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Las manos eran lo que había padecido más. Cuando me quitaran las vendas la semana siguiente, tendría que llevar guantes de algodón cada vez que saliera de casa.

Cuando, finalmente, me colé en el cuarto de baño y me miré al espejo, parecía que hubiese tomado demasiado el sol, pero sólo tenía en la cara unas cuantas ampollas a lo largo del perfil del cuero cabelludo. Al parecer, había hundido la cara en la colcha mientras sacaba a la hermana Frances de la habitación, lo cual también me había salvado de sufrir quemaduras graves.

Aun así, había tenido una suerte asombrosa de escapar a lo más fuerte del incendio. Si hubiera tirado al suelo de un empujón a la hermana Frankie, en lugar de avisarla a gritos… Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver la botella golpeándole la cabeza.

El residente había dicho que me darían el alta al día siguiente si continuaba en aquel estado. Entretanto, me quitarían el gotero y tomaría antibióticos por vía oral y podría comer algo.

– ¿Sabe que ha creado usted una especie de circo mediático en el hospital? -El residente era un hombre joven y un circo mediático era claramente un cambio en la rutina que agradecía.

Al parecer, el servicio de seguridad del hospital había descubierto aquella mañana a un periodista que intentaba acceder a mi habitación mientras dormía. También habían denunciado a otro hombre al que habían encontrado ante uno de los ordenadores del puesto de enfermeras, consultando mi historial y el de la hermana Frankie.

– Bloqueamos las llamadas a su habitación. Los de centralita dicen que han contado ciento diecisiete llamadas.

No había imaginado que una estancia hospitalaria tuviera un lado bueno, pero haberme ahorrado tal número de llamadas me hizo ver que estaba equivocada.

Cuando, finalmente, el doctor recordó que tenía que pasar visita a otros pacientes, me puse guantes de plástico para protegerme las manos y me di una ducha en el pequeño cuarto de baño. Me sentí mejor físicamente, pero el agotamiento, la medicación y la depresión me hicieron volver a la cama sumida en una especie de letargo.

Me puse las pesadas gafas y me quedé medio adormilada. Alguien trajo una suerte de almuerzo. Pedí café, pensando que la cafeína levantaría un poco aquella niebla que tenía en el cerebro. La auxiliar dijo que no lo tenía en la dieta y volví a tenderme en la cama, con el estómago revuelto sólo de pensar en la temblorosa gelatina roja que venía en la bandeja.

En cierto momento, pensé en mi ropa. Llevaba la cartera en el bolso y éste debía de estar fundido entre los restos de la casa de la hermana Frances, pero muchas veces guardo algún billete directamente en el bolsillo. Entre mis ahumadas prendas encontré, en efecto, once dólares y trece centavos. También encontré el móvil, pero la batería estaba agotada.

Me calcé las botas Lario en los pies desnudos y me puse la chaqueta de lino chamuscada y desgarrada. Me miré en el espejo del cuarto de baño. Entre la ropa, el cabello sucio y revuelto y las enormes gafas, parecía salida de las calles del Uptown que rodeaban el hospitaclass="underline" una indigente que recogía colillas. Recorrí el pasillo con piernas temblorosas; dos días en la cama, sin comer y muy conmocionada, me habían atrofiado los músculos. Un guarda de seguridad del hospital situado en el puesto de enfermeras me miró con curiosidad, pero no intentó detenerme. Bajé en ascensor al vestíbulo de la planta baja.

Los hospitales se han dado cuenta de que la caja registradora se llena más si instalan una máquina de café. No pretenden que sea bueno, pues imaginan que una clientela bajo tensión consumirá cualquier cosa. Yo tampoco estaba en situación de andarme con remilgos. Pedí un exprés triple a un encargado que, al ver mi indumentaria y mi pelo, me pidió el pago por adelantado.

Mientras me hacía los cafés, miré al otro extremo del vestíbulo, tras la puerta de la entrada. El circo mediático había cerrado la mayoría de las carpas y sólo permanecía allí una unidad móvil. Al forzar la vista a través de las gafas, apenas alcancé a distinguir a un par de personas con pancartas; eran los activistas por los derechos de los inmigrantes, quizás, o unos obreros en huelga o incluso una protesta contra el aborto. Los cristales de las gafas eran demasiado opacos como para que alcanzara a leer lo que decían las pancartas.

