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La capacidad organizativa de Butxana era directamente proporcional a su fijación por cambiar de planes continuamente. El análisis que en su piso hizo de la situación ubicaba a Manuel Gil en la base de toda la trama. Así pues, él mismo le seguiría. Miquel Pons continuaba en su mismo puesto, a la espera de las conversaciones entre Júlia Aleixandre y Juan Lloris. Albert se encargaría del seguimiento de Júlia aleccionado por Tordera sobre el modo más conveniente de llevarlo a cabo. Tordera se ocuparía de los franceses. Y fue allí, en la explanada del parking del pub, donde Butxana y el ex comisario coincidieron, dado que Gil llevó al detective. Al llegar, Butxana entró en el vehículo de Tordera.

– ¿Novedades?

– Ninguna -respondió Tordera-. En toda la tarde, el otro no ha salido del pub.

– Pues yo tengo una. Gil ha ido al hotel Astoria con una carpeta. Media hora más tarde se ha marchado.

– ¿Llevaba la carpeta?

– Sí.

– Pues no ha encontrado al individuo que buscaba.

– O quizá la llevase vacía. De algo estoy seguro. El hombre que buscamos, el individuo que cumplirá con el encargo, está en el Astoria. Pero es imposible saber quién es.

– Si le hubieras seguido, ahora sabríamos en qué habitación está.

– No me ha dado tiempo. Tenemos que cambiar los seguimientos. Situaremos a Albert en el Astoria y Miquel tendría que vigilar al hijo de Lloris.

– ¿Crees que la conexión más probable es la de Gil y el hijo de Lloris?

– Uno es el intermediario; el otro, el que paga.

– ¿Y Júlia?

– Tendrá una implicación marginal. Es un personaje público. No se arriesgaría a hacerse visible.

– ¿Y tú y yo?

– Lo decidiremos sobre la marcha. Pero la clave es el tipo del Astoria.

– Pues no dejes eso en manos de Albert.

– No habrá muchos clientes que viajen solos. Tiene que fijarse en los solitarios. Imaginemos que haya diez en todo el hotel.

– Si con su inexperiencia Albert pasa más de tres días rondando por el hotel, los empleados sospecharán. Es un trabajo para mí.

– ¿Quién controla a los franceses?

– Albert. Que venga con una amiguita todas las tardes. El pub está lleno. No llamará la atención.

– No es mala idea. ¿Entramos?

– En el coche guardaremos mejor la discreción.

Butxana echó atrás el asiento del acompañante hasta dejarlo casi en línea recta y, suspirando, se estiró con las dos manos en la nuca y la mirada fija en el techo. Tordera bajó las ventanillas un par de dedos.

– Me alegro de verte más animado -le dijo.

– Necesitaba un poco de acción. Es un encargo distinto.

– Últimamente estabas como ausente, arrastrado por la desidia y el pesimismo. Supongo que a causa de la muerte de Barrera.

– Fue un golpe inesperado. No sólo perdí a un amigo; también un referente. Además, esa forma tan estúpida de morir lo volvió todo aún más amargo e incomprensible.

– A veces el destino juega malas pasadas.

– El destino es reversible. Quizá ahora nosotros tengamos una oportunidad.

– ¿Eso crees?

– Si fueras millonario y un individuo te salvara de la muerte, ¿no le estarías inmensamente agradecido?

– Yo, sí.

– Pues espero que Juan Lloris nos regracie como sólo puede hacerlo alguien rico: con dinero.

– Esa cantidad, ¿cambiará nuestro destino?

– Lo mejorará.

– Me parece que tienes demasiadas esperanzas puestas en eso. Como mucho será una buena paga, una propinilla.

– Ya me ocuparé yo, de la propinilla. Para un rico, la vida tiene un precio muy alto.

Sonó el móvil de Butxana. Miró el nombre que aparecía en pantalla.

– ¿Quién es?

– Núria.

– ¿No contestas?

– No.

– Dile algo. Estará sufriendo.

– La llamaré mañana. -Bajó el volumen del móvil.

– Pobre mujer. Me da pena. ¡Te quiere tanto!

– Pobre mujer… -repitió Butxana-. Pobre de mí, querrás decir.

