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Mi conocimiento del polaco se limita a unas cuantas frases formales aprendidas sin querer de la madre de Boom-Boom. Aquella noche, no dejé de caminar, pero grité en polaco que la cena estaba lista, que se estaba enfriando y que vinieran a la mesa enseguida, algo que le había oído decir a la tía Marie cuatrocientas o quinientas veces. La mujer sacudió la cabeza con esta suerte de incredulidad molesta que se otorga a los inmigrantes estúpidos, pero volvió a concentrarse en el televisor que tenía delante.

Subí en el ascensor con una empleada de la limpieza auténtica. Recogía las sábanas sucias y se apeó con su carrito en la octava planta. Cuando llegué a la habitación de la señorita Claudia, la señorita Della estaba sentada a su lado en la única silla de la estancia. Karen me estaba esperando y se acercó corriendo a saludarme en voz baja al tiempo que me tomaba del brazo y me llevaba hacia la cama de la anciana agonizante.

En la cama vecina había otra mujer que respiraba en cortas y jadeantes andanadas. A su lado, había un aparato que pitaba de vez en cuando. Corrí una cortina entre las dos mujeres para que pareciese que teníamos intimidad.

– Nuestros asuntos no han sido importantes para usted, ¿verdad? Le pagamos para que encontrara a Lamont y no lo ha hecho. Y creo que hace un mes que dejó de buscarlo. -La señorita Della me miró con el ceño fruncido.

– Y yo creo que su hermana quiere verme -dije lo más suavemente que pude-. ¿Cómo está?

– Algo más fuerte, quizá -respondió Karen-. Ha comido un poco de helado, dice la señorita Della.

La señorita Claudia dormía y su respiración, superficial y difícil, se parecía a la de su vecina. Me senté en la cama, pasando por alto el bufido indignado de mi cliente, y le tomé la mano izquierda a la anciana, la mano buena, y le di masaje.

– Soy V.I. Warshawski, señorita Claudia -dije con voz profunda y clara-. Soy la detective. Estoy buscando a Lamont. Le ha dicho a la reverenda Karen que quería verme.

Se movió un poco pero no despertó. Repetí varias veces aquella información y, al cabo de un rato, abrió los ojos.

– Tive -dijo.

– He encontrado a Steve -expliqué.

– Le pregunta si es usted la detective -me corrigió la señorita Della.

– Soy la detective, señorita Claudia, y he encontrado a Steve Sawyer. Está muy enfermo. Pasó cuarenta años en la cárcel.

– Triste. Duro. ¿Mont?

– Curtis, ¿se acuerda de Curtis Rivers? -Le estreché la mano con fuerza-. Curtis dice que Lamont está muerto, pero ignora dónde reposa su cuerpo. Dice que Johnny lo sabe.

Sus dedos respondieron débilmente a los míos.

– ¡Los Anacondas! -exclamó la señorita Della-. Sabía que había sido cosa suya.

– No creo que Johnny matase a Lamont, pero sí sabe lo que le sucedió. Haré todo cuanto esté en mis manos para que me lo cuente. -Le hablé despacio, sin saber hasta qué punto entendía mis palabras.

– Hará cuanto pueda y obtendrá los mismos resultados que lo que llevamos de verano -gruñó la señorita Della-. Es decir, no averiguará nada.

Me contuve de contestar y mirarla y me concentré del todo en su hermana. La señorita Claudia permaneció un rato en silencio, respirando hondo y a conciencia como si se preparase para un esfuerzo importante.

– La Biblia -dijo, pronunciando perfectamente todas las consonantes-. Lamont… Biblia. Cójala.

Volvió la cabeza en la almohada para que viera lo que quería. La Biblia encuadernada en rojo estaba en la mesita de noche.

– Busque a Mont. Si está muerto, entiérrela con él. Si está vivo, désela. -Respiró hondo de nuevo para hacer acopio de fuerzas-. ¿Lo promete?

– Se lo prometo, señorita Claudia.

– ¿ La Biblia de Lamont? -La señorita Della estaba enfurecida-. Es la Biblia de la familia. Claudia, tú no puedes…

– Calla, Dellie… -Pero a la anciana el esfuerzo por hablar claro le había pasado factura y volvió a caer en unas sílabas medio inteligibles-. Anca, Anca, tive. Quiero dar.

