En el piso, Butxana pidió que le informasen de las novedades de los últimos días, sobre todo Miquel y Albert. El periodista se quejó de que el seguimiento inmóvil en el pub La Escapada no aportaba nada nuevo. Uno de los franceses siempre estaba allí, y del otro apenas podían añadir nada porque aparecía muy poco. En cuanto a Miquel, disponía de la información del encuentro entre Lluís Lloris y Manuel Gil, que había tenido lugar sobre las doce de la noche.
– Estaba esperando a Gil cuando le vi subir al piso y pasados diez minutos bajó. Se vio con el hijo de Lloris en el centro comercial del Saler
– Novedad importante -dijo Butxana-. ¿Y tú? -le preguntó a Tordera.
– Nada. Ya te dije que era muy difícil controlar al individuo que nos interesa en el Astoria. Hay muchos turistas. Ninguno me llama la atención.
– ¿Cuántos van solos?
– Cuatro. Pero uno apenas está algún rato en el hotel.
– Explícate.
– Supongo que tiene una amiguita y pasa las noches en su casa.
– Pues podría ser el hombre que buscamos. Pero vayamos por partes. He dicho que la novedad de Miquel era importante, porque yo, siguiendo a Gil, fui testigo de la reunión entre Júlia y él, en la carretera de Ademuz. Por cierto, Miquel, tú no estabas allí.
– En ese momento no tenía el coche de Albert. Y, ahora que lo dices, tú tampoco seguiste a Gil hasta su casa.
– Después de su encuentro con Júlia lo dejé estar.
– Pues ya ves -dijo el ex comisario-, gracias a Miquel sabemos que Gil se encontró con ambos la misma noche. Interesante, ¿no?
– En efecto. Centrémonos: algo importante está pasando cuando Gil se reúne por separado y la misma noche con ambos.
– Quizá eviten que los vean juntos -dijo Albert.
– Sea como fuere, esa reunión de urgencia, a las horas a las que tuvo lugar, es un indicador de novedades. Mirad -explicó Butxana-, creo que los seguimientos que hacemos son tan dispersos que dan resultados pobres.
– Los planeaste tú -recordó Tordera.
– Hay que cambiar de estrategia. Veamos: si quieren cargarse a Lloris, para descubrir a su ejecutor debemos seguir al candidato.
– ¿Para ser testigos cuando le liquiden? -ironizó Tordera.
– Si quieres cargarte a alguien tendrás que conocer sus horarios y los lugares que frecuenta.
– ¿Y si ya lo ha hecho y sólo espera el día adecuado? -preguntó Miquel.
– No podemos saberlo -replicó Butxana.
– Pues vamos al grano -intervino Tordera.
– ¿A qué grano te refieres?
– Al grano de Lloris. Decirle que van a por él, evitar que le liquiden; impedir, sobre todo, que nos quedemos sin la compensación económica que como agradecimiento nos dará.
– Estoy de acuerdo -aprobó Miquel.
– Yo no. Faltan pruebas -apuntó Albert.
– Exactamente, faltan pruebas -redundó Butxana.
– ¿Quieres pruebas? Yo te las consigo enseguida.
– Pues di cómo -desafió el detective al ex comisario.
– Tienes fotos de Júlia reuniéndose con el hijo de Lloris, también del hijo con Gil, de Gil con los franceses, de Gil con Júlia… Si se las llevas a Lloris, Júlia tendrá problemas.
– Pero eso no demuestra que quieran liquidarle.
– Si esperas a tener la prueba definitiva, le liquidarán antes.
– ¿Y qué propones?
– Muy sencillo: extorsión. Obligar a Júlia a contárnoslo todo a cambio de dejarla al margen. No la implicaremos si nos dice quién es el individuo que llevará a cabo el encargo.
– Por precaución, ella no sabrá quién es.
– Pero Gil sí -dijo Miquel-. Él es el enlace, el coordinador, el hombre que conoce todos los movimientos.
– Eso es otra cosa -dijo Butxana, satisfecho. Se levantó de la mesa de la salita-. En efecto, Gil ha formado parte de todo el proceso. Ha hablado con el hijo de Lloris, con Júlia, y muy probablemente, a través de los franceses, ha contratado al individuo. Es nuestro hombre para acortar pasos. ¿Por qué no se nos ha ocurrido antes?
