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La banda miró por las ventanas del Mustang y, al ver que éramos dos mujeres y que Petra era joven, empezaron a sacudir el coche.

– ¿Qué diablos hacéis aquí? -preguntó el que estaba más cerca.

Eché todo el peso del cuerpo hacia la derecha, cambié de dirección de repente y abrí la puerta tan deprisa que lo golpeé en la barbilla. Me apeé enseguida. El labio inferior le sangraba.

– ¡Puta! -gritó-. ¿Por qué me has hecho esto?

Hice caso omiso de sus comentarios y miré a sus amigos.

– Hola, chicos, ¿por qué no volvéis a vuestro coche? Me parece que hay unos críos ahí tocando vuestro estéreo.

Miraron calle arriba, donde dos muchachos jugueteaban con el aparato. Dos de los pandilleros se marcharon a encargarse de los chicos, pero el herido y sus dos amigos se quedaron a mi lado. Petra seguía dentro del coche pero, cuando su portezuela quedó sin vigilancia, saltó al asfalto. Los tipos se volvieron a mirarla, incluso el que tenía el labio partido.

– ¿Alguno de vosotros conoce a la señora Andarra? Anoche hice una búsqueda en Lexis para saber los nombres de los inquilinos actuales.

– ¿Quién quiere saberlo? -preguntó uno de ellos, que llevaba tatuajes de los Latin Kings.

– Quiero hablar con ella. Y lamentaré mucho tener que decirle que un miembro de su familia se ha comportado como un gamberro de la calle a plena luz del día.

Empezaron a murmurar entre ellos y finalmente retrocedieron unos pasos.

– Os vigilamos. Si la molestáis, os llevaréis vuestro merecido -dijo de nuevo el latin king.

– ¿Eres su nieto? Eso está bien. A las abuelas nos gusta saber que nuestros nietos se preocupan de nosotras. -Pasé el brazo por el hombro de Petra y la empujé hasta la acera y la puerta delantera de la casa.

Era extraño llamar al timbre de la puerta de una casa en la que había entrado y salido libremente durante veintiséis años. Oímos que el sonido moría en el interior de la vivienda. Al cabo de unos momentos, cuando el latin king subió a la acera y nos siguió, la puerta se abrió lo que daba de sí una gruesa y corta cadena y una mujer miró por la rendija.

– Es tu turno -le dije a Petra.

Mi prima le explicó en español cuál era nuestra misión, pero la señora Andarra se mostró inflexible. No podíamos entrar, no. Tal vez no teníamos malas intenciones, pero, ¿cómo podía saberlo? Y si fuera sólo estaba Gerardo, todavía menos. Si su hijo estuviera en casa, sería otra historia. Pero había mucha gente que quería robarte y te contaba mentiras. Petra le suplicó y trató de convencerla con su español de aula, pero la mujer no cedió.

Nos volvimos.

– Camina con la cabeza alta, finge tranquilidad. Esta acera es tuya -le dije.

– ¿Y qué haremos si nos atacan? -susurró Petra.

– Rezaremos nuestras oraciones -respondí y, luego, añadí en voz alta-: ¡Gerardo, tu abuelita está preocupada por ti. No le gusta verte perder el tiempo sin tener nada que hacer! ¡Quiere verte con un buen trabajo y no muerto en la morgue como tus amigos!

Gerardo miró hacia la casa y luego a nosotras. Habíamos hablado con su abuela, sabíamos cómo se llamaba. Yo me estaba inventando lo que podía haber dicho la mujer, pero con un chico como él no costaba imaginarlo. Gerardo se mordió el labio y nos dejó pasar. Montamos en el Mustang sin ninguna otra incidencia con la banda, aunque todos se plantaron con expresión desafiante hasta que doblamos la esquina al final de la calle y nos perdieron de vista.

– ¡Buf, Vic! He pasado tanto miedo que creía que iba a mearme encima. Cuando heriste a ese tipo, pensaba que los otros iban a atacarnos.

