Dejé las cintas a un lado. Si encontraba un sitio donde las pasaran a CD, podría escucharlas de nuevo. Estaba en deuda con Petra por haberme impulsado a abrir el baúl. Podían haber pasado cuarenta años más sin acordarme de que tenía aquellas cintas.
Lo único que encontré con la caligrafía de mi padre fue unas cuantas notas de amor a mi madre y una carta que me escribió cuando me gradué en la Universidad. Me acuclillé para leerla.
Ya sabes lo orgulloso que estoy de ti porque has sido la primera persona de la familia que ha estudiado en la Universidad. Cómo me gustaría que tu madre estuviese aquí… Eso lo deseo todos los días, pero hoy todavía más. Ya sabes que ahorró céntimo a céntimo lo que ganaba dando clases de piano para que tuvieras esta oportunidad. La has aprovechado completamente. Estamos muy orgullosos de ti.
Tori, me enorgullezco de ser tu padre por todo lo que haces, pero necesitas vigilar ese mal carácter que tienes. Veo tanta ira en las calles y en mi propia familia… La gente se deja llevar por el mal genio y un mal momento puede cambiarte la vida para siempre en una dirección hacia la que no quieres ir. Me gustaría poder decir que no he hecho nada en esta vida de lo que me arrepienta, pero he tenido que tomar algunas decisiones y ahora me toca apechugar con ellas. Tú empiezas ahora y todo es luminoso y brillante y el futuro te espera. Deseo que siempre sea así para ti.
Te quiere,
Papá
Había olvidado aquella carta. La leí varias veces, echándolo de menos, echando de menos el amor con que me habían rodeado mi padre y mi madre. También pensé, apenada, en las veces en que me había dejado llevar por el mal genio, y había convertido situaciones difíciles en imposibles. Incluso el día anterior, hablando con Arnie Coleman. O aquella misma mañana, con Petra. Obtendría mejores respuestas de la gente si no empezaba gritando. Tal vez el señor Contreras estaba en lo cierto. Quizá debería ser más como Petra. Pensé en ello. Tal vez sí, pero lo que no podía hacer era volverme una santa. De entrada, todavía estaba furiosa por cómo había asaltado el baúl.
Metí la carta en el portafolios para llevarla al centro y hacerla enmarcar. Mientras la guardaba, me pregunté qué habría hecho mi apacible y bondadoso padre de lo que se arrepintiera lo suficiente como para mencionarlo en la carta. No soportaba la idea de que pudiera estar relacionado con Steve Sawyer.
Eché un vistazo rápido a la caja de cartón que contenía los recuerdos de mi padre. Había guardado el documento donde se le encomiaba el coraje mostrado evitando un atraco a mano armada en 1962, su alianza de boda y cachivaches diversos. También había una pelota de béisbol. La sostuve unos momentos. Igual que le había ocurrido al señor Contreras con la dentadura postiza de su esposa, no recordaba haberla metido ahí. Resultaba curioso, porque el juego de mi padre había sido el softball. No me parecía que hubiese jugado nunca a béisbol. Mientras jugueteaba con la pelota, advertí que llevaba un autógrafo de Nellie Fox. Aquello todavía me resultó más extraño porque Fox había jugado con los Sox y mi padre era seguidor de los Cubs.
El South Side todavía significa White Sox. Cuando Tony era joven, podían molerte a palos si te paseabas al sur de Madison Street con los colores de los Cubs. Comiskey Park se hallaba a pocas manzanas de los corrales de ganado donde se crió mi padre. Sus compañeros del instituto eran todos de los Sox. Sólo Tony Warshawski y su hermano Bernie, hartos del olor de sangre y de esqueletos de animales quemados, decidieron arriesgar su vida tomando el metro elevado hasta Wrigley Field.
Entonces, ¿por qué había conservado Tony una pelota de los Sox? Estaba muy gastada, con orificios en la piel de caballo. Tal vez la utilizaba como objetivo de práctica, pero los agujeros eran demasiado pequeños para ser de bala.
