– Yo no estaba, así que no lo sé seguro -esbozó aquella sonrisa que guardaba tanto parecido con la de mi padre-, pero me parece que fue en 1970 cuando Cárnicas Ashland cambió de ciudad, o tal vez fue en 1972. Sé que papá y mamá no se casaron hasta 1982. Ella era una especie de debutante local o algo así. La reina del American Royale, ya sabes, la gran feria de ganado. La Reina y el Rey de las Carnes, así llamo yo a sus fotos de boda.
– Me gustaría saber qué recuerda Peter del verano del 66 -dije tras la debida carcajada-. Todavía vivía con la abuela Warshawski en la Cincuenta y siete con Fairfield. Seguro que se acuerda de los disturbios de Marquette Park.
– Siempre dice que eso fue lo que arruinó el South Side. El barrio empezó a cambiar. La abuela Warshawski tuvo que mudarse más al norte para huir de la delincuencia. -Al ver mi expresión, Petra deambuló incómoda por el jardín.
Las líneas de falla raciales de la ciudad atraviesan mi familia, así como el resto del South Side. Al marcharse del barrio, mi abuela había llorado. De pequeña, ver llorar a una anciana me desconcertaba.
La abuela Warshawski intentaba explicar sus sentimientos conflictivos y confusos sobre la raza, sobre el cambio que se estaba produciendo en el barrio. «Sé lo difícil que es ser extranjero en esta tierra, kochanie, pero a esos negros no los conozco. Y el abuelo ha muerto. Peter pronto encontrará esposa. Mis amigos se han marchado. No puedo quedarme aquí sola. Me da miedo ser la única blanca de la calle.»
A la sazón, yo tenía once años y discutía con ella, beligerante y farisaica, ya entonces. ¿Era aquello lo que me impedía vivir con alguien? El señor Contreras acababa de acusarme de eso: yo era la única que sabía hacer bien las cosas.
– No creo que Tony le hiciera confidencias a Peter, o que tu padre se acuerde de ellas, después de tanto tiempo. Tenía muchas cosas de las que preocuparse, tú incluida, lo cual debía de ser un trabajo de jornada completa, pero quizá lo llame para preguntárselo.
– Yo lo haré, Vic. Hablo con papá y mamá prácticamente todos los días. Pero quizás el tío Tony dejó alguna clase de expediente. ¿Todavía tienes la casa donde vivía? Podríamos explorarla en busca de armarios secretos o algo así. -A Petra le brillaron los ojos de emoción.
– ¿Tú también quieres ser detective? -pregunté-. Petra Warshawski y el misterio del viejo armario. No, querida, en el sur de Chicago las casas se construían pared con pared. No había sitio para escondrijos secretos. Y, además, la vendí cuando murió. Tuve suerte de encontrar comprador, porque el barrio estaba tan degradado…
– ¿Y qué hiciste con sus cosas? ¿Escribía un diario?
– Tú te crees que era de esos policías de novela, como Adam Dalgliesh o John Rebus, que no paran nunca de buscar justificaciones a lo que hacen y a veces las ponen por escrito. Cuando Tony necesitaba relajarse, veía un partido de los Cubs o jugaba él un partido. O se tomaba una cerveza con tu tío Bernie. No cavilaba o escribía poesía.
– Pero, ¿no te dejó nada? -quiso saber Petra-. ¿Su bola favorita de jugar a los bolos o algo así?
– No, ni tampoco su acordeón de tocar polcas. ¿De dónde sacas esos estereotipos, Petra?
– Tranquila, querida -me regañó el señor Contreras-. Hay muchos hombres que juegan a bolos. Yo, no. Prefiero el billar. Y los caballos, aunque mi madre decía que, por culpa de los caballos, dejaría la escuela y me volvería un borracho.
Mi padre no había dejado demasiado. A diferencia de muchos otros policías, no coleccionaba armas. Sólo tenía el revólver de servicio, que devolví cuando falleció. Me quedé su única arma de refuerzo, una Smith & Wesson de nueve milímetros, para mi propio uso, y entregué la placa a Bobby Mallory.