Llevaba las manos tan bien envueltas que tuve que sostener el vaso con la yema de los dedos y me costó abrir los sobres de azúcar. Al final, los desgarré con los dientes, derramándome azúcar encima y tirándolo por el suelo antes de acertar a echarlo en el café. Me dirigía a los ascensores cuando distinguí a mi viejo colega Murray Ryerson, del Herald-Star, en el mostrador de recepción. Estaba recogiendo un pase de visitante y sonreía con satisfacción al empleado. Para que luego digan del aislamiento de los periodistas.

Me sentí vulnerable y desprotegida, sin ropa interior bajo un gastado camisón de hospital y sólo con la chaqueta tiznada para ocultar a la vista de todos los pechos y las nalgas. Me retiré hasta una silla situada detrás del macetero de una planta y observé desde allí hasta que Murray hubo entrado en el ascensor.

Mientras esperaba, vi que Beth Blacksin, de Global Entertainment, se acercaba al mostrador de recepción y se ponía a gesticular de indignación, señalando el ascensor. Así pues, Murray había entrado con engaños. Un guarda de seguridad del hospital se unió a Beth.

Los hospitales tienen un millón de salidas y escaleras. Abandoné la cafetería por el fondo y entré en las primeras escaleras que encontré. Subí un tramo y me sentí como si me hubieran dado una paliza: me temblaban las piernas y la cabeza me daba vueltas. Me apoyé en la pared y tomé un sorbo de café. Amargaba -hacía tiempo que no limpiaban los cabezales de la cafetera-, pero la cafeína me serenó un poco.

Un médico bajaba corriendo, pero se detuvo al verme.

– ¿Qué hace usted aquí?

Levanté la muñeca donde llevaba la pulsera de plástico de paciente sobre la mano vendada.

– Me he despistado cuando he bajado a por un café.

El médico leyó la pulsera.

– Su habitación está en la quinta planta. Será mejor que tome un ascensor. Creo que no debería estar levantada, señora… Y, desde luego, no debería subir cinco pisos a pie.

Abrió la puerta de la planta baja y la sostuvo mientras yo pasaba detrás de él.

– Puedo pedirle una silla de ruedas.

– No, las enfermeras me han dicho que tengo que empezar a caminar. No se preocupe.

El doctor tenía prisa y no se quedó a discutir. Eché un vistazo a la pulsera. Por supuesto, allí constaba el número de mi habitación. Era una suerte, pues no me había molestado en mirarlo al salir.

Encontré unos ascensores auxiliares y vi un rótulo que indicaba por dónde se iba a la biblioteca del hospital. Con el café entre las yemas de los dedos, dejé atrás las secciones de Consultas Externas de Ortopedia y de Enfermedades Respiratorias y llegué a la biblioteca. Para mi alivio, no era más que una sala llena de libros donados, la mayoría de ellos ejemplares de cortesía con la nota de los agentes de prensa debajo de la tapa todavía. Allí no había nadie que pudiera preguntarse si una persona con grandes gafas oscuras y sin ropa interior debía estar en aquel lugar.

Apagué las luces del techo y me enrosqué en un sillón. Era hora de dejar de lamentarme de mí misma y de sentirme culpable por lo de la hermana Frankie. Era momento de pensar, de trabajar.

Los federales habían estado vigilando el apartamento de la hermana Frances y no habían intervenido en el ataque contra ella. ¿Significaba aquello que habían deseado su muerte, o sólo que se habían ausentado para tomar una pizza y no vieron que alguien arrojaba los cócteles molotov?

El café surtió efecto, pero no suficiente para poner a funcionar plenamente mi aturdido cerebro. Me levanté del sillón y saqué la hoja publicitaria de varios libros. Rebuscando en los cajones de un pequeño escritorio, encontré un viejo cabo de lápiz. Tendría que valer. No veía apenas para escribir y el lápiz tenía la punta demasiado roma para hacerlo normalmente, por lo que empleé mayúsculas.