Oí pasos en el vestíbulo y me sobresalté. Luego, una voz de hombre preguntó si había alguien en casa. Petra había dejado la puerta abierta al salir y Jake Thibaut, que había bajado a recoger el correo, lo había visto. Me puse en pie y consulté el reloj con sentimiento de culpa. Me había entretenido demasiado mirando aquellos recuerdos familiares.
– ¿Qué son estas cintas? -preguntó Thibaud, señalando las descoloridas cajas de whisky que las contenían.
– Son cintas viejas de mi madre. Era una cantante que intentaba recuperar la voz después de veinte años respirando polvo de hierro. Quería buscar un sitio donde las pasaran a CD, pero no sé. Mi madre murió. Tal vez su voz no sonará tan hermosa como yo la recuerdo. Quizá lo deje estar.
– ¿Polvo de hierro? -preguntó Thibaut en tono dubitativo.
– Me crié al lado de las viejas acererías. -Miré de nuevo el reloj y me agaché para recoger las cintas y la pelota de Nellie Fox.
– Deme las cintas. Un amigo mío tiene un estudio. Aunque haya idealizado la voz de su madre, ¿no quiere oírla otra vez?
Pues claro que quería. Se llevó las cintas y yo metí la pelota en el portafolios con mis papeles y la carta de Tony. Intenté contener la impaciencia mientras Jake caminaba hacia el vestíbulo y decía que, a veces, la calidad de las cintas de ocho pistas es mucho mejor que la de los equipos digitales. Me estaba ayudando. No tenía por qué ponerme beligerante debido a unos minutos más de retraso. Podía contener mi personalidad de pitbull tres minutos más.
Intenté dedicarle una radiante sonrisa de agradecimiento como las de Petra y me disculpé por tener que salir corriendo escaleras abajo en dirección a Roscoe a coger un taxi.
21 Una prima aún más inquisitiva
Aquella noche, al volver a casa, encontré un enorme ramo de peonías y girasoles junto a la puerta. En una tarjeta hecha a mano, se veía a Petra asomando la cabeza desde la caseta de Snoopy. Aquella manera de pedir disculpas me hizo reír y la llamé para decirle que todo estaba perdonado.
– Entonces, ¿podemos ir mañana a ver las viejas casas de la familia?
– Supongo que sí, primita, supongo que sí.
Me sentí decepcionada, como si me hubiera enviado las flores para manipularme y que la llevara a ver esas casas, no para pedirme perdón sinceramente. Colgué y salí al porche trasero con un vaso de vino y la prensa del día.
Había sido otra larga y extenuante jornada. Después de mi reunión en el centro por la mañana, busqué a la hija de Johnny Merton, Dayo, y me resultó muy fácil encontrarla: trabaja de documentalista para uno de los grandes bufetes de abogados del centro.
Cuando la llamé, se mostró comprensiblemente precavida, pero accedió a que nos viéramos en la cafetería del vestíbulo del edificio donde tenía las oficinas el bufete para el que trabajaba. No se mostró cordial y amistosa porque hablaba de su padre con una detective privada, pero me pareció razonablemente sincera.
– No puedo contarle nada del viejo barrio de mis padres -replicó cuando le expliqué que intentaba dar con alguien que pudiera hablarme de Lamont Gadsden o Steve Sawyer-. Mi madre dejó a mi padre cuando yo era pequeña. Lo único que recuerdo es que hubo una gran pelea y luego papá se encerró con llave en el apartamento y no nos dejó entrar. Fue durante la gran nevada, ¿sabe? Mi madre dijo que él estaba allí dentro con otras mujeres tomando drogas y que por eso no quería que entráramos. Así que nos fuimos a Tulsa a vivir con mi abuela y mis tías. Y éstas decían que mi padre era la encarnación del demonio y me harté de ello, por lo que hace unos años volví para decidir por mí misma.
Aquello había sido antes de que lo juzgaran por los cargos que lo mandaron a Stateville. Dayo había utilizado sus estudios y había trabajado voluntariamente como documentalista para los abogados de su padre. Greg Yeoman no lo había impresionado, pero era del viejo barrio, y Johnny ya no podía costearse un abogado del centro.