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El viejo estaba de nuevo delante del Federal Hall, con los ojos lagrimosos y la barba rala, una vez más con el cartelón sobre la cabeza: bancos, tanques, corporaciones. El rótulo estaba hecho de estrechas lamas de madera, unidas unas a otras, con lo que resultaba relativamente firme incluso ante el viento cuando soplaba. Lyle cruzó la plaza en diagonal hacia la Bolsa. El aire ya estaba caldeado. A la hora del cierre de los negocios, todo el mundo buscaría a la desesperada lugares donde esconderse. En el distrito financiero todo tendía a desplazarse más allá de los limites de lo aceptable. Los edificios altos y apiñados contenían los objetos, reflectaban unos en otros el calor, canalizaban las ráfagas de viento oceánico durante todo el invierno. Era un ambiente de prueba también para los estados de ánimo extremos, mujeres con carros de la compra llenos de basura, un hombre que arrastraba un colchón, borrachuzos de a pie que llegaban desde la zona portuaria, desde los cráteres de los solares en construcción cerca del Hudson, gente que iba descalza por la calle, amputados, lisiados, friquis, hombres que se separaban de grupos de hombres que dormían sobre cajones de pescado, bajo los pasos elevados, y que cojeaban al deambular por delante de los terraplenes, el helipuerto, Broad Street, andrajos vivientes. Lyle pensaba en tales individuos como si fuesen infiltrados en el distrito. Elementos que se habían filtrado. Innominados despliegues de existencia. El recurso de la locura y la sordidez como textos para la denuncia del capitalismo no le parecía que encajase, y ello a pesar de las apariencias. Era otra cosa lo que habían terminado por significar tales hombres y mujeres que gritaban a voz en cuello y arrastraban el vómito pegado a los pies. EÍ que portaba el cartel a la entrada del Federal Hall no formaba parte de todo aquello. Estaba en su contexto, profesaba a las claras su oposición.

Lyle charló de cualquier intrascendencia con los demás ocupantes de su cabina. Encima de un teléfono, pegada a la pared con celo, se veía una hoja con la porra correspondiente a un partido de béisbol. El parqué empezaba a llenarse. Por lo genera!, la gente estaba animada. Se respiraba una sensación de cordura incluso en los momentos de máximo desatino. Todo estaba ensayado a fondo. Había reglas, criterios, costumbres. En medio del ruido electrónico era posible sentir que uno formaba parte de una sobrecogedora e intrincadísima búsqueda de orden, de elucidación, de identidad entre los elementos constitutivos de un sistema. Todo el mundo hacía un reconocimiento del terreno en pos de un cierto equilibrio. Tras los gritos de los brokers, las estimaciones, las pujas, la cadencia y el soniquete de una subasta, siempre se hallaba un precio final, bueno o malo, y una nivelación de los deseos de las criaturas de este mundo. Los integrantes del parqué eran gente práctica, realista. Se gastaban bromas pesadas. No se internaban más allá de los márgenes de las cosas. Lyle se preguntaba qué parte del mundo, el lugar del que compartían una lúcida visión, era la que aún le estaba adjudicada para vivir.

Momentos antes de mediodía algo sucedió cerca del puesto 12. A Lyle al principio le pareció un alabeo indistinto, un hundimiento del patrón habitual. Percibió la prisa, una turbulencia desacostumbrada, gente que se apiñaba y miraba en derredor. Reparó en el ruido agudo y seco que había oído momentos antes: un disparo. Armas de pequeño calibre, pensó. Hubo otra ráfaga de actividad, esta vez más deslavazada, en el puesto 4, más cerca de donde se hallaba Lyle, no lejos de la entrada al anexo de la sala azul. Un griterío, unos cuantos individuos, incertidumbre, las voces atrapadas en un saludo ^de cortés sobresalto. Vio la primera acción clara, hombres que se desplazaban deprisa en medio de la masa, de costado, sorteando a la gente, tratando de abrirse paso a la fuerza. Iban persiguiendo a alguien. Quienquiera que fuese se aproximó a la entrada de la sala azul. Allí reinaba una total confusión. Un guarda jurado pasó rozándolo. Era imposible correr en medio del gentío. Todo el que se desplazaba deprisa lo hacía de costado o de tres cuartos, pasito a paso. Sonó el gong electrónico. En el otro extremo de la sala vio algunas cabezas que subían y bajaban por encima de la muchedumbre, una fila entera: los perseguidores. Los que se hallaban en la sala azul no sabían adonde mirar. Una joven, una mensajera de traje de chaqueta azul, se tapó la boca con el papel que llevaba en ese momento a algún lugar. Lyie se volvió en redondo y se dirigió al puesto 12. Allí había un cuerpo tendido. Alguien le practicaba el boca a boca. La sangre se extendía sobre el pecho de la víctima. Lyle vio a un hombre apartarse de un reguero que se extendía por el suelo. Allí, todos parecían muy atentos. La quietud se había adueñado del lugar. Era la zona más calma de todo el parqué.

Entrada esa misma tarde se tomó una copa con Frank McKechnie en un bar no lejano de la Bolsa. McKechnie empezaba a tener pinta de ser el chófer personal de algún zar del crimen organizado. Era bajo y fornido, estaba cada vez más canoso, y sus prendas de vestir a duras penas soportaban el empuje de firmeza y de anchura que había experimentado a lo largo de los últimos años. Fumaron en silencio unos momentos, mirando las filas de botellas. McKechnie había pedido dos cañas frías con ademán casi beligerante.