– Porque nosotros tenemos la deformación profesional de actuar según métodos deductivos. Miquel es matemático y recurre a la suma sencilla para obtener el resultado.
– Estudiaremos la fórmula idónea para atraparle ahora mismo. Pero antes hagamos un pequeño receso. ¿Queréis almorzar?
Se oyó un no unánime.
21
Apenas hacía un par de semanas que le había conocido y parecía que llevaran años frecuentándose. Maria se hallaba sorprendida por la evolución de sus sentimientos. No es que estuviera enamorada, pero notaba algo más que un simple afecto o una relación de amistad. Quizá fuese la sensación de estar con un hombre al que imaginaba noble. No lo sabía a ciencia cierta, porque tampoco le conocía tan a fondo. Lo cierto era que con él se sentía segura, pese a su aire escéptico, el halo de misterio que le rodeaba. Sin duda era un hombre fatigado, con secretos que sólo el tiempo sería capaz de revelar. Pero era distinto a todos los que había conocido. Sin proponérselo, o al menos sin la voluntad manifiesta de ganarla para sí, Liam consiguió de Maria una ternura que nadie le habría sacado en pocos días. Pese a todo, se trataba de una situación delicada: una semana o dos más y él tendría que marcharse. ¿Le propondría irse de nuevo? Sopesar una propuesta de aquel tipo requería tiempo. Sin embargo, temía arrepentirse si no se atrevía a hacerlo. ¿Qué la retenía en Valencia? Un trabajo provisional que no la satisfacía, unos amigos que conservaba únicamente por costumbre. Podía prescindir de todo eso. Y también estaban sus padres y sus hermanos, pero llega un momento en que todo el mundo tiene que hacer su vida. En la única habitación del apartamento de Liam, Maria no podía dormir. Miraba por la ventana que daba a la calle de Xàtiva, que, pese a ser las dos de la madrugada, aún registraba un tráfico apreciable. Observó a Liam, su respiración ronca y pesada, su aspecto abrupto y duro, como si hubiera llevado una existencia llena de sobresaltos y tuviera prisa por completar el círculo, algo que los años perdidos habían retrasado.
Una hora antes, y al otro extremo de la ciudad, Manuel Gil llamaba insistentemente, desde el portal de la finca, al interfono del piso de Júlia Aleixandre. Ya hacía un rato que ella dormía. Consultó su reloj y pensó que se trataba de un error o de una emergencia. La pantalla del portal le mostró el gesto apresurado de Gil. Le abrió sin darle tiempo a decir nada. Le recibió en la puerta, cerrándole el paso al interior del piso.
– Siento molestarte, pero tenías el móvil apagado.
– Imagino que será importante.
– Mucho. Diez minutos después de nuestro encuentro, Lluís me ha llamado. Quería hablar conmigo. Nos hemos visto en el centro comercial del Saler. -Gil miró detrás de Júlia. Se veía una sala amplia, con grandes sofás y un carrito para bebidas. Le habría ido bien una copa-. Quiere hacerse cargo personalmente de la situación.
– ¿Él?
– No entiende que el irlandés no haya actuado ya. Desconfía de ti, de mí… Me ha obligado a darle el móvil de contacto del irlandés.
– ¡Imbécil!
– ¿Qué querías que hiciera?
– Sencillamente, decirle que no lo tenías.
– Habría sido extraño.
– Haberle dicho que él no te lo dio porque prefería ponerse en contacto contigo.
– Lo siento, Júlia. No lo he pensado. ¡Todo ha sido tan rápido! Además, estaba muy enfadado.
– Ahora todo se irá a la mierda.
– Avisemos a la policía.
– ¿Eres idiota? Tendríamos que dar muchas explicaciones.
– Me ha dicho que no te lo dijera. Deberías estarme agradecido.
Júlia rebajó el tono. Gil no era un hombre de fuste. Agobiado, aún cometería más estupideces.
– Discúlpame, estoy nerviosa. Hay que pensar en una solución enseguida.
– Existe una alternativa: los franceses. Ellos pueden liquidarle. Han sido mercenarios, le conocen y sabrán cómo hacerlo.