– Hola, irlandés -le saludó Gérard.
Liam respondió con una leve inclinación de cabeza. No se dieron la mano. Nada de cortesías. Liam prefería un encuentro más enjuto. Con las frases justas, con aquella disposición sin cabida para la tregua de las palabras. Observó maquinalmente los alrededores y a Jean-Luc.
– ¿Preferirías conversar en un sitio más cómodo?
– Estoy cómodo aquí.
– No tienes buen aspecto.
– No tengo un buen oficio.
– De eso quería hablar contigo.
Jean-Luc encendió un cigarrillo y miró hacia la calle peatonal que llevaba al parlamento autóctono. Los dos jóvenes irlandeses, cada uno en una acera, no perdían detalle del encuentro. Instintivamente Liam también miró hacia allí, pero sólo vio la enorme afluencia de personas por toda la plaza. Tras cuatro o cinco caladas tiró el cigarrillo al suelo. Estaba inquieto, Jean-Luc; una intranquilidad que contrastaba con la actitud más fría de Gérard, un profesional que entendía a qué lenguaje debía recurrir.
– Me han ordenado que te liquide.
Liam no respondió, le miraba fijamente a los ojos.
– Pero no quiero hacerlo.
– Pues no lo hagas.
– Tienen un dossier completo sobre mí, pero podemos arreglarlo a nuestra manera. Me das tus efectos personales: llaves, pasaportes, el arma, la bolsa de viaje… Con eso y unas cenizas estarás muerto. Les he dicho que haría desaparecer tu cadáver. No quedaría ni rastro de ti y evitaríamos una investigación que por tu pasado implicaría problemas.
– Lo único que tengo que hacer es abandonar el encargo y desaparecer.
– Exacto.
Gérard le ofreció un cigarrillo a Liam. Jean-Luc les dio fuego. No debería haberlo hecho. La inseguridad de sus manos denotaba la fragilidad del trato.
– Irlandés, te estoy agradecido por varios motivos -añadió Gérard-. Deja que te lo pague.
– Si tan agradecido estás, déjame hacer mi trabajo.
– Ojalá pudiera.
– El dossier que tengo sobre ti, y que lleva años en mi cabeza, es más completo que el suyo.
– No lo dudo.
– Pero también sabes que jamás lo utilizaría.
– Lo sé. Reconozco que puedo confiar en ti. Pero te has convertido en un estorbo para ellos y, en consecuencia, para mí. Mira, Jean-Luc y yo tenemos ya una vida aquí. Nos ha costado mucho. Hace demasiado tiempo que escapamos de un sitio a otro. Estamos cansados.
– Todos estamos cansados.
– Entonces, ¿por qué no te vas?
– Porque cada día tengo menos lugares a donde ir.
Gérard suspiró con un gesto teatral. Daba la sensación de que le preocupaba no dar con ninguna solución. Liam le ofreció una:
– Cumplo con el encargo, cobro y te doy mis efectos personales.
– Lloris debe vivir.
Entonces alguien tendrá que morir, pensó Liam.
– Me tomaré unos días para responderte -dijo, no obstante.
– No hay plazos -suspiró de nuevo Gérard-. Lo siento, de verdad que lo siento. El único pacto posible es que te vayas. Ahora mismo. Entrégame tus efectos personales y vete. Ya has cobrado la mitad. Sé que es un trabajo bien remunerado. Tienes bastante. África es un buen lugar para ti.
África. Liam pensó en Tanzania. Pensó que cualquier país ya no era un buen lugar para él. Observó de nuevo los alrededores. Había mucha gente en la plaza. De nuevo pensó en todas aquellas vidas normales. En el deseo de compartir con alguien una rutina diaria. No era el momento de desear, sino de pensar en un presente cada vez más turbio. Pisó el cigarrillo. Sentía dolores en el abdomen y una molestia incipiente en la pierna.
– Sé pragmático. Si te quedas, todos tendremos problemas.
– Te enviaré mis efectos personales cuando esté fuera del país. Mañana mismo.
– Dame tu palabra.
– Vale tanto como la tuya. En eso compartiremos el riesgo.
– De acuerdo. No se hable más. Adiós, irlandés. Te deseo suerte.
Seguido por Jean-Luc, Gérard anduvo en dirección opuesta al punto donde estaban los irlandeses, sentados, uno distanciado del otro, en la barandilla de la fuente de la plaza, cerca de la puerta de la basílica. Liam seguía a los franceses con la mirada. Cuando estaban a cien metros empezó a andar en su misma dirección. Ambos entraron en el parking de la plaza de la Reina. Liam esperó unos minutos con tal de comprobar que no salieran de allí. En una cafetería pidió una agua mineral y se tomó una Buscapina. Descansó un rato para que se le pasara la molestia de la pierna, ya un dolor agudo.
No tenía la menor duda de que Gérard le engañaba. Lo de sus efectos personales sólo era una estratagema para que se confiase. Sin la evidencia del cadáver -como noticia de prensa o verificada in situ-, nadie pagaría por un asesinato. Era cierto, y en eso creía al francés, que se veía obligado a matarle y que lo aceptaba a regañadientes. No era un encargo cuya víctima estuviera desprevenida, sino que, además, ambos se conocían perfectamente. De modo que Liam reordenó la estrategia para llevar a cabo, por una parte, el trabajo de liquidar a Lloris en el mínimo tiempo posible, y para evitar por otra enfrentarse a los franceses. Las pistas falsas que había dejado, el hotel Astoria y los traficantes de armas, ya serían conocidas por Gérard. Más que pensar en su plan, tenía que pensar en el de ellos. Probablemente hicieran lo mismo sin dejar de mantenerse cerca de Lloris, aunque quizá también les interesaba controlarle. Seguro que Gérard se imaginaba que los había seguido hasta el parking. Era una precaución básica. Aunque, si él fuese Gérard, habría ordenado a Jean-Luc salir por otra puerta del garaje. De modo que tendría cuidado con su socio, comprobaría que no le pisaba los talones. Se imponía otro detalle: irse del piso lo antes posible. Por la noche liquidaría el asunto Lloris. Ya había decidido hacerlo en el piso de su amante. Pensó en Dar es Salaam, en la joven negra, en el error de haber dejado cualquier testigo. También pensaba en Maria, en la necesidad de no ponerla en peligro. Era la única persona que conocía la ubicación del apartamento y podía presentarse de improviso.
Cuando salió de la cafetería, en vez de continuar por la plaza de la Reina, por la que transitaba mucha gente, dio la vuelta por la estrecha calle de la Correjería. Había algunos vecinos en los portales de los edificios y un grupo reducido de extranjeros que visitaban el casco antiguo de la ciudad. No vio a Jean-Luc. Ni a los dos irlandeses, cercanos al grupo, como si formaran parte de él, aunque tampoco le hubieran llamado la atención, dado el carácter turístico de la zona. Tan pronto como llegó al final de la calle, empezó a andar con más rapidez hacia la de San Vicente. La Buscapina le había hecho efecto. Apenas notaba el dolor en la pierna. Se metió por un callejón peatonal que llevaba al estanco. Antes de llegar se cercioró en tres ocasiones de que no le siguieran. En todo caso, el hecho de entrar a un estanco no levantaba sospechas. Por eso había decidido hablar con Maria allí. Se dirigió a la cava de los puros. Maria comprendió que quería verla. Su compañera se encargó de los clientes del mostrador. Liam palpaba un puro, comprobando su firmeza y humedad. Por una intuición no necesariamente femenina, Maria estaba convencida de que la inesperada visita de Liam era un mal augurio. El gesto inquieto de él también lo delataba así.