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– Mi puerta estará abierta.

– Bien. -Drusilla aferró la mano de Agatha y le dio un firme apretón-. Estoy segura de que eso es todo lo que hará falta. En cuanto las mujeres se reúnan y vean que no están solas en la lucha contra el alcohol, la sorprenderán con su solidez y su apoyo. -Retrocedió, y se acomodó los guantes-. Bien. -Levantó la maleta-. Tengo que encontrar hotel, y después recorrer el pueblo para determinar con exactitud los once objetivos de nuestra cruzada. Luego, tengo que visitar al ministro, el Reverendo…

– Clarksdale -apuntó Agatha-. Samuel Clarksdale. Lo encontrará en la pequeña casa de madera, en el ala norte de la iglesia. No puede equivocarse.

– Gracias, Agatha. Hasta el domingo, pues.

Un movimiento rápido, un gesto ceremonioso, y se fue.

Agatha quedó inmóvil. Se sentía como si acabara de atravesarla una tormenta estival. Pero cuando miró alrededor, las cosas estaban en su lugar. El piano tintineaba al otro lado de la pared. Afuera, en la calle, ladraba un perro. Pasaron un caballo con el jinete tras las cortinas de encaje. Agatha apretó una mano sobre el corazón, exhaló y se dejó caer en la silla. Miembro, sí. Pero organizadora, no. No tenía el tiempo ni la vitalidad para ponerse a la cabeza de la organización local por la templanza. Mientras seguía pensando en el tema, llegó Violet Parsons a trabajar.

– ¡Agatha, lo he escuchado todo! ¡Tt-tt! -Violet era de esas personas que ríen entre dientes. Era el único rasgo de ella que a Agatha le disgustaba. Ya era una mujer de cabello blanco como la nieve y con más arrugas que un pergamino, y tendría que haber perdido ese hábito mucho tiempo atrás. Pero lo hacía constantemente, como un mono de organillero-.Tt-tt-tt. Oí decir que te enfrentaste con el dueño en los escalones mismos de entrada a la taberna. ¿Cómo tuviste el coraje de intentar detenerlo?

– ¿Tú qué habrías hecho, Violet? Perry White y Clydell Hottle ya venían corriendo, con la esperanza de ver desde más cerca esa pintura pagana.

Violet se llevó cuatro dedos a los labios.

– ¿En serio es un cuadro de una… tt-tt-tt… -la risita se transformó en un susurro-…dama desnuda?

– ¿Una dama? Violet, si está desnuda, ¿cómo puede ser una dama?

Los ojos de Violet adquirieron un brillo malicioso:

– ¿Estaba realmente… -otra vez el susurro-…desnuda?

__Como un pájaro desplumado. Por eso, justamente,

me metí.

__Y el señor Gandy… tt-tt-tt… ¿En serio te tiró al barro?

Violet no pudo evitarlo: sus ojos, del mismo color que el vestido de Agatha, chispeaban cada vez que se mencionaba al señor Gandy. Aunque nunca se había casado, jamás dejó de desearlo. Desde la primera vez que vio a Gandy caminando por la calle con una sonrisa seductora, comenzó a comportarse como una idiota. Aún lo hacía cada vez que le echaba un vistazo, y esto siempre sacaba de quicio a Agatha.

– Las noticias vuelan.

Violet se ruborizó.

– Pasé por la tienda de Harlorhan a buscar un dedal nuevo. Sabes que ayer perdí el mío.

¿El incidente ya se comentaba en Harlorhan's Mercantile? Qué inquietante. Agatha sacó el dedal y lo apoyó con un golpe sobre el mostrador de cristal.

– Yo lo encontré debajo del sombrero de paja en que estabas trabajando. ¿Y de qué otra cosa te enteraste en Harlorhan?

– ¡Que Drusilla Wilson está en el pueblo y que pasó casi una hora en esta misma tienda! ¿Lo harás?

– ¿Qué cosa?

A Agatha la ofendía la suposición de Violet de que ella sabía todo lo que se hablaba cada mañana en el negocio de Harlorhan. A Violet, en cambio, los chismes le encantaban.

– Hacer aquí una reunión de templanza.

Agatha se irguió.

