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Ella también lucía una expresión de pesadumbre, contraída y sombría. Era una mujer alta y de constitución robusta, pero tenía los hombros hundidos de dolor.

– Sólo es el pelo -respondí, intentando dejar de lado la autocompasión-. Intenté cortármelo con unas tijeras de coser, pero soy el colmo de la torpeza. Los hombres del FBI fueron más rudos. Me dijeron que parecía la perdedora de una pelea de gatas.

– Sí, el FBI, de eso quería hablar… entre otras cosas.

La monja me acompañó al balcón de la sala, donde Lotty tenía una mesita y sillas en verano. Le ofrecí un refresco y la dejé allí, contemplando el lago Michigan, mientras me refugiaba en la cocina. Lotty sobrevive a base de café, prácticamente, pero encontré algunas infusiones de hierbas alemanas en el fondo de un cajón. Cuando regresé al balcón con la bandeja en precario equilibrio entre mis manos vendadas, la hermana Carolyn tomó asiento y me preguntó cómo sabía que el FBI estaba vigilando el Centro Libertad.

– No sé si el FBI está metido en eso. Las fotos las tomó Seguridad Nacional.

Le conté lo que había averiguado en la visita de los agentes, incluida la noticia de que los federales fotografiaban a todo el que entraba o salía de la casa.

– ¡Es escandaloso! ¿Por qué habrían de hacer algo sí?

– No lo sé. En el hospital, cuando me interrogaron, fueron muy claros al respecto. Dieron a entender que podía ser por sus inquilinos. Usted sabrá si está haciendo algo que irrita a los agentes.

– ¿Que yo irrito al FBI? Es verdad que protestamos contra la Escuela de las Américas, que trabajamos con inmigrantes pobres, con refugiados y, ahora, con gente que está en el corredor de la muerte, que participamos en el movimiento por el alojamiento accesible y que nos manifestamos por la paz, pero no hacemos nada clandestino o inmoral. No vendemos drogas, ni armas, y no espiamos a nadie.

– Hermana, usted sabe perfectamente que, defendiendo estas cosas, están zarandeando el portaaviones entero. Nuestra situación actual es que el país se ha convertido en un campamento armado. La paz, dejar entrar inmigrantes, prohibir la tortura y abolir la pena de muerte: no me extraña que las consideren una amenaza. En ese edificio junto al Potomac debe de haber toda una planta dedicada a su Centro Libertad.

– Pero eso significa que estamos poniendo en peligro a los demás inquilinos -dijo Zabinska, preocupada-. El edificio no es nuestro, pero la empresa propietaria se ha mostrado muy generosa. Nos deja llevar el Centro Libertad en los apartamentos de la planta baja. Cinco de las hermanas que se ocupan del centro tienen la vivienda aquí y hemos terminado trabajando con muchos de los inquilinos, pues buena parte de ellos son refugiados o buscan la manera de acceder a la atención sanitaria o a las subvenciones de alquileres. Quizá deberíamos ocuparnos de trasladar a los que corren más riesgo de ser deportados. Ya están todos suficientemente asustados con lo de las bombas incendiarias.

– Será mejor que ande con mucho cuidado de dónde y qué habla sobre este asunto -la previne-. Probablemente, estarán escuchando todas sus conversaciones, no sólo las telefónicas.

La hermana estaba escandalizada, desde luego. Sobre todo, después de que le explicara lo difícil que es detectar o bloquear un aparato de escucha sofisticado de los que el FBI, sin duda, dispone. Hablamos de alternativas. La tecnológica quedaba fuera de nuestro presupuesto, y jugar a los espías, con claves y encuentros en lugares discretos, ocuparía demasiado tiempo.

– Además, esta clase de clandestinidad va tan en contra de nuestros votos y de nuestra misión, que nos volvería locas. Pero tal vez deberíamos empezar a salir al callejón cuando queramos decir algo reservado.

Torcí el gesto y apunté:

– Sería sencillo instalar pequeñas cámaras de vigilancia en los postes de la luz de ese callejón. Depende del grado de interés que tengan en usted.

La hermana Carolyn se restregó los ojos con las manos.

