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Empezó los preámbulos con una exposición razonable sobre el callejón sin salida al que todo el mundo había llegado: la necesidad de pactos contra natura a los que se veían obligados de resultas de la candidatura sorpresa de Juan Lloris. Me alegro de que no hayas evitado recordármelo, porque me encuentro en el mismo dilema. No obstante, Madrid replicó que no era la misma situación, ya que, si Petit decidía apoyar a Lloris, probablemente el empresario tendría posibilidades de conseguir mayoría absoluta. De modo que el socialista le hizo una propuesta con tal que no tomara el camino que le conducía hasta el empresario. Preséntate solo, con un nuevo partido, y nosotros te ayudaremos con la financiación. Incluso convenceríamos a los conservadores para que te ayudaran económicamente. ¿Con un crédito de Bancam?, preguntó Petit. En efecto. ¿De cuánto? De lo que haga falta… pero que sea razonable. Francesc Petit objetó que, si no obtenía representación política en el Ayuntamiento, entonces su nuevo partido tendría una deuda imposible de mantener; por no mencionar que, a causa de esa deuda, se vería políticamente en manos de sus avaladores. Arreglaríamos la deuda, trató de persuadirle Madrid. Obviamente, añadió el influyente socialista, en caso de obtener concejales deberías comprometerte por escrito a no apoyar la candidatura de Lloris. Todo será por escrito, remató Francesc Petit pensando en la condonación de la previsible deuda. En cualquier caso, al ex secretario general del Front le preocupaba quedarse fuera de la política institucional. Con Lloris tenía todas las posibilidades. Sin él, todas las posibilidades eran dudosas.

Petit no se comprometió a nada, tan sólo a reflexionar, junto a sus diputados, sobre la propuesta socialista. Sin embargo, tenía una última pregunta: ¿estaban los conservadores enterados de aquel encuentro? Sí, respondió Josep María Madrid sin la menor vacilación. Muy bien, dijo Petit, se dieron la mano y se fue no sin un ruego de su interlocutor: Decídete pronto. Estaba decidido: no aceptaría, pero evitaría durante el máximo tiempo posible hacer pública su decisión tanto en lo referente a la negativa a socialistas y conservadores como en lo relativo al anuncio de su coalición con las listas de Juan Lloris. Ambas opciones eran ases en la manga de un jugador que, antes de iniciarse la partida, ya tenía ventaja.

El único camino apropiado era el del empresario. Los socialistas se jugaban mucho. Llevaban años sin gobernar ni en el Ayuntamiento ni en la Generalitat, se veían presionados por sus compañeros de Madrid, que después de ganar en Cataluña y en Galicia, y de haber recuperado el gobierno del Estado, necesitaban apuntalar su éxito en las municipales de la ciudad de Valencia para beneficiarse posteriormente de los comicios autonómicos. Aquella presión obligaba a los socialistas locales a hacer promesas que en la práctica no podían cumplir; a forjar cualquier pacto que les fuera útil para su objetivo de presentar buenos resultados en Madrid. De no ser así, desde la central española, hostigados por la impaciencia, forzarían la celebración de un congreso extraordinario, o, peor aún, nombrarían una gestora provisional y expulsarían del partido a todos los dirigentes coetáneos, cansados de las sucesivas derrotas electorales. La autonomía de los partidos regionales es, como los programas políticos, un enunciado teórico. De modo que Petit lo tenía claro. Conservadores y socialistas lo tenían claro con él. Sin embargo, para dilatar la declaración pública de la decisión, volvería a reunirse con Josep Maria Madrid para presentarle una contrapropuesta: si apartaba a Guardiola, aceptaría un acuerdo. Mejor aún: se lo pondría fácil. Incluso, con el beneplácito de sus diputados, existía la posibilidad de darles el gobierno de la Generalitat durante lo que quedaba de legislatura. Tentador, muy tentador, pero es imposible aceptarlo. Unos meses en el gobierno autóctono no les compensarían por el furibundo ataque de los conservadores ni por el desamparo en que los dejaría Horaci Guardiola en las próximas elecciones. Entonces, comprensiblemente, Petit no tendría más remedio que aliarse con Lloris. Por él no habría quedado.

