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– ¿Poniendo micrófonos? -ironizó Tordera.

– No, tiene un informador -dijo Butxana.

Albert calló. Si hablaba, quizá también detendrían a Miquel.

– No nos hagas perder el tiempo. ¿Quién es tu informador? -Tordera elevó su tono de voz con la intención de presionarle.

Albert no se decidió. Pensaba que quizá fueran a hacerle el numerito del poli bueno y el malo. Pero ambos eran malos.

– Si no nos dices quién es el informador, irás ajuicio por intromisión en la vida privada de una persona. Un delito actualmente tipificado como muy grave.

– Diez años -añadió Butxana.

– Es un amigo -confesó al acto Albert.

– Quién.

– El asesor cultural del señor Lloris.

– O sea, alguien muy cercano a él -afirmó Butxana.

– Casi todos los días le da clases.

– Interesante -dijo Tordera.

– Así que sabes todos los pasos que dan y los detalles internos del pacto.

– Sí, señor.

– Incluso podrías saber más cosas.

– Aparte del proceso del pacto, ¿qué más sabes? -preguntó Butxana.

– De momento, nada.

– No me lo creo.

– Ni yo -baza complementaria de Tordera.

– Si son policías, ¿por qué llevan un coche normal?

– Camuflaje -respondió Tordera.

– Usted no me ha mostrado su placa de identificación -Albert a Butxana.

– ¿No te basta con una?

– No me fío de ustedes. ¿Por qué quieren saber cosas al margen del pacto?

Ahora eran ellos dos quienes no tenían respuesta.

– ¿Quiénes son? -Albert se volvió hacia Tordera-. Vuelva a mostrarme su placa. Antes lo ha hecho muy deprisa. Estaba nervioso y no me he fijado.

– Somos guardaespaldas de la señora Júlia. Mi compañero es un agente de policía retirado. Pero tú eres quien debe respondernos.

– No diré nada más.

– Has dicho bastante. Ya verás lo contento que se pondrá el señor Lloris cuando le digamos que su asesor cultural filtra información.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Albert, molesto-. Les doy mi palabra de que no volveré a seguir a Júlia Aleixandre.

– ¿Y tu amigo?

– Dejará de informarme.

– De eso nada. Estáis los dos implicados. Mira, os propondremos un pacto.

– ¿Un pacto? -Albert, sumamente sorprendido-. ¿Qué pacto?

– Llama por teléfono a tu amigo. Queremos que venga.

– ¿Estás seguro de lo del pacto? -preguntó Tordera a Butxana, y probablemente la pregunta se relacionaba con la economía del caso.

– No nos queda otra salida.

Albert no entendía nada. Llamó por teléfono a Miquel.

* * *

Acostumbrado a cualquier trazado urbano, incluso a los más caóticos, Liam Yeats llegó sin problemas al centro de la ciudad. Se instaló en el Astoria, cerca de la plaza del Ayuntamiento, un hotel con gran afluencia de clientes durante todo el año, con una cafetería llena de tertulianos autóctonos que la preferían como punto de encuentro habitual. En la recepción se registró con su nombre y pidió una habitación exterior. No deshizo ninguna de las dos bolsas. Las introdujo en un armario, bajó en seguida y preguntó por la oficina de telefonía móvil más próxima. A mano izquierda, dos calles más abajo, encontraría una. Contrató un número y llamó a Manuel Gil para concertar la cita previa al encargo. Gil tardaría una hora, más o menos. Le citó en su habitación.

Mientras esperaba dio una vuelta por las calles adyacentes al hotel. En un bar se tomó una agua mineral con una Buscapina, a fin de atenuar el dolor estomacal causado por los dos bocadillos que se había comido durante el viaje. Luego, en un estanco, mató el tiempo observando con curiosidad la amplia gama disponible de tarjetas postales de Valencia, algunas tópicas, como la imagen de una gran paella exhibida con complacencia por dos mujeres vestidas con el tradicional traje de fallera y la barraca al fondo, y otras que mostraban la fachada del IVAM o la Ciutat de les Ciències. Con los clientes ya atendidos, su compañera afuera haciendo un recado y el estanco vacío, la empleada miraba a Liam. Intentaba averiguar de qué país venía. En inglés, le preguntó por su nacionalidad.