– Sé que es una noticia importante, pero ahora mismo me cuesta prestarle atención. Todas estamos conmocionadas todavía por la pérdida de Frankie. La violencia del ataque resulta difícil de asimilar, pero perderla… Para eso no estaba preparada. Soy la directora del Centro Libertad, pero ella era nuestra verdadera líder en lo espiritual, en lo psicológico y en todo aquello que más cuenta. Necesito entender por qué la mataron.

– Ojalá lo supiera -asentí, mordiéndome el labio inferior.

– Cuando registré su cartera y vi la licencia de investigadora privada, pensé que tal vez había venido a espiarla. Entonces aún no sabía que ya lo estaba haciendo nuestro gobierno. Pensé que quizá la había contratado algún grupo antiinmigrantes.

Volví a contar mi gastada historia de la búsqueda de Lamont Gadsden y Steve Sawyer. Cuando mencioné el nombre de Karen Lennon, la expresión grave de la hermana Carolyn se aligeró un momento.

– Karen… Claro que la conozco. Está en nuestro Comité contra la Pena de Muerte y hemos trabajado juntas en la campaña por el acceso a la atención sanitaria. ¿Cómo la encontró a usted?

– Por casualidad. La conocí en urgencias de un hospital, cuando me presenté allí con un indigente que se había desmayado en la acera de mi calle.

– Y veo que también conoce a la doctora Herschel. Esta casa es suya, ya lo he visto. Me ha sorprendido mucho enterarme de que se alojaba usted aquí.

Le conté que hace más de media vida que conozco a Lotty, desde que yo era estudiante y ella aconsejaba sobre abortos en secreto. La hermana Carolyn encajó esto último sin pestañear. Algunos de sus inmigrantes recibían atención médica en la clínica de mi amiga y Lotty le había salvado la vida a una de sus protegidas, embarazada, que había recibido un disparo en el vientre. Que Lotty fuese amiga mía y que estuviera trabajando con Karen Lennon me convertía, claramente, en mejor persona a los ojos de la monja.

Finalmente, llevé de nuevo la conversación a mi investigación.

– ¿La hermana Frances le habló alguna vez del juicio a Steve Sawyer o de la manifestación de Marquette Park donde murió Harmony Newsome?

– Cuando sucedió, yo era una cría que estudiaba enseñanza media en St. Justin Martyr. Frankie vino a hablarnos dentro del programa de apostolado del cardenal. Muchas chicas la abuchearon y la criticaron, pero a mí me hizo ver el mundo de otra manera. Me di cuenta de mi vocación gracias a Frankie. -Movió la cabeza, tratando de contener las lágrimas-. En esa época, no me habría hablado del asunto porque era una cría. Y cuando terminé el noviciado y volví a encontrarla en Chicago, habían pasado doce años y empezaba a haber tantas cosas de las que teníamos que ocuparnos, la Escuela de las Américas y los peticionarios de asilo guatemaltecos, y después la pérdida de empleos y el sistema sanitario, que no nos quedaba mucho tiempo para evocar el pasado. ¿Frankie pensaba que ese Steve Sawyer había sido condenado injustamente?

– Quizá lo fue. Lo único que puedo decir con seguridad es que estuvo muy mal representado en un juicio que fue una farsa, al menos por lo que deduzco de la transcripción. La hermana Frances me dijo que había querido testificar en el juicio, pero que la defensa no había querido llamarla. -Hice una pausa, con la garganta tan seca que apenas pude articular las siguientes palabras-. Un periodista me sugirió que el verdadero objetivo podía ser yo, pero no quiso decirme de dónde había sacado tal cosa.

– Matar a una monja para impedirle hablar con usted, o a usted para que no hablara con ella… Esas cosas han sucedido en Nicaragua o en Liberia, ¿pero aquí? Aquí nos creemos muy seguros, pero ahora resulta que mi propio gobierno está espiándome. Quienes podían conocer que usted y Frankie estaban hablando son agentes del gobierno… -Abrió unos ojos como platos, espantada, y casi no le salieron las palabras-: ¿No pensará que… que ellos…?