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Es cierto que los pájaros gorjeaban, el sol brillaba y el aire era más limpio que en Milwaukee Avenue, pero yo estaba malhumorada y tenía muchas ganas de ir al baño. Aquello implicaba volver atrás hasta la estación de servicio más cercana, donde había gastado una pequeña fortuna llenando el Mustang, había usado unos baños misericordiosamente limpios y había comprado un perrito caliente para seguir adelante. Me había concentrado tanto en las búsquedas en la Red que me había saltado el almuerzo, una seria violación del lema de la familia Warshawski: «No te saltes nunca una comida.»

Eran casi las cinco de la tarde cuando por fin dejé la carretera en lo alto de Queen Anne's Lace Lane y bajé caminando hasta la morada de Alito. Vivía en una casa de tres plantas, encajada en un pequeño solar, y tenía los vecinos tan cerca como los habría tenido en el South Side de Chicago, pero, allí, estaba a pocos metros del agua.

De camino, esperando en la cola de pagar el peaje, había intentado dar con alguna estrategia para conseguir que Alito hablara conmigo. En uno de los seminarios a los que asistí antes de obtener la licencia de investigadora privada, habíamos aprendido «técnicas para realizar un interrogatorio fructífero». Lo primero que tienes que hacer es conseguir que el interrogado crea que estás de su parte. No hay que ser hostil. Hay que establecer algún punto común con el que él esté de acuerdo. Un «Larry, ¿así que torturaste a Steve Sawyer?» no sería una buena jugada de apertura. En cambio, podía probar con «Larry, estamos de acuerdo en que torturar a Steve Sawyer fue una cosa buena y necesaria, ¿verdad?»

La mujer de Alito abrió la puerta. Tenía la misma edad que su esposo, sesenta y tantos años, vestía un pantalón ancho verde oliva con muchos bolsillos y lucía unos rizos caoba sin lustre que me recordaron a una Gwen Verdon entrada en años. No sonrió ni me saludó con cortesía pero tampoco me cerró la puerta en las narices. Cuando expliqué que era la hija de uno de los viejos compañeros de su esposo en la policía y que esperaba que el detective Alito y yo pudiéramos charlar, su expresión se animó un ápice.

– Larry acaba de volver de jugar al golf. Se está duchando. Bajará dentro de un par de minutos. Yo estaba preparando la cena…

Se interrumpió de repente como si temiese que yo le pidiera que me invitara. Le dije que ése no era el caso y que tampoco le robaría mucho tiempo a su esposo. ¿Quería que esperase en el coche? Eso la impulsó a dejarme pasar a la parte de atrás, donde estaba a punto de poner las hamburguesas en la barbacoa.

La atestada sala familiar me recordó a la señorita Della. Como su apartamento, éste también estaba lleno de figuritas de porcelana. La señora Alito coleccionaba ángeles y gatitos en vez de criaturas de la jungla africana, pero todo estaba limpio y cuidadosamente ordenado, con diminutos platitos de leche delante de los gatos. Sentí picores en el cuero cabelludo. En aquellas exposiciones había desespero. Sin embargo, mientras la seguía por la sala hasta la cocina, emití los pertinentes sonidos de admiración.

– Es una casa pequeña, desde luego, pero sólo estamos Larry y yo. Tenemos un hijo, pero vive en Michigan y, cuando viene de visita, ponemos a los nietos en literas en el porche acristalado. Siéntese en la terraza y le diré a Larry que está aquí.

Me acerqué a la barandilla y miré alrededor. El lago Catherine se hallaba al final de la carretera, unos cincuenta metros al sur de la casa de Alito. Entre los sauces y las matas que crecían en la orilla, se vislumbraba el brillo del sol en el agua. Los vecinos del lado norte también asaban carne; los solares eran tan pequeños que las hamburguesas y los muslos de pollo me quedaban prácticamente debajo de la nariz. Aunque había comido el perrito caliente, todavía tenía hambre. Me entraron ganas de saltar la cerca y coger un muslo.

Una voz de hombre sonó con claridad procedente de la ventana que tenía encima de la cabeza.

