De repente, nos encontramos en medio del apartamento. Entre la puerta y la sala principal no había recibidor ni ningún otro tipo de cuarto y nos topamos de frente con un sofá cama abierto. La pequeña, que tendría unos diez meses, estaba tumbada en él y lloraba. Un hermano mayor, sentado ante el televisor, se volvió hacia nosotras. Gritó y se escondió detrás de su abuela.
Mi prima se agachó y empezó a jugar a cucú-tras y, al cabo de un minuto, se había echado a reír y quería tirarle de las escarpias del pelo. La niña, sorprendida por las risas de su hermano, dejó de berrear y se sentó. En un segundo, se había movido hasta el borde de la cama. La cogí antes de que se cayera y la senté en el suelo. En medio de aquel caos, la abuela había decidido que lo mejor era dejarnos echar un vistazo rápido al apartamento.
No sé qué pensaba encontrar Petra allí. Habían transcurrido sesenta años y a saber cuántas familias habían pasado por la vivienda, entre nuestros abuelos y los inquilinos actuales.
Mi prima miró rápidamente en las cuatro habitaciones y vio cómo vivían allí cinco niños y tres adultos: un sofá cama, literas, colchones hinchables debajo de la mesa del comedor, cuerdas de tender con pañales y otras prendas y juguetes amontonados bajo las camas.
Con el ceño fruncido de asombro, Petra le preguntó a la abuela dónde guardaban el resto de las cosas. Hasta aquel momento, la vieja se había mostrado razonablemente cordial. Entonces, frunció el ceño y lanzó una andanada en español demasiado compleja para mis conocimientos rudimentarios del idioma, aunque entendí «espías», «narcóticos» e «inmigración», palabras que no cesaba de repetir. Mi prima tartamudeó un poco pero, al cabo de un momento, nos encontramos al otro lado de la puerta.
– ¿Qué ha sido eso? -se quejó Petra-. Yo sólo quería ver dónde guardan las demás cosas.
– Son sus cosas, cariño. Al decirle que querías ver dónde guardan el resto de las pertenencias, creyó que eras de Hacienda o una policía de paisano buscando droga.
– En el sótano de mi edificio hay unos trasteros donde guardamos las cosas más grandes. Yo quería ver el de esa familia.
– ¿Por qué querías verlo? ¿Qué demonios te importa? -Vi que me miraba pasmada-. ¿Estás haciendo alguna investigación para la campaña sobre las drogas en las viviendas de los hispanos?
– ¡Por supuesto que no! Pensé que… Bueno, pensé que si… -tartamudeó Petra. Tenía las mejillas como la remolacha.
– ¿Qué pensaste? -inquirí cuando se interrumpió.
Miró las bicis y las tablas de skate que atestaban la entrada.
– Pensé que si los vecinos de esta casa tuviesen más sitio para guardar las cosas, la entrada no estaría así. -Dijo la última frase apresuradamente.
– Entiendo -repliqué con sequedad, dándole un leve empujón hacia las escaleras-. Muy considerada, por tu parte. Estos edificios no tienen sótanos, al menos de la manera en que tú entiendes los sótanos. Debajo de la cocina hay un hueco para alojar la caldera.
– ¿Y si hay un tornado?
– Por fortuna, los tornados en Chicago no son tan frecuentes como en Kansas, pero supongo que en caso de emergencia puedes culebrear debajo del edificio.
Cuando salimos, le enseñé la puerta exterior del cuarto de la caldera y la apertura detrás de las escaleras traseras donde uno podía acurrucarse si no le quedaba más remedio.
Una vez en el coche, mientras tomaba la Ryan para ir hacia Chicago Sur, dije:
– No sé qué querías hacer en esa casa, pero en South Houston no lo intentes de nuevo. Mi antigua casa está en medio de un territorio de bandas. Si alguien cree que le faltamos al respeto, puede dispararnos. Y nos pueden molestar sólo por ser mujeres anglo metiendo las narices en la zona. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -murmuró Petra al tiempo que tiraba de un hilo suelto de sus vaqueros.
22 Una acera terrorífica
Tomamos la vía rápida hacia el sur en silencio. Petra mantuvo el rostro deliberadamente vuelto hacia la ventana, mirando los viejos montones de escoria y los bungalows medio derrumbados sin hacer comentario alguno.
