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– Creo que ya entiendo lo que quieres decir -dijo Pammy.

– ¿Lo entiendes o lo atisbas? -Creo que lo atisbo.

– Ya encontraremos un taxi en la calle, Jack. Seguro que nuestra botella de vino sigue en el asiento de atrás. Asi se cerrará el círculo. Yo creo en los círculos cerrados.

– Jack, feliz cumpleaños, te lo deseo de todo corazón.

– Sólo he procurado agarrarme una buena.

– No es preciso que pidas disculpas -dijo ella-. Dile a tu amigo que creo haber entendido a qué se refiere.

– Pues yo no -dijo Jack.

En el dormitorio, Lyle veía la televisión. Entró Pammy, se sentó a los pies de la cama, donde antes se había vestido, y se desnudó. No tenía ni pies ni cabeza todo ese vestirse y desvestirse. Al menos si se tiene en cuenta el tiempo empleado. Horas enteras. Al cabo de un rato se puso en pie, desnuda, y se acercó a Lyle, que estaba sentado en su silla de director, de espaldas a ella. Le puso las manos sobre los hombros. El volumen del televisor estaba muy bajo. Oyó el ruido de los coches en la calle, el sonido de los neumáticos sobre el pavimento mojado, el siseo susurrado. Su cara tenía un contorno nórdico, parecía impecable con esa luz. Él extendió un brazo sobre su pecho y la tomó de la mano.

4

Tras el cierre, Lyle se encaminó hacia el norte por Pearl. Las rachas de aire húmedo barrían las calles. Mientras esperaba a que cambiase un semáforo reparó en una silueta cercana, una mujer furtiva, que se acercaba a él palmo a palmo. Se volvió ligeramente para plantarle cara. Ella se detuvo en seco y habló, aunque no directamente a Lyle, con la cabeza un tanto ladeada.

– Ésa es un aliviadero para hombres, un putón desorejado. Y a él lo han incapacitado legalmente. Se pasa el día sentado con sus relojes de mesa, de pulsera, de pared, para no verla ejercer. Las tres de la mañana, las cuatro. Por favor: ¿quién necesita una cosa así? Por culpa de él un día de éstos revienta. Me lo espero de un día para otro.

Lyle cayó en la cuenta de que tendría unos cincuenta y tantos años, que era un poco raquítica, que vestía con normalidad, y que probablemente no era judia a pesar del tenue acento con que hablaba. Siguió hacia el este por John Street a la vez que enumeraba para sus adentros todos estos datos, como sí conversara con alguien que estuviera deseoso de disponer de una descripción precisa de la mujer. Era algo que, por norma, sólo hacía en los autobuses. Su atención se concentraba a su pesar en alguien que viajara al otro lado del pasillo, y sin darse cuenta componía una descripción física del hombre o la mujer, casi siempre un hombre. El concepto de interrogatorio policial formaba/ parte de la idea. Era un testigo en el brete de identificar a un sospechoso. Esos interludios se desarrollaban sin que los planease; lisa y llanamente se encontraba refiriendo (a quien fuese) el color de unos zapatos, de un pantalón y una chaqueta; la estatura y peso aproximados, negro, blanco, lo que fuera. En el instante en que se daba cuenta de lo que estaba haciendo, lo dejaba, se obligaba a callar. A veces, caminando, memorizaba los números de las matrículas de ciertos coches. Horas después repetía esos números para cerciorarse de que no los había olvidado. Las comprobaciones de un testigo perenne.

Casi al pie de John Street estaba el rascacielos de juguete donde su empresa tenía la sede central. Los bancos del exterior estaban pintados en colores primarios, al igual que diversos detalles decorativos en la franja inferior de la fachada. Pensó en los bloques de construcción de un juego infantil, en juegos de luces rutilantes. Había caprichosas cabinas de teléfonos y un reloj digital inmenso. Para llegar a la zona de los ascensores atravesó un túnel iluminado por tubos de neón azul. Salió del ascensor y lo abordó Teddy Mackel, un hombre de mediana edad que estaba al cargo de la sala de correo.

– Me parece que deberías pasarte por el despacho de Zeltner, Lyle.

– Eso me han dicho.

– Ganas me dan de retomar el voto de castidad que hice cuando estaba con los hermanos maristas, a comienzos de siglo. Es la leche, Lyle.

– Por aquí nos haría falta algo que nos subiera la moral.

– Que sea alta. Eso me gusta de una mujer. Alta y amable.

– Más de lo mismo.

– Nunca termines una frase así -dijo Mackel-. Es lo otro que aprendí con los maristas. Son una orden dedicada a la enseñanza. Ésas fueron las dos cosas que nos enseñaron: la castidad y el cómo terminar las frases. Seguro que aciertas cuál es la que menos me ha servido. -Yo diría que por ahí, por ahí. -Dime una cosa confidencial, Lyle; ¿tú crees que vamos a sobrevivir? Mis hijos están preocupados. Les gustaría terminar sus estudios. Tú estás a diario en el campo de batalla. Dedica unas palabras a nuestro público, que nos mira con tanta atención.