– Parece buena persona.

– Lo es, pero engaña a su marido. Y si le engaña a él, ¿por qué no debería engañarme a mí? Quien cree saberlo todo sobre las relaciones de pareja es porque no se lo han explicado bien.

– ¿Crees que también tiene a otro, además de ti?

– No me refería a eso. A veces creo que las parejas se chantajean sentimentalmente al insinuar que están o pueden estar con otros.

– ¿Con qué finalidad?

– Con la amenaza de que pueden perderle. El amor es un suflé, pero siempre proporciona la seguridad de la compañía, de no quedarse solo. Les da pereza cambiar de vida, por la inseguridad, los bienes patrimoniales, la familia y todas esas mandangas. Si un hombre o una mujer cree que su pareja está en peligro reacciona, porque entonces valora lo que tiene, que quizá no sea nada, y, además, lo compara con una aventura que no sabe adonde le llevará. Vete a saber si yo, en el fondo, no soy el medio para chantajear al otro, la advertencia.

– Es un problema que nosotros no tenemos. Nos hemos acostumbrado a la soledad.

– ¿No te da miedo?

– ¿La soledad? No. Me da miedo morir solo, en una residencia inhóspita. Tengo sesenta y ocho años y no puedo evitar pensar en esas cosas.

– Sin decírnoslo, Héctor y yo también pensábamos en eso.

– Aún erais jóvenes.

– Sin él, me siento más solo.

– Tienes a Núria.

– Es una mujer de transición en mi vida. Ella nunca dejaría a su marido. ¿Qué puede ofrecerle un tipo como yo, sin ingresos regulares, con una vida acostumbrada al caos, sin el vínculo de los hijos ni la tradición familiar tan arraigada en ella?

– El cariño.

– ¿El cariño? Hace unos años, escuché cómo un abogado aconsejaba a una joven rica que pronto iba a contraer matrimonio: «Señorita, si se casa por amor haga separación de bienes.»

– Estaría especializado en divorcios.

– Y yo en desastres sentimentales y no tengo ni un euro. La soledad crea vicios y manías muy personales. Pero prefiero una mala vida solo que un buen aburrimiento acompañado. Entras cuando quieres, te vas cuando quieres, te acuestas a la hora que te da la gana, si llegas en plena madrugada no das explicaciones, te evitas el habitual polvo de los viernes…

– Una maravilla, vaya.

Butxana se incorporó. Le llevó un rato poner el respaldo del asiento en posición normal.

– ¿No tienes familia, Tordera?

– Tenía un hermano en Oviedo, pero murió. Manteníamos una buena relación, pero ni su mujer ni sus hijos se acuerdan de mí, ni siquiera para felicitarme por Navidad. Creo que ha vuelto a casarse.

– Ya les avisará el notario cuando tengan que heredar.

– Sólo tengo un piso en propiedad. Quizá lo dé a una oenegé.

– Yo vivo de alquiler.

El ex comisario Tordera, que tenía las manos sobre el volante y la mirada en la entrada del pub, logró dar la vuelta a su orondo cuerpo a duras penas, situándose justo de frente a Butxana:

– ¿Alguna sugerencia?

– Sólo pretendía informarte.

* * *

No era el Renault Clio del sorteo entre ecologistas con que la marca Dietisoja celebraba el Día Mundial de la Tierra.

Era más viejo, el coche de Maria. De unos doce años, más o menos; ideal, no obstante, para conducir por una ciudad que tenía en la circulación un problema irresoluble. Desde el primer instante de su encuentro, Maria habló con un inglés que de repente parecía haber recuperado. Donde no llegaba con la frase exacta, lo hacía mediante gestos. Liam respondía de forma pausada, dándole tiempo para que se habituara a su acento. Desde el centro hasta la avenida de Blasco Ibáñez, Maria le comentaba los lugares de mayor interés, primero un edificio singular, luego una pequeña barbarie urbanística. Al irlandés le sorprendía la coexistencia de unos edificios con otros, fruto, según ella, de los distintos poderes políticos que habían regido la ciudad. Antes de entrar en Maduixes, un restaurante vegetariano que Liam aceptó de buen grado, caminaron un rato.