Выбрать главу

– Alguien tendrá que pagar mis honorarios -dije con firmeza-. Aun cuando no les cobre la tarifa completa, que son ciento cincuenta dólares la hora» no puedo permitirme desperdiciar tiempo y dinero, tal como están las cosas. ¿Lionsgate Manor no tiene unos fondos a los que recurrir en estos casos?

Mi vieja amiga Lotty Herschell es la jefe de servicio de Perinatología del Beth Israel. Aquella noche cenaríamos juntas. Podía preguntarle por Karen Lennon y Lionsgate Manor y si Beth Israel soltaría algo de pasta para una buena causa. En el caso de que aquélla lo fuera.

– Si hablara con la señorita Della, tal vez podría usted dirigirla a alguien cuyos honorarios pueda permitirse pagar. -Karen hizo caso omiso de mi sugerencia-. ¿Qué mal puede hacerle ir a verla?

4 Una cliente de mil demonios

Durante la cena con Lotty, le conté que había rescatado a Elton y cómo había aparecido Karen Lennon en mi vida.

– Max sabe más que yo sobre los centros que dependen del hospital y el personal que trabaja en ellos -respondió cuando le pregunté si conocía a Karen Lennon y el Lionsgate.

Max Loewenthal, amigo y amante de Lotty desde hacía mucho tiempo, era el director ejecutivo del hospital Beth Israel y pertenecía al consejo de administración de la empresa propietaria. Lotty me llamó al día siguiente con la respuesta: «Lennon forma parte del comité ético de Beth Israel. Max dice que es muy joven, pero que la considera muy sensata. En lo que se refiere a la pregunta de si existen fondos discrecionales, tenemos todo tipo de fondos insólitos para fines insólitos, pero no tenemos ninguno para pagar detectives privados a fin de que busquen a los hijos desaparecidos de los residentes de nuestra institución. Tú verás lo que haces, querida.»

Podría -debería- haberme olvidado de Karen Lennon y de sus ancianas pero, a fin de cuentas, Lennon había intervenido para ayudar a Elton. Al cabo de tres días, cuando encontré un hueco en la agenda, recorrí Roosevelt Road y pasé por delante de los monstruosos edificios que el gigante hospitalario del South Side estaba edificando, hasta llegar a Lionsgate, una construcción algo desvencijada. Era un edificio de quince pisos, cuyas dos plantas superiores ocupaban pacientes con alzheimer y demencias varias; el resto eran apartamentos y zonas de residencia. ¡Qué manera tan triste de vivir, pensé, sabiendo que un día el ascensor podía llevarte a las alturas y que ya sólo volverías a bajar metido en el ataúd!

El vigilante de seguridad de la puerta me encaminó a la oficina de Karen Lennon. El lugar era tan laberíntico que me perdí un par de veces y tuve que preguntar. Por lo menos, todo el mundo parecía saber dónde estaba la reverenda, lo cual significaba que estaba haciendo un buen trabajo con los miembros de su comunidad.

Lionsgate Manor estaba limpio, pero habían pasado muchos años desde que viera la última reforma. La pintura de las paredes estaba desconchada y en el agrietado suelo de linóleo se veían las marcas dejadas por las sillas de ruedas y los bastones. En los pasillos había pocas bombillas fundidas o que faltasen, pero la dirección usaba las de menos potencia, de modo que, incluso en un radiante día de verano, el aire tenía un tono verde deslustrado, lo cual me hizo sentir como si estuviera en el fondo de un océano sucio.

Cuando llegué por fin a su oficina, Lennon hablaba con una mujer mayor que ella, una empleada del centro, pero terminó la conversación al momento y se puso en pie para acompañarme al apartamento de Della Gadsden.

Mientras nos dirigíamos al ascensor, le mencioné a la reverenda el nombre de Max Loewenthal y su rostro resplandeció.

– Hay muchos directores ejecutivos que sólo piensan en los beneficios. Max sabe que el hospital sólo existe porque su misión es aliviar el sufrimiento humano.

