»Sin embargo, más tarde, después del funeral, cuando el espanto de lo sucedido en la marcha y de la muerte de Harmony remitió un poco, empecé a darle vueltas. El proyectil tenía que haber salido de la multitud, de la gente que se agolpaba a nuestro alrededor. Todos los de las bandas estaban delante, ¿entiende?, rodeando al doctor King y a Al Raby. Quien la mató estaba al costado, y eso significa que no pudo ser un negro. Esa turba habría matado a cualquier negro que anduviera en medio.
Me sentí decepcionada. Había alimentado esperanzas de encontrar algo sustancioso, una identificación explícita.
– Así pues, ¿no vio quién le disparó?
La hermana Frankie movió la cabeza.
– Me ofrecí a testificar en el juicio, pero el abogado de Steve Sawyer no quiso ponerme en la lista de testigos. Intenté insistir, pero me llamó el obispo y me dijo que estaba extralimitándome. El cardenal intentaba calmar los ánimos en la ciudad y allí estaba yo, excitándolos. -Sonrió con tristeza-. Hoy, eso no me detendría, pero entonces sólo tenía veintiséis años y no sabía hasta dónde podía llegar antes de que la jerarquía me frenara.
– ¿Y qué era lo que creyó que podía añadir? ¿Su opinión sobre dónde estaban los pandilleros en relación a usted y a Harmony?
– No. Era otra cosa. Uno de los chicos tenía una cámara. Estaba sacándonos fotos a nosotras y pensé que tal vez…
Un sonoro estampido la interrumpió a media frase. Un disparo de fusil… ¿Un M-80? Un cristal se hizo añicos con estrépito y en la ventana de las flores apareció un gran agujero en forma de estrella de mar. La hermana Frankie se puso en pie como un resorte al tiempo que una botella llena de líquido entraba volando por el hueco, con el trapo delator asomando de la boca.
– ¡Agáchese! -exclamé-. ¡Al suelo!
Ella ya se inclinaba a coger la botella cuando apareció una segunda, que la golpeó en la cabeza y estalló en llamas. Agarré la colcha del sofá cama, se la arrojé encima conmigo detrás, la envolví por completo y rodamos juntas por el suelo. Oí caer una tercera botella y, enseguida, unos gritos procedentes de la calle, un chirrido de neumáticos y, por encima de todo, el siseo del fuego, el chasquido de las llamas mientras el fuego prendía en los libros, las estanterías y en mi propia chaqueta. Sofocada por el humo y los vapores de la gasolina, rodé sobre la hermana Frankie tratando de apagar el fuego que me lamía las mangas de la chaqueta. Monja, colcha y detective rodamos hacia la puerta en un confuso montón. Levanté un brazo que enseguida notó los efectos de las llamas, busqué a tientas el picaporte y salimos a rastras al pasillo.
25 Visitas alfabéticas: FBI, OGE, SN, DPC
Era noche cerrada y mi padre aún seguía de patrulla, enfrentándose a revueltas y disturbios en alguna parte de la ciudad a medianoche.
La gente le arrojaba cócteles molotov. Yo veía volar las botellas hacia su cabeza y gritaba, tratando de avisarlo, lo cual era una estupidez porque estaba a kilómetros de distancia y no me oía. Mi madre no tenía que saber que estaba asustada. Su preocupación no haría sino aumentar si, además de a ella misma, tenía que consolarme a mí.
Nuestra casa nunca llegaba a estar a oscuras de verdad. Las llamaradas de las acererías creaban una luz fantasmagórica incluso a las dos de la madrugada y el cielo, siempre amarillo de los vapores de azufre, tenía un fulgor mortecino toda la noche. La luz se filtraba por las cortinas y me hacía daño en los ojos. Me dolían los brazos y la garganta. Tenía la gripe. Y, al fondo, oía hablar a mi madre. Había venido un médico y me preguntaba cómo estaba.
– Estoy bien.
No podía decir que no me encontraba bien, con papá allí fuera, reprimiendo una algarada.
– ¿Cómo te llamas? -quiso saber el doctor.
