– ¿Pruebas?
Apuré el resto del té. Me hizo sentir un poco mejor, pero todavía me costaba explicarme con coherencia.
– Pruebas del incendio. Fragmentos de botella. La policía debería haberlos llevado… laboratorio…
Estaba a punto de echarme a llorar de frustración por mi incapacidad de expresarme y me acordé de la señorita Claudia, de sus lágrimas, de su inglés chapurreado.
– ¿Qué había en las botellas? -conseguí decir, finalmente.
– ¿Qué importa eso? ¡La hermana Frances ha muerto, fuese gasolina o whisky! -exclamó otra de las monjas.
– Sí que importa. Sí que importa. Combustible corriente. Cualquiera, pero yo pienso en pro… profesionales.
Se produjo un breve silencio. A continuación, habló la hermana Carolyn:
– Sé que está agotada, pero necesito que explique eso. ¿Está diciendo que fue obra de un incendiario profesional?
Una de las monjas me ofreció otra taza de té, esta vez reforzado con un chorrito de coñac. Casi me atraganté al tragarlo, pero el alcohol hizo efecto y me proporcionó una ilusión pasajera de claridad.
– El acelerante. Creo que fue alguna clase de carburante de aviación, algo que arde deprisa y con mucho calor, o los libros no se habrían quemado tan deprisa, ni tampoco… -Me detuve a media frase-. Su cabeza… Intenté cogerla, envolverla, pero la cabeza…
Varias manos me ayudaron a sostenerme en pie y, después de otro sorbo, conseguí añadir:
– Quiero saber dos cosas. ¿La policía se llevó los fragmentos de botella para analizarlos? No creo que lo hicieran, o yo no habría encontrado unos pedazos tan grandes en la escena del suceso. Y, si la policía no se ha ocupado, quiero llevarlos a un laboratorio privado que utilizo en estos casos para que me digan qué se empleó.
La hermana Carolyn Zabinska asintió y añadió que quería hablar conmigo del ataque en sí. Necesitaba saber qué había sucedido.
– Había pensado hacerle una visita. Como he dicho, encontré su bolso e intenté llevárselo al hospital, pero tenía prohibidas las visitas, incluso de una monja. Pero ahora que le han dado el alta…
– ¡No se la han dado! -intervino Petra-. Se ha escapado sólo para venir aquí esta noche.
– Eso me tranquiliza -comentó una de las hermanas-. No quiero ser grosera, pero tiene usted un aspecto horrible y había pensado que era otra muestra de nuestro execrable sistema sanitario, que la habían mandado a casa antes de que estuviese recuperada.
– Sí, necesita volver a la cama -dijo la hermana Zabinska-. Yo recogeré su bolsa de pruebas del apartamento de Frankie. Si me dice dónde está su laboratorio forense, me encargaré de que la lleven allí, pero es hora de que su sobrina…, mejor dicho, su prima, ¿no es eso?, la lleve al hospital.
– Claro que la llevaré -asintió Petra-. ¿Pero cómo haré para pasar de la recepción con ella?
– ¿Qué hospital es? -preguntó una de las monjas.
– El Beth Israel -informé.
– Yo tengo un pase -dijo la hermana-. Trabajo allí con madres infectadas del VIH.
La monja murmuró algo a las otras dos, que soltaron unas risillas. Me quedé adormilada y volvía a despertar con un sobresalto cuando noté que me envolvían la cabeza con una tela.
– Muy bien, hermana V.I. -dijo Zabinska-. Levántese. Vamos a llevar un poco de socorro a los enfermos y necesitados.
Las tres monjas se reían. Se habían puesto los hábitos. Recordé que la hermana Frankie me había dicho que ella se los ponía cuando tenía que presentarse ante un juez. Me ayudaron a levantarme y me llevaron ante el espejo del baño. Me habían puesto una toca para ocultar mi pelo estrafalario.
Me llevé una gran sorpresa al ver emerger mis ojos de una cara de monja, como si la prenda hubiese cambiado mi personalidad. Demasiado ojerosa y con una mirada demasiado frenética para ser Audrey Hepburn en Historia de una monja. Tal vez como Kathleen Byron en Narciso negro.
Zabinska y la hermana que trabajaba en el hospital me tomaron de los brazos y me condujeron hasta la puerta y escaleras abajo, seguidas de Petra y la tercera hermana. Avanzábamos despacio debido a mi estado y sólo habíamos llegado al rellano del segundo piso cuando oímos un fuerte ruido procedente del piso de abajo.