18

Desde el momento en que Juan Lloris, en concurrida rueda de prensa, hizo pública su candidatura al Ayuntamiento, se dio el pistoletazo de salida de la precampaña electoral. De hecho, aquel mismo día le acompañaba en la mesa el presidente de la Agrupación de Peñas Valencianistas, el incendiario Rafael Puren, defensor encarnizado del empresario y hombre con gran poder de convocatoria entre los aficionados y socios del club, que si antes, socialmente, se circunscribía a la metrópolis, ahora abrazaba una fidelidad capaz de englobar distintas comarcas, tan sólo compitiendo con el Villarreal, que en las últimas campañas había cobrado fuerza en las comarcas castellonenses. Todas las peñas del Valencia radicadas en la ciudad recibirían la visita de Juan Lloris y Rafael Puren. Los peñistas y los vecinos del barrio asistían, y muchos se afiliaban con entusiasmo al partido «Valencians, Unim-nos», por la simbólica cantidad de un euro. No debían pagar más, ya que el candidato se comprometía a rebajar los impuestos de forma drástica. Una promesa que él mismo ejemplificaba con el euro simbólico. Ayudar a transformar Valencia en una ciudad única, incomparable en Europa (a Lloris España se le quedaba pequeña), no debía costar más que el esfuerzo de conseguirlo (todo el mundo iría casa por casa a explicar su programa) y la recompensa de sentirse orgulloso de tan loable tarea.

Todos los días, Juan Lloris iba al local de una peña. En casi todas la adhesión era absoluta. Y si en alguna un simpatizante socialista o un afiliado del Front osaba formular una pregunta incómoda, recibía una enorme bronca por parte de un público fervoroso, convencido de la necesidad de un hombre enérgico, directo, sin ambages, con un lenguaje llano y reconocible y un mensaje muy concreto: una Valencia de Champions que competiría -era la primicia mundial- por unos juegos olímpicos, tan pronto como Juan Lloris llegara a la alcaldía. Porque él sería alcalde, y el público no tenía ni la menor duda al respecto. Los inundaba en retórica grandilocuente con delirios de patriarca. Era un triunfador surgido de la nada, un hombre del pueblo acostumbrado al trabajo incansable, de esa clase de tipos en que los fracasados, los huérfanos de autoridad, los golpeados por el infortunio delegan resentimientos seculares. Una corriente subliminal que Lloris dominaba a la perfección desde que había accedido a la presidencia del Valencia C. F. Él, un outsider.

Liam Yeats comprobaba la inmensa popularidad del personaje como una dificultad añadida a su trabajo. Allí donde iba Lloris, allí acudía el irlandés, siempre que el local no fuera pequeño, porque su aspecto, que destacaba entre el resto del público, llamaba excesivamente la atención. Entonces se quedaba fuera, buscaba el bar más cercano y esperaba a que saliera el candidato, que todavía se entretenía un buen rato con abrazos altruistas, besos a los niños, firmas a mansalva en fotografías de sí mismo con una camisa remangada y sentado tras la mesa de un despacho casualmente similar al del actual alcalde, pero con muchos más papeles, muchas carpetas que recordaban su irrenunciable compromiso de trabajo. A un lado, una visible señera valenciana.

Con una motocicleta alquilada, Liam seguía el coche del candidato conducido por un chófer, un servidor militante operativo cuando fuera menester. Pero a veces Lloris, apenas llegar al centro, se despedía de Puren y del chófer y se iba al piso de Merceditas, una ex prostituta de nacionalidad colombiana. Junto a dos inmigrantes más, Merceditas había empezado a trabajar como prostituta de alto standing en un pequeño apartamento de un edificio del centro de la ciudad. Sus clientes acudían respetando un horario acordado. Durante sus primeros encuentros, con la presencia de Lloris, las otras dos tenían que irse. El candidato pagaba lo que hiciera falta por la intimidad. Con el tiempo, Merceditas se había convertido en la niña de los ojos de Lloris. A tal extremo llegó su hechizo que la colombiana le tenía sorbido el seso y Lloris se torturaba pensando en los hombres que acogía su cuerpo, en el placer que tan reacio era a compartir. Pensaba en todo menos en lo que tenía que pensar. Entonces resolvió comprar aquel piso a nombre de ella, asignarle un mantenimiento más que digno a cambio del privilegio de poseerla en exclusiva, a la hora y el día que él quisiera. Y la deseaba a menudo, porque Merceditas, de historial poco afortunado, sabía darle no sólo el placer, sino también la comprensión, el amparo que necesitaba el guerrero para su reposo. Un amor que apenas parecía venal ofrecido por una auténtica profesional.