La señorita Claudia me miró hasta cerciorarse de que tenía la Biblia y que me la metía en el gran bolsillo del mono de trabajo sin dejársela tocar a su hermana. Cerró los ojos y boqueó porque le faltaba el aire. La señorita Della nos obsequió a su hermana y a mí con amargas palabras. Sobre todo a su hermana, a quien sólo le preocupaba su apariencia, y en cambio nunca se preocupaba de lo mucho que ella trabajaba y hacía, y que había malcriado a Lamont aunque ella le dijera que, ahorrándole la mano dura, le había estropeado la vida. Si Claudia lo oyó, no dio muestras de ello. Hablar conmigo la había dejado extenuada. Supe que no dormía porque, de vez en cuando, abría los ojos y me miraba a la cara y luego el bolsillo del que asomaba la gran Biblia roja.

Sin soltarle la mano, le canté la canción de la mariposa, la nana preferida de mi infancia. Gira qua e gira là, poi resta supra un fiore; / Gira qua e gira là, poi si resta supra spalla di Papà. (Gira aquí y gira allá, y luego se posa en una flor; / gira aquí y gira allá, y luego se posa en el hombro de papá.)

La señorita Della se sorbió los mocos ruidosamente pero canté la canción varias veces, para tranquilizarme al tiempo que tranquilizaba a Claudia hasta que se quedó profundamente dormida. Cuando me puse en pie para marcharme, la señorita Della no se movió de su silla, pero la reverenda Karen me siguió hasta el vestíbulo.

– Sé que ahora mismo estás sometida a mucho estrés y estoy segura de que tu prima es tu principal preocupación, pero venir a ver a la señorita Claudia ha sido realmente una buena obra. -Me puso la mano en el antebrazo-. Ese hombre que has mencionado, Curtis… ¿Crees que dice la verdad sobre Lamont?

– Oh, creo que sí. No sabe lo que le ocurrió, pero Johnny Merton sí lo sabía y fue tan terrible que se sumió en el silencio. Y Merton… Bueno, tendrías que conocerlo y comprenderías que si para él una muerte supuso tal conmoción, tú y yo nos volveríamos locas… como el pobre Steve Sawyer. -Solté el brazo suavemente.

»El asunto de mi prima está relacionado con algo de Lamont, o de Johnny y Steve Sawyer y los Anacondas. El hombre que se encarga de la seguridad de la campaña de Krumas, donde trabajaba mi prima, fue el policía que interrogó a Sawyer hace cuarenta años y lo torturó para que confesase.

– ¿Lo torturó? -Karen contuvo una exclamación-. ¿Estás segura?

El cuerpo quemado y lacerado de Sawyer-Kimathi destelló en mi mente. «Dicen que soy el hombre que canta y baila… Se ríen.» ¿Cómo iba a olvidar yo eso?

– Sí, sí, ojalá no fuera así pero… Sé que ocurrió. No lo entiendo, no lo entiendo todo, pero mi tío y Harvey Krumas, el padre del candidato, se criaron juntos y todavía se protegen el uno al otro. Los dos están implicados en ese asesinato que hubo en Marquette Park hace tantísimos años y eso significa que…

No pude continuar, no soportaba añadir que eso significaba que mi tío estaba involucrado en la muerte de la hermana Frankie porque su viejo colega Harvey se había apresurado a contratar a un equipo de demolición para que arrasara el lugar y cualquier prueba que yo pudiese encontrar quedase enterrada. Me presioné las sienes con las manos como si de ese modo pudiera expulsar de mi cabeza todo ese conocimiento de los hechos.

– Esto es terrible, Vic. ¿Por qué no vas a la policía?

– Porque Dornick es un ex poli con muchísimos amigos en el cuerpo y ya no sé si puedo confiar en él -respondí, esbozando una torcida sonrisa.

Karen empezaba a preguntarme qué relación tenía Lamont con Dornick, pero mis propias palabras me recordaron que Bobby Mallory había intentado ponerse en contacto conmigo. La interrumpí y le pregunté si podía utilizar el teléfono de su oficina para hacer unas cuantas llamadas.