Aquélla siempre había sido la zona más dura de la ciudad. Cuando las acererías llenaban el paisaje con nubes de polvo tóxico, casi todo el mundo tenía buenos empleos. Ahora, esas acererías ya no existen, como tampoco existe el ganado que llegaba a los mataderos. Casi toda la gente del sur de Chicago que tiene la suerte de poseer un empleo trabaja cobrando el salario mínimo en garitos de comida rápida o en el gran almacén By-Smart de la calle Ciento tres.
Ahí, la tasa de desempleo ha estado por encima del veinticinco por ciento durante más de dos décadas y, por lo general, en los delitos callejeros participan varias pistolas. Esquivé socavones tan grandes que se tragarían un camión y me detuve ante la casa de Houston donde me había criado.
– Es aquí. -Traté de sonar alegre.
No lo conseguí. El dintel de cristal emplomado de la puerta delantera seguía allí, pero dos de los pequeños prismas de cristal en forma de diamante habían desaparecido. Gracias a aquellos prismas, Gabriella creía que no habitaba en una más de las decrépitas viviendas del barrio sino en una casa con un toque de distinción. Una vez al mes, abrillantábamos el cristal y quitábamos el polvo de hierro que se había incrustado en el marco.
– Aquélla era mi habitación -dije, señalando la ventana de ojo de buey del desván-. Cuando no volvía loca a mi madre, miraba la calle desde ahí arriba.
– ¿Qué hacías? -inquirió Petra, vacilante.
– Mi primo Boom-Boom… En realidad, también es primo tuyo. ¿Tu padre no te ha hablado de él? Boom-Boom era una estrella del hockey, pero lo mataron hace unos doce años. Él y yo saltábamos al lago Calumet desde el espigón para nadar en verano, y en invierno patinábamos. Ahí fue donde practicó su lanzamiento con efecto. Un invierno, caí por un agujero del hielo y lo que más miedo nos dio fue que Gabriella se enterase. Para ir a Wrigley Field, montábamos en los topes del metro si no teníamos dinero para el billete y, una vez en el estadio, nos encaramábamos a la hiedra de detrás de las gradas y entrábamos sin pagar.
– ¡Oh! Papá siempre decía que eras muy alocada, pero yo creía que lo decía porque eres feminista. Odia a los partidarios de la emancipación de la mujer. No sabía que fueras tan traviesa cuando eras pequeña.
– ¿Por qué crees que soy investigadora privada? -Sonreí-. No soportaba todas las normas y regulaciones de la oficina de los Abogados de Oficio. Y ellos tampoco me soportaban a mí. Arnie Coleman, el juez que estaba con Harvey Krumas en tu fiesta, era el jefe de la unidad criminal de los abogados de oficio cuando yo trabajé allí. Siempre puntuaba muy bajo mi rendimiento, pero lo hacía porque yo no quería participar en su juego.
Petra iba a abrir la puerta pero, al oírme decir aquello, se detuvo.
– ¿Qué juego es ése?
– En la Veintiséis con California todo es política. La justicia no importa, y que obtengas un buen trato para tu cliente, tampoco. Sobre todo si es un vulgar criminal de la calle. En cuanto algo huele a política, ya sea por la brutalidad policial o porque se ha detenido al hijo de una persona muy bien relacionada o a otra que intenta escalar posiciones, los casos se deciden para ayudar a la carrera de alguien. En ese pozo de porquería, Arnie era probablemente el instigador más hábil que nunca haya conocido, y obtuvo su recompensa. Ahora es juez de apelación y amigo del padre de tu candidato. Si Brian llega a senador, Arnie será juez federal.
– ¡Vic! -gritó con el rostro encendido-. ¡Brian no es así! ¿Por qué tienes que ser tan cínica y negativa?
– No lo soy -repliqué-, pero es que, cuando pienso en Arnie y en sus jugadas sucias… Cuidado, tenemos compañía.
Llevaba rato observando a unos jóvenes por el retrovisor. Se habían agrupado en el extremo norte de la manzana y se intercambiaban insultos y silbaban a las mujeres que pasaban mientras trabajaban ostensiblemente en una desvencijada camioneta Dodge. En el suelo, había un radiocasete del que sonaba un rap atronador. No tenía que haber pasado tanto tiempo rememorando. Mientras yo estaba perdida en los recuerdos de la infancia, habían empezado a caminar hacia nosotras.