– Sí, yo también lo he pensado, pero, a plena luz del día… Y cuando un pendenciero ha recibido un golpe, se siente más inseguro en su territorio. De noche, en un callejón oscuro, ahora yo sería comida para las ratas.

– ¿Podrías haberlos frenado, si nos atacaban?

– No. Les habría infligido serios daños pero yo, contra cinco jóvenes, pocas posibilidades tenía a menos que tú fueras una pandillera.

– ¿Me tomas el pelo? Yo sé usar bien los codos en el volley playa pero eso es todo. ¿Podrías enseñarme algunos movimientos? Si nos metemos en un nuevo lío, no quiero ser la damisela impotente mientras tú te diviertes.

– Ya he cubierto mi cuota de estancias hospitalarias después de haberme «divertido», pero me encantará enseñarte algunos movimientos. Todas las mujeres deben saber qué hacer cuando se hallan en un apuro. El ochenta por ciento es una cuestión mental, no física. Como ha ocurrido ahora. Aposté a que Gerardo tenía demasiado miedo de su abuela como para atacarnos delante de su casa.

Nos dirigimos en coche hacia el norte en un apacible silencio. De repente, advertí que no había oído el timbre del teléfono de mi prima ni una sola vez en todo el día.

– Lo he apagado porque sabía que, si me ponía a hablar, te molestaría, pero he enviado mensajes de texto mientras conducías. -Hizo una pausa y añadió-: No es que quiera enojarte de nuevo, pero, ¿llegaste a mirar las cosas de tu padre?

– Lo único que encontré fueron rubíes, su dentadura postiza y unos planes secretos para invadir Canadá.

– ¿Canadá? ¿Y por qué querría invadir Canadá? ¿Por qué no México? ¡Habríamos tenido inviernos más templados! En serio, Vic, ¿no encontraste diarios o algo así?

– No, querida. Sólo sus viejas pelotas de softball y una de béisbol de los White Sox. Ésa tal vez tenga algún valor. Está firmada por Nellie Fox.

– ¿Nellie? ¿Una mujer jugando con los White Sox? Papá nunca me ha…

– Oh, querida Petra, Nellie era el diminutivo de Nelson, no de Eleanor. Fue un segunda base Guante de Oro de los White Sox. En cualquier caso, la bola está muy gastada, llena de agujeros. No sé por qué Tony la conservó. Tal vez la cogió para tu padre y se le olvidó dársela. Peter es seguidor de los White Sox, ¿verdad?

– Como vivimos en Kansas City, nuestro equipo es los Royals, pero papá tiene especial debilidad por los Sox.

Hablamos de béisbol el resto de camino hacia el norte. Cuando iba a dejar a Petra, ésta volvió a referirse a nuestro pequeño encontronazo con los gamberros de la calle de mi antigua casa de Chicago Sur.

– No se lo digas a papá, por favor. Cree que soy como una niña de seis años que no reconoce el peligro. Y cree que tú eres una megafeminista alborotadora. Si se entera de que he cortejado el peligro yendo contigo, te despellejará para la cena y a mí me encerrará en un convento.

– Primero tendrá que pillarme. Y no temas, no te encerrará en un convento. Tu padre y yo no hablamos nunca.

23 Visita a una cliente… y una conversación

El domingo por la tarde, fui a Lionsgate Manor para reunirme con la señorita Claudia. Estaba harta de que tanto su hermana como Karen Lennon me dieran largas acerca de cuándo estaría en condiciones de hablar conmigo.

La recepcionista del edificio me mandó a la planta de ancianos dependientes, donde la jefa de enfermeras me indicó que habían llevado a la señorita Claudia al jardín de la azotea. También me advirtió de que cada vez estaba más débil y desorientada. Aquella mañana, no había podido ir a la iglesia y se había pasado casi todo el día durmiendo.

– Los domingos, como no hay terapia, me gusta que los pacientes con embolias o demencias varias tengan la oportunidad de salir del edificio. Aunque le parezca que reacciona poco a sus preguntas, probablemente comprenda más de lo que usted piense. ¿Es usted de los servicios sociales?

– No. Intento encontrar a su sobrino, Lamont, porque ella me lo ha encargado.