Tenía el álbum de fotos que había mirado la otra noche, algunos recuerdos de softball, una medalla de premio por el salmón de cinco kilos que había pescado en el lago Wolf… He guardado algunas de las herramientas del pequeño taller que tenía detrás de nuestra vieja cocina. A veces las he utilizado para arreglar el desagüe del fregadero o para construir una pequeña estantería. Aparte de eso, sólo recordé haber conservado su uniforme de gala, que guardé en un baúl, con la música de mi madre y su traje de cantante de terciopelo tostado.
Petra quiso ver enseguida todos aquellos objetos. Cuando le expliqué que llevaba años sin abrir el baúl, dijo estar segura de que yo había olvidado algo que lo explicaría todo. El señor Contreras estuvo de acuerdo con ella.
– Ya sabes cómo es, cariño. Uno guarda cosas y se olvida de lo que son. Con las de Clara me ocurre lo mismo. Cuando fui a buscar sus joyas para dárselas a Ruthie, vi que había metido cosas de todo tipo en aquellas cajas. ¡Incluso sus dientes postizos!
– Lo sé, lo sé -asentí cansinamente-. Mi padre posiblemente tenía planes secretos para construir un coche que no consumiera gasolina, pero esta noche no voy a buscarlos. Estoy hecha polvo. Me voy a dormir.
Petra había bebido una buena cantidad de champán y, debido a ello, se mostró insistente y belicosa. Quería que subiéramos a casa de inmediato. Me cansé de discutir antes que ella y anuncié que me iba a la cama. Luego le sugerí que se quedase a dormir. No quería que condujese en aquel estado. A las once, cuando finalmente el señor Contreras me dio la razón, dejó que la metiéramos en un taxi.
Lo ayudé a recoger y dejé que su torrente de palabras me inundase. Sí, Petra era buena chica, y la noticia de su ascenso era estupenda. Sí, yo quizás era demasiado dura con ella. ¿No me acordaba de lo que significaba ser joven y entusiasta? Y luego fue a ver las carreras de caballos de su juventud. Lo dejé ante el televisor con un vaso de grappa en la mano y me llevé a Peppy al piso de arriba.
En mis sueños, sin embargo, me atacó un tigre con unos dientes como sables. Caí impotente al suelo ante él y, de repente, cambió de forma y se convirtió en mi padre.
20 El número del baúl
A la mañana siguiente, cuando acababa de regresar del lago con los perros, se presentó Petra. Venía a recoger el Pathfinder pero, cuando nos vio, se apeó y se acercó corriendo. Los perros se abalanzaron sobre ella y le mancharon de agua y arena los pantalones blancos. Estaba tan radiante como siempre y no se le notaban los efectos secundarios de su noche con champán.
– Podríamos echar un vistazo a tu baúl antes de que vaya a trabajar -dijo, jugando con las orejas de Mitch.
– ¿Qué te ha dado con mi baúl? -inquirí-. ¿Crees que encontraremos dentaduras postizas, rubíes o algo así?
– No lo sé -sonrió-. Creo que, desde que he venido a Chicago, me interesa más la historia de mi familia. La familia de mamá lleva siglos en la zona de Kansas City. Un antepasado suyo fue coronel en el ejército Confederado. Y otro llegó a Kansas con los pioneros antiesclavistas, en 1850 más o menos, de modo que de pequeña me contó todas esas historias. Y su familia es tan blanca anglosajona y protestante que la historia de papá siempre se ha tratado con menosprecio o algo así. Ya sabes, los polacos que trabajaban en las fábricas envasadoras de carne… Ahora quiero saber más sobre los Warshawski. Ahora que he estado en la ciudad y te he conocido a ti, me parecen más interesantes.
La había llevado a ver el bungalow de Fairfield Avenue donde vivieron mis abuelos cuando dejaron Back of the Yards. Ahora Petra quería ver la casa del lado noroeste de la ciudad, adonde se traslado la abuela Warshawski después de los disturbios de 1966, y la vivienda del distrito de los corrales de ganado donde mi padre se había criado y el suyo había nacido.
Me siguió escalera arriba, al tiempo que planeaba, energética, una salida para cuando terminara su jornada de trabajo que incluía Back of the Yards, la casa de mi infancia en el sur de Chicago y Norridge Park, donde mi abuela vivió sus últimos años.