ¿qué hace aquí? Aún faltan tres semanas para que tenga que pagarle la renta.

– Qué afectuosa. Qué acogedora -replicó él. Aquella mujer estaba decidida a odiarlo. Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y se dispuso a examinar lo que contenían las estanterías.

– Soy ambas cosas. Pero con mis clientes -le espetó Bella.

– Sí, ya se nota. La tienda está tan llena que casi no puedo andar.

Ella contuvo el aliento con aire digno.

– El verano ha terminado. Ahora las ventas bajan un poco.

– Qué raro. Todo el mundo dice que el negocio le va genial.

– ¿Acaso le preocupa la renta que tiene que cobrarme?

– ¿Debería preocuparme?

– No -respondió Bella rápidamente-. Tengo una clientela pequeña, pero leal.

– Hmm.

– Es usted imposible.

Al menos, eso fue lo que a Jesse le pareció que ella musitaba. Sonrió. Le agradaba saber que la estaba afectando tanto como ella a él.

Al otro lado, Morgan Beach seguía su curso. Era ya casi mediodía y los surfistas estaban dando el día por terminado, Jesse sabía bien que las mejores olas eran poco después del alba, antes de que hubiera demasiados niños, madres y aspirantes a surfistas con sus pequeñas tablas.

La gente estaba fuera, disfrutando del día, mientras él estaba en una tienda de ropa femenina, hablando con una mujer que bufaba cuando lo veía. Ahogó un suspiro de impaciencia.

Examinó la tienda. De las paredes de color crema colgaban trajes de baño y pósteres enmarcados de algunas de las mejores playas del mundo. El había cabalgado las olas en la mayoría de ellas. Durante diez años no había salido del agua. Se había dedicado a recoger trofeos, cheques y la atención que le dedicaban las bellas señoritas que seguían el circuito.

Un ocasiones, lo echaba de menos. Como en aquel instante.

– Bueno, dado que soy su casero, ¿por qué no tratamos de llevarnos bien?

– Usted sólo es mi casero porque los hijos de Roben Towner le vendieron este edificio cuando él murió. El me había prometido que no lo harían, ya ve -dijo, con la voz teñida de tristeza-. Me prometió que podría quedarme aquí otros cinco años.

– Eso no constaba en su testamento -le recordó Jesse mientras se volvía para mirarla-. Sus hijos decidieron vender. Eso no es culpa mía.

– Por supuesto que lo es. ¡Les ofreció una pequeña fortuna por este edificio!

– Sí. Fue un buen negocio -replicó él con una sonrisa.

Bella ahogó un suspiro. Jesse King era el dueño del edificio, a pesar de las promesas de Robert.

Robert Towner fue un encantador anciano que había sido como su padre. Tomaban café todas las mañanas y cenaban al menos una vez por semana. Bella lo había visto con más frecuencia que sus hijos y había esperado comprarle el edificio algún día. Desgraciadamente, Robert murió en un accidente de coche hacía ya casi un año y no había hecho disposición alguna para ella en su testamento.

Aproximadamente un mes después de la muerte de Robert, sus hijos le vendieron el edificio a Jesse King. A Bella le preocupaba su futuro desde entonces. Robert le había mantenido el alquiler bajo para que ella pudiera mantener su tienda en un lugar tan privilegiado. Sin embargo, estaba convencida de que Jesse King no iba a hacer lo mismo.

El estaba realizando «mejoras» por todas partes y no tardaría en subir los alquileres para sufragarlas. Eso significaba que ella tendría que dejar la calle principal de Morgan Beach y perdería al menos un cuarto de su volumen de negocios, dado que muchos de sus clientes eran personas que iban o venían de La playa.

Jesse King lo iba a estropear todo, como había hecho tres años atrás. Él no recordaba nada. Canalla.

Bella necesitaba desesperadamente darle una patada a algo, preferentemente a su nuevo casero. Jesse King esperaba que el mundo girara o se detuviera cuando él lo deseara. El problema era que, la mayoría de las veces, conseguía plenamente sus propósitos.

El la miró por encima del hombro y sonrió.

– Le resulto muy irritante a nivel personal, ¿verdad? Es decir, hay algo más que el hecho de que yo me haya hecho con todos los locales de la calle principal de esta ciudad, ¿no es así?

Así era. El hecho de que Jesse ni siquiera supiera la razón por la que lo odiaba tanto le resultaba aún más irritante. No podía ser ella quien le recordara lo que, evidentemente, había olvidado.

– ¿Que es lo que quiere, señor King?

El frunció ligeramente el ceño.

– Bella, nos conocemos desde hace demasiado tiempo como para andarnos con tanta ceremonia.

– No nos conocemos en absoluto -lo corrigió ella.

– Y sé que adoras tu tienda -dijo él, y regresó al mostrador. Y a ella.

¿Por qué tenía que oler tan bien? ¿Por qué tenían que ser sus ojos tan azules como el profundo océano? ¿Y acaso era necesario que se le formaran hoyuelos en las mejillas cuando sonreía?, se preguntó Bella.

– Aquí tienes cosas muy bonitas -comentó él, mirando la vitrina que ella había estado colocando-. Tienes buen ojo para el color. Creo que tú y yo nos parecemos mucho. Mi empresa manufactura trajes de baño. La tuya también.

Bella se echó a reír.