Nos detuvimos en la novena planta y Lennon me llevó por el pasillo con paso veloz. Mientras caminábamos, me advirtió de que las maneras de la señorita Della podían parecer bruscas.

– No se lo tenga en cuenta. Como ya le dije en su oficina, ha pasado por situaciones muy duras y, a veces, adopta una actitud grosera como forma de protección.

Karen Lennon llamó a la puerta del apartamento y, al cabo de unos minutos, después de oír los pasos pesados de alguien que caminaba con bastón y el chirrido de la cerradura, se abrió la puerta.

La señorita Della era una mujer alta y, pese al bastón, se sostenía erguida como un palo. Sola en casa a media tarde, todavía llevaba calcetines y un vestido azul marino de corte austero.

– Ésta es la señora Warshawski, señorita Della. Ha venido a hablar con usted sobre su hijo.

La señorita Della inclinó la cabeza una décima de segundo, pero hizo caso omiso de la mano que yo le tendía.

– Llámeme luego y cuénteme qué tal se llevan. -Karen dejó aquel comentario suspendido entre la señorita Della y yo. Después de unas cuantas preguntas sobre el estado de la «señorita Claudia», la reverenda se marchó.

Tan pronto entré, supe que los comienzos serían difíciles. La habitación era diminuta y estaba atestada de recuerdos de la vida de la mujer: mesas y estanterías repletas de figuritas Hummel, jarros de porcelana, animales de cristal y una gran cabeza de bronce de Martin Luther King. Tropecé con una mesa inestable y rocé un retablo de gacelas y cebras de porcelana. No se cayó nada, pero la señorita Della gruñó entre dientes y añadió en voz alta: «Como un elefante en una cacharrería». Sólo una mesita redonda cerca de la cocina estaba libre de objetos frágiles, pero la señorita Della tenía en ella el cesto de las labores, un trasto enorme de mimbre del que salían agujas de tejer como si fueran las púas de un puercoespín.

A cada lado del televisor, colgados en la pared, había sendos retratos de Martin Luther King y Barack Obama, y entre las figuritas había textos religiosos enmarcados. «Durante los momentos difíciles y de sufrimientos, cuando sólo veías las pisadas de unos pies. Yo te llevaba en brazos», leí. «Intentaré vivir todos los días que Él me mande / al servicio de los fines de mi Compasivo Señor.»

Los mensajes parecían no guardar mucha relación con el tono duro y algo grosero de la señorita Della, pero en la soledad de su casa tal vez fuera más suave y dócil. Me señaló una silla de madera junto a las púas de puercoespín y acercó otra para sentarse delante. Cuando quise ayudarla, me lanzó una mirada que habría podido rajar la tapicería, al tiempo que me indicaba que tomara asiento.

Los primeros minutos sólo ofreció unas respuestas muy lacónicas a mis preguntas.

– Me han dicho que busca a su hijo.

– Sí.

– ¿Cómo se llama?

– Lamont Emmanuel Gadsden.

– ¿Cuántos años tiene?

– Sesenta y uno.

– ¿Y cuándo lo vio por última vez, señora Gadsden?

– El veinticinco de enero de 1967.

La sorpresa me dejó muda. No era de extrañar que Karen Lennon no hubiese querido contármelo. Eso no era llevar desaparecido mucho tiempo, sino llevar desaparecido dos vidas.

Al cabo de un rato, pregunté a la señorita Della si lo había buscado en el momento de su desaparición y la anciana asintió con tristeza, pero no añadió nada más.

– ¿Qué hizo para buscarlo? -pregunté tratando de contener un suspiro de exasperación.

– Hablamos con sus amigos y éstos dijeron que se había esfumado, sin más. -Encajó las mandíbulas, pero al cabo de un momento las aflojó para añadir-: Esos amigos no me gustaban. Abordarlos fue difícil y se mostraron muy poco respetuosos, pero creo que decían la verdad.

– ¿Y en 1967 denunció la desaparición?

– Fuimos a la policía. Allí nos presentamos, dos buenas cristianas con nuestras mejores ropas de los domingos, y nos trataron como si fuéramos esclavas salidas de una plantación.