– ¿Qué sabemos de momento?

– George Sedbauer.

– No me suena -dijo Lyle.

– Yo conocía a George. Era un tipo interesante. Con encanto. Capaz de encandilar al más pintado. Pero tenía casi un don especial para meterse en complicaciones. Era como si se desviviera por meterse en líos. Sí no hallaba una manera de meterse en líos, se la inventaba. Con la Comisión tuvo líos en bastantes ocasiones. George era un tipo que caía bien, aunque nunca se supiera de qué pie cojeaba.

– Hasta ahora.

– Ahora lo sabes.

– He oído que pillaron al tipo en Bridge Street, ¿no?

– Lo pillaron en la sala de las obligaciones del Estado. Nunca pudo llegar a la calle.

– Tengo entendido que fue en la calle.

– Sólo llegó a la sala de obligaciones -afirmó McKechnie-. Al que te haya hablado de Bridge Street dile que es un mentiroso y un sinvergüenza.

– Tengo entendido que logró salir.

– Fantasías.

– Un rosario de falsedades, ¿no?

– ¿Qué has sabido de su identidad?

– Nada -repuso Lyle.

– Me alegro, porque no hay nada que saber. Según lo que se sabe, es como si no hubiera existido hasta hoy mismo. Por cierto, ¿cuándo cono vas a venir a cenar con nosotros, con tu señora esposa y toda la pesca?

– Últimamente apenas salimos.

– MÍ mujer sigue haciéndose las pruebas.

– Es como si nos costara salir. No nos organizamos nada bien. Si yo soy un desastre, ella ni te cuento. Pero descuida; ya nos organizaremos cualquier día de estos.

– Lyle, ¿tú estás seguro de que estás casado? Se cuenta por ahí que tienes alguna historia, sólo que con tantas mujeres, y en tantos sitios a la vez, que es imposible que además estés casado. Eso se cuenta, vaya.

Lyle pestañeó mirando su cerveza y sonrió para sus adentros.

– Tengo entendido que llevaba una chapa de visitante.

– Correcto -dijo McKechnie.

– ¿Y visitante de quién? Es obvio que de eso se trata.

– Fue a visitar a George Sandbauer.

– Eso no lo sabía.

– George se lo encontró en el parqué.

– Pues no queda más remedio que preguntarse por qué, si se conocían, el tipo le pegó un tiro allí mismo, en vez de hacerlo en alguna callejuela.

– A lo mejor no tenía planeado pegarle un tiro.

– Tuvieron una discusión -dijo Lyle.

– Tuvieron una discusión y el tipo saca el arma. Que, por cierto, se ha encontrado por ahí. Una pistola de juez de atletismo, pero con el cañón ahuecado para disparar munición del calibre veintidós.

– ¿Cómo es posible tener una discusión en pleno parqué con un tipo de fuera? ¿Quién tiene tiempo para ponerse a discutir con alguien que, además, resulta que es tu visitante?

– No todo el que entra con una chapa de visitante es tu cuñada recién llegada de East Hartford. Es posible que George tuviera algunos amiguetes interesantes.

Con el dedo índice, McKechnie hizo un movimiento en zigzag sobre los vasos. El camarero se dirigió hacia ellos, aunque hablando con otro cliente por encima del hombro.

– Sabes bien lo que todo esto significa, ¿sí o no?

– Dímelo tú, Frank.

– Significa que instalarán uno de esos aparatos de detección de metales y todos tendremos que pasar por el aro al entrar en el parqué. Odio esos malditos artilugios. Te pueden dañar gravemente la médula ósea, ¿lo sabías? Bastante asquerosa es la vida que llevo ya.

3

Lyle estaba sentado en su casa junto a la ventana, en vaqueros y camiseta, descalzo, bebiendo una cerveza irlandesa.

Pammy compró fruta en un puesto callejero. Le encantaba la pinta de la fruta en las cajas, al aire libre, las ' hileras superpuestas de melocotones y de uvas. Comprar fruta fresca le hacía sentirse bien. Era un acto de excelencia moral. Estaba deseando llegar a casa con las uvas, colocarlas en un frutero y rociar los racimos con abundante agua fría. Le producía un gran placer sopesar los racimos con ambas manos, notar el agua que los enfriaba. Y luego, los melocotones. El tacto de los melocotones.

Lyle recordó haber visto algunas monedas sueltas en el dormitorio. Fue allí. Los encontró al cabo de diez minutos. Tres monedas de un centavo sobre una caja de Kleenex color cobre y castaño. Oyó a Pam sacar las llaves del bolso. Apiló las monedas sobre la cómoda. Las fichas de transporte en el lado derecho, las monedas en el izquierdo. Volvió a la ventana.

Pammy tuvo que dejar la bolsa de la fruta antes de lograr abrir la puerta. Se acordó de lo que le había inquietado, la vaga presencia. Su vida. Detestaba su vida. Era una cosa de medio pelo, una molestia menor. Tendía a olvidarla a la primera de cambio. Cuando se acordaba de lo que había estado pensando, se daba por satisfecha al recordarlo y aliviada en el fondo de que no fuese nada peor. Empujó la puerta del apartamento.