Había un hueco a la entrada del despacho de Zeltner. Ahí estaba ella, ante una mesa, leyendo un libro de bolsillo, con los hombros caídos de un modo que indicaba una especial hondura, una reconcentrada soledad, le recordó una de las figuras de Hopper. Volvió por el otro lado tras hacer un alto en el surtidor de agua. Cabello bastante largo, rubio. Eso fue todo lo que registró entonces. Se detuvo en el extremo del pasillo, preguntándose cómo proceder a continuación. Había dos o tres personas a las que podría visitar, de modo más o menos convincente, en sus despachos. No creyó que le apeteciera, pero tampoco quería marcharse. Marcharse equivaldría a un vacío. Oyó abrirse la puerta del ascensor y decidió que no podía seguir allí ni un segundo más. Volvió al hueco. Se inclinó sobre la mesa y golpeó con el índice la superficie.

– ¿Dónde se ha metido? ¿Está por ahí?

– No ha dicho nada.

– Ahí no se mueve ni el aire.

– No sé dónde para.

– Qué escurridizo es ese Zeltner.

– Es que se le olvida decirme dónde estará.

– Cierto, se me había olvidado ese detalle tan suyo.

– ¿Quién le digo que ha preguntado por él?

– No tiene importancia, ya volveré.

Cabello rubio, poco maquillaje, o nada; una cara inexpresiva, aunque de rasgos gratos. Los dientes y las uñas más bien sosos. Lo de ser rubia, y seguramente un tipazo, explicarían su popularidad. Hay que verla en movimiento, seguro.

En la planta 83 de la torre norte, Pammy se las ingenió para pasar el tiempo ideando una pregunta que formular a Ethan Segal. Si los ascensores del World Trade Center eran sitios, tal como ella creía que lo eran, y si los vestíbulos eran meros espacios, como ella también creía, ¿qué era entonces el World Trade Center en sí? ¿Una condición, un acontecimiento, un suceso físico, una circunstancia existente y dada de antemano, una presencia, un estado, un conjunto de invariables? Ethan no contestó y ella cambió de tema, a la par que lo veía mecanografiar cifras en las casillas de un largo impreso, doblado sobre el carro de su máquina, volcado en su tarea y moviendo los dedos tan sólo.

– No hemos planeado nada -dijo ella-. Lyle no cree que al final se pueda marchar. Ahora mismo es todo espeluznante, o eso deduzco. Habla de que no será posible antes de octubre.

– Es una buena época del año. -Yo creo que cualquier momento sería bueno si hiciésemos algo juntos.

– ¿Dónde?

– Donde sea.

– Valles inmensos de espacio y tiempo.

– Creo que saldría pero que muy bien, Ethan. Puede salir bien lo de estar los dos solos. Los dos nos las ingeniaríamos.

– Pero Lyle no está disponible.

– Octubre no te parecerá suficientemente pronto, claro.

– Yo nunca aguantaría tanto, Pam.

– Es esta ciudad.

– Julio, agosto.

– Estoy pensando en ir a clases de claque -dijo ella.

– Déjame seguir con esto.

– ¿Sin comentarios?

– Déjame que mecanografíe un rato -dijo él-. Me gusta llenar con cifras estas casillas. Las cifras son indispensables en la visión del mundo que tengo actualmente. Ni siquiera creo que esté haciendo esto. Es un trabajo tedioso, pero la verdad es que lo disfruto. Es analmente de lo más satisfactorio. Por fin la satisfacción plena.

A última hora de una tarde, Lyle se quedó a esperar a la entrada del edificio de John Street. Cuando salió ella en medio del gentío, comprendió que iba a ser embarazoso, tanto en lo físico como en lo demás, tratar de aislarla del resto del mundo. Tal vez ni siquiera lo reconociese. Alguien de la oficina podría verlos juntos y sumarse a la conversación. La siguió por espacio de media manzana, pero sin tratar tampoco de alcanzarla. Al llegar a la esquina, la vio subir a un coche que la esperaba y que arrancó en el acto. Era un Volkswagen verde, matrícula de California: 180 BOA.

Se sentó en un banco de la plaza con vistas al río. Se sintió de algún modo disminuido. Las grúas de carga sesgaban el cielo sobre los tejados de los cobertizos, en la zona portuaria de Brooklyn. Era la ciudad, el calor, una sensación de repetición infinita. El distrito se repetía en bloques de piedra monocroma. Él estaba presente en las cosas mismas. Había en ellas más de sí, a través de las noches desocupadas, que la parte que de sí mismo se llevaba a casa para desahogarse y liberarse. Pensó en las noches. Imaginó el distrito como nunca lo había visto, vacío de toda transacción humana; pensó en que los edificios como aquellos parecerían contenedores de materia intangible, enormes codificaciones de podredumbre orgánica. Intentó evaluar la inmensa complejidad del regreso a casa.

A la tarde siguiente logró alcanzarla antes de que se sumara a la multitud que fluía por las calles. Habló al amparo de una sonrisa plena de confianza. Se concentró en esa expresión hasta el extremo de visualizar el movimiento de sus propios labios. Fue un momento de absoluta desconexión. No supo qué estaba diciendo, y con el bullicio de la gente en derredor y las obras cercanas en la calle a duras penas atinó a oír la voz de ella cuando le contestó, como hizo una o dos veces, muy brevemente, con frases tan translúcidas como las empleadas por él. La condujo con discreción hacia una parte menos ruidosa de los porches, tratando de reconstruir las primeras fases de la conversación a la vez que continuaba farfullando y deslumbrándola. Ni siquiera estaba muy seguro de que ella le hubiese reconocido.