– Victoria -dije, obediente, con voz ronca.
– ¿Cómo se llama el Presidente?
No me acordaba y empezó a entrarme pánico.
– ¿Estoy en la escuela? ¿Es un examen?
– Estás en el hospital, Victoria. ¿Recuerdas que viniste al hospital?
Era una voz de mujer; no era mi madre, pero era alguien que conocía. Hice un esfuerzo por dar con el nombre.
– ¿Lotty?
– Sí, Liebchen. -Su voz se inundó de alivio-. Lotty. Estás en mi hospital.
– Beth Israel -susurré-. No veo…
– Te hemos vendado los ojos para protegerlos de la luz durante unos días. Estás un poco chamuscada.
El incendio. Los cócteles molotov no los habían arrojado a mi padre, sino a la hermana Frankie.
– La monja… ¿Está…? ¿Cómo está?
– Ahora mismo la tienen en cuidados intensivos. Le salvaste la vida. -A Lotty le tembló la voz.
– Me duelen los brazos.
– Te los quemaste. Pero recibiste asistencia enseguida y sólo hay unas pocas zonas donde está comprometida la capa interna de la piel. Dentro de pocos días, estarás bien. Ahora, lo que quiero es que descanses.
Un hombre hablaba al fondo, en voz alta, exigiendo que respondiera a sus preguntas. Lotty le replicó con aquella voz que hacía que Max le dedicara una reverencia y la llamara Eure Hoheit, «Su Alteza», en alemán. La cirujana, cual princesa de Austria, aseguró al hombre que no permitiría que me hicieran ninguna pregunta oficial hasta estar segura de que me había recuperado de la conmoción.
Lotty me protegía. Podía descansar, podía relajarme y sentirme segura. Me adormilé y soñé que cabalgaba por un campo de violetas. Un tigre de dientes afilados como sables rondaba entre las violetas. Me agaché para ocultarme, pero me olió. Tenía quemaduras y olía como la carne a la parrilla del señor Contreras. Intenté gritar, pero tenía la garganta hinchada y no salía de ella sonido alguno.
Luché por recuperar la conciencia y me quedé tendida en la oscuridad, jadeando. Me palpé las manos. Las tenía envueltas en gasa y la menor presión me dolía porque todavía estaban hinchadas. Me toqué con cuidado los párpados chamuscados. También los tenía cubiertos con gasas.
Entró una enfermera y me pidió que valorara mi dolor en una escala del uno al diez.
– Creo que alguna vez me ha dolido más -susurré-. Un nueve. ¿Es de día o de noche?
– Es por la tarde. Ha dormido cinco horas y puedo administrarle más analgésicos ahora.
– ¿Cómo está la monja? ¿Cómo está la hermana Frankie?
Noté que la enfermera se movía cerca de mí.
– No lo sé. Acabo de entrar de turno. La doctora podrá decírselo.
– ¿La doctora Herschel? -pregunté, pero ya volvía a sumirme en las líneas quebradas y los colores del sueño de la morfina.
Encima de la mesa de la cocina había una pelota de béisbol que rodaba en una dirección y otra a causa de un tren de carga que hacía temblar la casa a su paso. Era Navidad y papá había ido al béisbol sin decírmelo. Él y mamá y un hombre que no conocía habían estado discutiendo en plena noche y sus voces subidas de tono me habían despertado.
– ¡No puedo hacerlo! -exclamó papá.
Y entonces mamá me oyó en la escalera y me gritó en italiano que volviera a la cama. Las voces de los hombres se redujeron a cuchicheos, hasta que el desconocido gritó:
– ¡Estoy harto de sermones, Warshawski! ¡No eres ningún cardenal, y mucho menos un santo, así que aparta tu crucifijo de plástico!
La puerta principal se cerró de un portazo y la pelota empezó a rodar. Ahora era una bala de cañón y rodaba hacia mi cabeza con la mecha echando chispas, y volví a despertar en la oscuridad, bañada en sudor. Tanteé la mesilla buscando agua. Había una jarra y un vaso, y mientras lo llenaba me derramé agua encima, pero me sentó bien.