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Y fue pura suerte, suerte de la mala, que yo aceptara buscar a Lamont Gadsden. A veces, cuando quiero echar la culpa a alguien, gritar a alguien ajeno a mi familia, el que paga el pato es un indigente llamado Elton Grainger.

Elton fue el deus ex machina involuntario que me llevó al embrollo de Gadsden. Elton llevaba varios años rondando intermitentemente por mi calle. Lo conocía de saludarlo. De vez en cuando le compraba la revista de indigentes que vendía y lo invitaba a café y a emparedados. En una ocasión, durante un temporal de nieve, le ofrecí refugio en mi oficina, pero declinó la invitación. Luego, una dorada tarde de junio, se desplomó delante de mi despacho.

Si lo hubiera dejado morir, Petra tal vez no habría desaparecido y la hermana Frankie quizás estaría viva todavía. Lo sucedido es toda una lección acerca del destino que aguarda al Buen Samaritano.

Ocurrió mientras tecleaba el código de la puerta del edificio.

– Vic, ¿dónde ha estado? ¡Hace semanas que no la veo! -Con un gesto caballeroso, Elton me tendió un ejemplar de la revista y dijo-: Ha salido hoy.

– He estado en Italia -dije, hurgando en mi cartera en busca de dinero americano, que todavía me parecía raro-. Mis primeras vacaciones en quince años. Es duro regresar.

– Viajes al extranjero. A mí se me pasaron las ganas cuando, con diecinueve años, el tío Sam me pagó un pasaje aéreo a Saigón.

Saqué un billete de cinco y Elton se desplomó en la acera. Dejé caer los papeles y las llaves y me arrodillé a su lado. Se había golpeado la cabeza y sangraba copiosamente, pero respiraba. Le tomé el pulso y sus latidos eran suaves e irregulares, como una frágil bailarina moviéndose al ritmo de la música.

Las horas siguientes transcurrieron entre la ambulancia, el servicio de urgencias y el ingreso en el hospital. Querían saber muchos detalles de él, pero yo no lo conocía, sólo era un indigente que llevaba años vendiendo periódicos en aquel trecho de West Town. De su vida personal sólo había mencionado que había perdido a su mujer cuando se dio a la bebida. Nunca habló de hijos y aquélla fue la primera vez que aludía a Vietnam. Había sido carpintero y, de vez en cuando, todavía le salían trabajillos por horas. En cuanto a los antecedentes médicos, no pude ayudar al hospital en el papeleo. Era un indigente. Esperaba que tuviera el carné verde que le permitía el acceso a los servicios sanitarios de la ciudad, pero no lo sabía.

Quería regresar a la oficina. Había estado fuera dos meses y medio y tenía esperándome una montaña de papeles más alta que los picos del Himalaya, pero no me apetecía marcharme hasta que hubiera algún diagnóstico o resolución sobre el estado de Elton. Al final, transcurrieron dos horas hasta que un médico interno, que tenía a su cuidado muchos más enfermos de los que podía atender, salió a informarme. Y lo hizo porque yo no había dejado de insistir a las enfermeras sobre su crisis, pidiendo oxígeno y que le controlaran el corazón, que hicieran algo. Me contó que había recuperado el sentido mientras estaba en la camilla, pero que tenía la piel fría y pálida y el pulso todavía muy débil.

Una mujer de treinta y pocos años, que parecía ocuparse de un anciano negro, me dedicó una torcida sonrisa la tercera vez que me acerqué al mostrador.

– Es difícil, ¿verdad? Ha habido demasiados recortes de personal. No pueden ocuparse de todos los pacientes que les llegan.

– Ayer regresé de una larga estancia en Europa -dije, asintiendo- y todavía no me he adaptado a nuestros husos horarios y nuestro sistema sanitario.

– ¿Es hermano suyo? -preguntó al tiempo que señalaba la camilla de Elton.

– Es un sin techo que se ha desplomado a la puerta de mi oficina.

La mujer frunció su boca de capullo de rosa.

– ¿Quiere que me ocupe de buscarle un albergue, si consiguen estabilizarlo? Tengo amigos en algunos de los establecimientos para indigentes -dijo.