– ¿Y no le has preguntado el nombre? Dios, Hazel, es que no piensas…

– Por el amor de Dios, Larry. Crees que todo el mundo quiere estafarte.

– ¿Y no le has preguntado qué quiere?

– Si quiere que sea su secretaria, señor Alito, tendrá que darme una paga extra. -El tono de Hazel estaba entre el sarcasmo y la seducción, una inquietante ventana a su relación.

Alito gruñó, pero la conversación se apagó y, al cabo de un momento, se reunió conmigo en la terraza. Recién duchado, el pelo ralo se veía oscuro porque estaba mojado, pero tenía los ojos tan enrojecidos como la punta de la nariz quemada por el sol. Llevaba en la mano una lata de cerveza y, a juzgar por el olor del aliento cuando se me acercó, debía de ser la quinta o la sexta de la tarde.

– Detective Alito, soy V.I. Warshawski, la hija de Tony Warshawski.

– ¿Es eso cierto? -me miró sin entusiasmo.

– Lo es -respondí con una radiante sonrisa-. Anoche, encontré una foto de su equipo de softball. Mi padre jugaba de primera base, creo. ¿Es así?

– ¿Cómo quieres que me acuerde? Muy bien, Tony Warshawski jugaba de primera base, ¿y qué? ¿Por qué no le pregunta a él?

– Ya sabe que mi padre lleva muerto unos años. -Reí cumplidamente.

– Sí, es cierto. Lamento no haber enviado flores, pero no mantuvimos el contacto.

– Y yo me hice detective, pero privada. No trabajo en el cuerpo de policía.

– Sabuesos. ¡Vaya gente molesta! -Dio un gran trago a la lata de cerveza y la dejó encima de la barandilla.

– Estoy investigando un caso antiguo en el que mi padre y usted trabajaron.

No dijo nada pero le palpitó una vena del cuello.

– Steve Sawyer.

– No me suena de nada. -Su tono era indiferente, pero agarró la lata de cerveza y le dio un nuevo trago-. ¡Hazel, tráeme otra!

La mujer se hallaba junto a la barbacoa con un plato de carne cruda, esperando a que yo terminase para ponerse a preparar la cena. Hurgó en una nevera portátil que tenía junto a la parrilla y sacó otra lata. Qué velada tan divertida la suya…

– Tony y usted fueron compañeros de patrulla en 1966, y luego usted pasó a la división de detectives de…

– Puedo leer mi biografía en las páginas de obituarios. ¿Qué quiere? -Cogió la lata que le daba su mujer y la abrió.

– Fue un caso muy destacado de la época. Una activista de los derechos civiles resultó muerta durante una manifestación en Marquette Park y pasaron meses sin que se arrestara a nadie. Después, ustedes detuvieron a Steve Sawyer.

– Todos esos negros piojosos manifestándose en el parque… Ahora que lo ha dicho, me acuerdo perfectamente bien. -Alito sonrió con presunción.

– Yo no he dicho eso -repliqué-. He hablado de una manifestación a favor de los derechos civiles.

– Sí, una manifestación llena de negros piojosos? -Se rió y Hazel también soltó una risilla.

– Entonces, si se acuerda perfectamente bien, ¿quién fue el chivato? -inquirí apretando los labios.

– ¿Chivato? ¿Qué chivato?

– En el juicio, usted dijo que un informante había delatado a Sawyer. Nadie le preguntó por el nombre del informante. Yo, sí.

– Dios, ¡qué pregunta tan estúpida! Como si yo fuera a recordar a todos esos yonquis que necesitaban tanto un chute que delataban a sus amigos para obtenerlo…

– ¿Y qué hay de Lamont Gadsden? ¿Lo recuerda de sus tiempos de patrullero?

Aquella pregunta lo pilló desprevenido y se le derramó cerveza en la camiseta de los Sox. Gritó a Hazel para que le trajera una toalla. Mientras se secaba la camiseta, dijo:

– ¿De qué estábamos hablando?

– Lamont Gadsden.

– ¿Otro amigo suyo negro? El nombre no me suena de nada. Si ha venido por eso, ha desperdiciado un depósito de gasolina. -El tono y las palabras sonaron bien, pero tenía la frente perlada de sudor.