– Canadiense. ¿Hablas inglés?

– Estoy aprendiendo. Aunque, si no vas al país de origen…

– Es cierto. Yo hablo unos cuantos idiomas porque viajo mucho. Incluso sé un poquito de valenciano.

La última frase la pronunció en el idioma autóctono, algo que sorprendió a la dependienta.

– ¿Conoces el valenciano, pues? -en inglés.

– Bueno, he pasado temporadas en Andorra.

– Es un catalán distinto.

– Sí, supongo que el acento, los modismos y todo eso. Me gustaría aprenderlo. Tengo facilidad para los idiomas.

– ¿Cuántos conoces?

Liam intentó recordarlos.

– Inglés y francés correctamente, español bastante bien, y conocimientos básicos de alemán, algunos dialectos africanos y un poquito de catalán.

– Aquí lo llaman valenciano, ya sabes.

– Tu inglés no está nada mal.

– Me falta práctica.

Liam le calculaba entre treinta y treinta y dos años. Era alta, de constitución delgada, con unas gafas que le impedían mostrar una belleza que, sin embargo, tenía, pero que resaltaban su aspecto de mujer vivamente interesada por todo lo cultural. Le habría gustado decirle que se ofrecía para darle clases de inglés coloquial, con charlas informales. Fue al escaparate y le pidió un paquete de Reig Minor, una especie de puritos que toleraba mejor que los cigarrillos. La dependienta le cobró el importe mientras le miraba como si quisiera decirle algo.

– Bien… -dijo Liam-, me ha gustado conocerte.

– A mí también, no tengo muchas ocasiones de hablar en inglés.

– Adiós -en valenciano.

– Adiós -en inglés.

Liam se encaminó hacia la puerta. Justo en el momento en que decidía volver al escaparate, ella le llamó.

– ¿Cómo te llamas?

– Liam.

– ¿Liam? ¿Es canadiense?

– Mis padres eran irlandeses.

– Es un nombre bonito.

– ¿Y el tuyo?

– Maria. Es muy tradicional.

Para él no lo era tanto. De nuevo se quedaron mirándose. Liam dudaba, Maria también. El irlandés se atrevió a romper el hielo.

– ¿Qué hay de interés en esta ciudad?

– Muchísimas cosas -Maria lo dijo con entusiasmo-. ¿Has venido por negocios o por turismo?

– Por turismo, pero sin descuidar los negocios. Siempre encuentras ideas curiosas.

– ¿Te importaría que fuera tu guía?

– Lo estaba deseando.

– Con la condición de que hablemos en inglés.

– Es un buen precio. ¿A qué hora sales?

– A las ocho -con cara de asco.

– Te esperaré en la puerta.

– Muy bien. Hasta las ocho.

* * *

A Miquel y a Albert se los llevaron al piso de Toni Butxana. Durante el trayecto Miquel se empeñaba en preguntarle a su compañero en qué clase de lío andaban metidos. Dado el carácter de Albert, se imaginaba lo peor, pero el periodista respondió que no sabía nada, evitando decirle que, supuestamente, eran guardaespaldas de Júlia. Mientras discutían, ni Tordera ni Butxana intervinieron. Sólo cuando ya habían llegado al barrio del detective, apenas aparcó, Butxana les convenció de que no estaban metidos en ningún fregado. Subirían al piso, porque necesitaban un espacio íntimo para hablar.

Tanto Tordera como él procuraban mostrarse delicados. Butxana llevó cuatro cervezas a la salita con cuatro vasos que había sacado de la nevera. Le gustaban muy frescas.

– Miquel -dijo el detective-, sabemos que eres el garganta profunda de Albert. ¿Es así?

Miquel no respondió. Miró a Albert.

– Di que sí -le ordenó su amigo.

– Sí.

– También sabemos que Albert se ha dedicado a perseguir a Júlia…