– ¡Cielos! Esa mujer salió de aquí hace menos de quince minutos, ¿y ya te enteraste de eso en Harlorhan?

– Bueno, ¿lo harás?

– No, no exactamente.

– Pero eso es lo que se dice.

– Acepté dejar que la señorita Wilson la haga aquí, eso es todo.

Violet se quedó petrificada y los ojos se le pusieron redondos y azules como bolas.

– Dios, es bastante.

Agatha se acercó al escritorio, confundida, y se sentó.

– Él no hará nada.

– Pero es nuestro nuevo patrón. ¿Y si nos echa?

Agatha levantó el mentón en gesto desafiante.

– No se atreverá.

Pero ya se le había ocurrido a LeMaster Scott Gandy.

Estaba de pie junto a la barra, una bota en el riel de bronce, escuchando los comentarios atrevidos de los hombres acerca de la pintura. Teniendo en cuenta la hora, había bastante actividad. Las noticias volaban en un pueblo tan pequeño. El local estaba abarrotado de varones curiosos, que querían echarle un vistazo al desnudo. Cuando llegaron Jubilee y las chicas, el negocio floreció todavía más.

Sin embargo, la sombrerera de boca de miel seguía fastidiándolo. Gandy se puso ceñudo. Si se lo proponía esa mujer era capaz de convertirse en un estorbo infernal. Con una sola como ella bastaba para agitar a todas las habitantes femeninas de un pueblo y que comenzaran a molestar a sus esposos en relación con las horas que pasaban en la taberna. Si la inquietaba la pintura, las chicas la indignarían.

Gandy bajó más sobre los ojos el ala del Stetson y apoyó a los codos en la barra, detrás de él. Pensativo, contempló el local de Heustis Dyar, al otro lado de la calle tranquila, y se preguntó cuándo empezaría a llegar el ganado. Sólo entonces comenzaría la verdadera diversión. Cuando esos vaqueros bullangueros, sedientos, invadiesen el pueblo, lo más probable era que la pequeña benefactora de al lado hiciera sus maletas y se fuese con viento fresco, y entonces las preocupaciones de Gandy habrían acabado.

Sonrió para sí, sacó un puro del bolsillo del chaleco y encendió la cerilla en el tacón de la bota. Pero antes de que pudiese usarla, el motivo de sus preocupaciones, la propia «Dos Zapatos», se materializó desde la puerta vecina y pasó ante la taberna. No fueron más de cinco segundos el tiempo en que la cabeza y los zapatos fueron visibles por encima y por abajo de las puertas batientes, pero bastaron para que Gandy advirtiese que no caminaba normalmente. La cerilla le quemó los dedos. Maldijo y la tiró, corrió hacia la puerta y se situó de costado, a la sombra. La observó andar por la acera. Oyó el sonido de arrastre que producían los zapatos. Empezó a sentir calor en el cuello. Cinco puertas más allá, la vio descender unos escalones, aferrándose con fuerza al pasamanos. Pero, en lugar de cruzar por las piedras como lo hacían todas las señoras, se alzó las faldas y caminó con esfuerzo por el lodo, hasta el otro lado.

– Dan -llamó Gandy.

– ¿Qué pasa?

Loretto no alzó la vista. Abrió el mazo de naipes en forma de cola de pavo real, y después lo juntó bruscamente. Era demasiado temprano para juegos de azar, pero Gandy le había enseñado a mantener los dedos ágiles en todo momento.

– Ven aquí.

Loretto acomodó el mazo y se levantó de la silla con el mismo movimiento fluido que tanto admiraba en su patrón.

Se acercó a espaldas de Gandy, junto a la puerta vaivén.

– ¿Qué, patrón?

– Esa mujer. -Agatha Downing había llegado al otro extremo de la calle y se esforzaba por subir a la acera, apretando un lío de ropa que se parecía sospechosamente al vestido gris que había usado antes. Al ver las faldas limpias que llevaba, ahora azules, Gandy se puso ceñudo. Las faldas se removían a cada paso de manera antinatural-. ¿Está cojeando?

– Sí, señor, ya lo creo.

– ¡Buen Dios! ¿Yo le hice eso?

Gandy parecía espantado.

– En absoluto. Cojea desde que la conozco.

Gandy volvió la cabeza en forma repentina.