Asentí y le di las gracias. Finalmente, el interno, que no parecía tener edad suficiente para ser universitario, y mucho menos médico de un hospital, se acercó a la camilla. Le preguntó a Elton cuánto bebía, cuánto fumaba y cómo dormía. Le auscultó el corazón y ordenó que le hicieran un electroencefalograma, un electrocardiograma y un ecocardiograma. Y que le suministraran oxígeno.

– Tiene arritmia -me dijo el interno-. Hemos de determinar el grado de gravedad. Beber y vivir en la calle se cobra un precio.

Elton me sonrió y me presionó débilmente los dedos entre los suyos, manchados de nicotina.

– Váyase, Vic. Aquí me tratarán bien. Gracias por… Bueno, ya sabe, que Dios la bendiga y todo eso.

Sacó un viejo carné de color verde de un bolsillo interior y supe que no lo pondrían de patitas en la calle. Volví a la oficina en taxi y no me quité a Elton de la cabeza, pero lo puse en un rincón. Me sentía agotada del viaje y había estado tanto tiempo fuera, que el período de descompresión antes de volver al trabajo tendría que ser forzosamente corto.

Había estado en Italia con Morrell y habíamos alquilado un bungalow en Umbría, en las montañas, cerca de la casa donde mi madre había vivido de niña. Morrell se había recuperado de las heridas de bala que dos años antes casi lo habían matado en el Khyber Pass. Quería probar las piernas, ver si ya estaba a punto para volver a ejercer el periodismo en primera línea del frente, y anhelaba regresar a Afganistán, a pesar de que en ese país y en Irak habían muerto más de trescientos periodistas desde que empezáramos nuestra guerra eterna.

Mis necesidades eran incluso más personales: yo me había criado hablando italiano con mi madre, pero no conocía su casa. Quería conocer a los parientes, quería escuchar música donde Gabriella la había aprendido, ver cuadros bajo la luz de la Umbría y la Toscana y beber vino torgiano en las colinas donde crecían las uvas.

Morrell y yo visitamos a la familia de Gabriella, unos ancianos primos católicos que se sorprendieron de lo mucho que me parecía a ella, pero que no quisieron hablar de los años que tuvo que vivir escondida con su padre, un judío italiano. Dijeron que no recordaban a mi abuelo, que había sido delatado y enviado a Auschwitz al día siguiente de que alguien llevara a Gabriella a la costa y la embarcara en un carguero con destino a Cuba.

Nadie sabía qué había sido de Moselio, el hermano pequeño. Gabriella le había perdido la pista cuando él se había unido a los partisanos en 1943 y yo no me había hecho nunca ilusiones al respecto. Mi madre llevaba mucho tiempo muerta, pero aún la echaba de menos. Esperaba demasiado de su familia de Pitigliano.

Morrell y yo visitamos la Ópera de Siena, donde Gabriella había tenido su único papel profesional, el de Ifigenia, la obra de Jommelli, gracias a lo cual tengo el nombre intermedio más raro de Chicago. Conocimos incluso a una frágil diva de unos noventa años que recordaba a Gabriella de los tiempos en que habían estudiado juntas en el conservatorio. «Una voce com'una campana dorata.» Cuando cantaba en nuestro bungalow de cinco habitaciones del sur de Chicago, parecía llenar todo el espacio hasta llevarlo al borde del estallido.

Al llegar a Chicago, Gabriella era una inmigrante pobre y mal informada y acudió a un bar de Milkwaukee Avenue donde, según un anuncio que había visto, buscaban cantante. Allí, los tipos de la trastienda intentaron desnudarla mientras cantaba, «Non mi dir, bell'idol mio».

Mi padre la rescató de aquello. Entró en el local una calurosa tarde de julio a tomarse una cerveza y la arrancó de los brazos del encargado del bar, que se dedicaba a manosearla. Mi padre era policía de Chicago, un hombre dulce y amable que veneró a mi madre desde aquel mismo día.

Al contemplar los cupidos barrocos que sostenían un estandarte de yeso en la Ópera de Siena, sentí la distancia entre el escenario y la música, donde Gabriella empezó su vida, y el bungalow en medio de las acererías donde la terminó. Mi padre y yo, ¿habíamos sido compensación suficiente para todo lo que se había visto obligada a abandonar por culpa de las leyes raciales de Italia?