La hermana Carolyn me soltó el brazo.
– Viene del apartamento de Frances.
Debajo de nosotras, resonaron unos pasos en el pasillo. La hermana Carolyn corrió escaleras abajo. La otra monja se quedó a mi lado, pero la tercera hermana corrió tras la primera y mi prima la siguió al instante. Yo quise encabezar la marcha, pero tuve que agarrarme a la barandilla y moverme despacio, paso a paso.
Llegamos al ángulo del rellano a tiempo de ver a un hombre que bajaba apresuradamente los últimos peldaños, seguido por las monjas y Petra. Oímos a la hermana Carolyn gritarle al individuo que se detuviera y, enseguida, el ruido de la puerta al abrirse y el chirrido de unos neumáticos. Al cabo de un momento, Petra y las monjas reaparecieron.
– Alguien ha entrado en el apartamento y se ha llevado su bolsa de pruebas -anunció Zabinska-. ¿Cómo han sabido que debían buscarla?
– No lo sé. -Meneé la cabeza fatigosamente. Me costaba pensar-. Los federales han estado vigilando el edificio, ¿lo sabían ustedes? Tal vez han sido ellos. Debería haberlo recordado. Tal vez me han seguido desde el hospital… Creía que no traía a nadie detrás, pero ahora no estoy tan segura.
– ¿Que los federales nos han estado vigilando? -repitió la monja del hospital-. ¿Cómo sabe eso?
– En el hospital… -Empezaba a divagar otra vez-. Me lo contaron…
– Por poco lo atrapamos -dijo la hermana Carolyn-. Llevaba un pasamontañas de lana y lo he agarrado por ahí, en lugar de hacerlo por el hombro. Entonces, ha abierto la puerta con tal violencia que ha golpeado con ella en la nariz a la hermana Mary Lou y hemos tropezado la una con la otra. Ahora sí que estoy enfadada de verdad. Si ese hombre era un agente federal, tendrá que dar muchas explicaciones. ¡Golpear a una monja en su propia casa!
A la hermana Mary Lou le sangraba la nariz. La monja que trabajaba en el hospital la hizo sentarse en los escalones y echar la cabeza hacia atrás y le limpió la sangre con su propia toca. Otros inquilinos del edificio se asomaron a la escalera: más monjas y algunas familias con hijos pequeños. El bullicio se convirtió en un clamor que, en mi estado, no pude soportar. Desfallecida, me senté en la escalera al lado de la hermana Mary Lou, con las gafas oscuras puestas otra vez.
– Necesito descansar -murmuré, jadeando-. Hermanas… Vayan al apartamento de la hermana Frankie… Busquen pedazos de botellas… Lleven linternas… Lleven cámaras y bolsas limpias… Tomen fotos de lo que encuentren… Recójanlo todo con guantes… algo limpio… Pónganlo en bolsas… selladas… Etiquetas… ¡Enseguida!
De nuevo, las monjas hablaron entre ellas en voz baja. La hermana que tenía el pase para el hospital iría conmigo al Beth Israel. Las hermanas Carolyn y Mary Lou se ocuparían de recoger más fragmentos de vidrio.
Petra se adelantó para recoger su Pathfinder y las tres monjas me llevaron al pie de la escalera. Mientras me ayudaban a subir al asiento trasero del coche, la hermana Carolyn me devolvió el bolso.
– No es usted lo que pensé cuando miré en su cartera y vi que era detective.
– Lo mismo digo. Usted y sus compañeras no son lo que pensé cuando supe que eran monjas.
Ella sonrió y posó las manos en mi frente en una caricia que era una especie de bendición.
– Rezaremos por su pronta recuperación -dijo.
A la mañana siguiente, cuando el residente hizo la ronda, observó con consternación que había tenido una recaída y me ordenó quedarme en el hospital un día más. Lotty reparó en que tenía nuevas contusiones muy recientes en los brazos y las piernas, que no podían deberse al incendio, pero no me hizo preguntas y yo no le conté nada.
Recorrí una decena de veces el pasillo, arriba y abajo, intentando ganar resistencia, pero después tuve que volverme a la cama, lo cual me resultó muy frustrante. Así pasé la jornada, prácticamente: caminando y durmiendo. A media tarde, bajé a tomar otro café.