– No te esperaba.
El irlandés observó otras cajas de puros. Resultaba evidente que no era un fumador habitual de habanos, iba de una a otra sin decidirse. En realidad, no sabía qué hacer, cómo decírselo.
– Tengo que irme unos días a Madrid.
– ¿Cuántos?
– Dos o tres. Mi socio me ha llamado por teléfono. Tenemos un problema con una remesa de muebles que ha llegado dañada. Me ha pedido que lo compruebe.
– ¿Por eso estás tan serio?
– Me cabrea tener que ir.
– Parece que te vayas al fin del mundo.
Lo parecía. La conversación se volvía un lastre para Liam. Empezaba a darse cuenta de que quizá no tendría que haberle dicho nada. Marcharse sin decir adiós. Con el tiempo, y quién sabe si con muy poco, ella habría descubierto sus motivos. Unos motivos que él desearía explicarle personalmente, aunque Maria en ningún caso los entendiera. Pero no era capaz de irse de su vida sin verla por última vez, aquel encuentro inútil al que él intentaba dar sentido, para no dejar tras de sí un vacío absurdo, una huida inexplicable. Aunque no sabía cómo enfrentarse al momento, por lo menos estaba allí para evidenciar, aunque fuese con su estúpida presencia, un interés honesto. Un gesto simbólico de despedida que pretendía evitar la salida por la puerta falsa. Pero ni podía ni sabía cómo hacerlo, y además era consciente de que ella lo estaba intuyendo todo. La cogió con afecto por los brazos. No decía nada, pero su gesto lo explicitaba. Maria observó a la gente que se congregaba en el mostrador. Su compañera le hizo una señal para que se diese prisa con el cliente de la cava. Dio un paso atrás, separándose con suavidad de sus brazos. Tenían que dejarlo, como una de tantas aventuras parecidas que acontecen a diario en todo el mundo. ¿Por qué debería ser distinto para ella? Quizá había sido una ingenua, casi convencida de la sinceridad apresurada que él le había ofrecido. Al fin y al cabo, sólo era un turista con otra vida en otro país; tal vez un visitante de los que aprovechaban la oportunidad de una aventura. El comportamiento extraño de Liam se ratificaba en aquel encuentro. Debían dejarlo allí. Días atrás había entrado como un cliente y como un cliente se iría.
– Adiós, Liam. Dondequiera que vayas, que tengas buen viaje.
Maria se dirigió al mostrador. Liam todavía permaneció unos minutos allí, quieto ante una caja de puros. Lanzó un profundo suspiro, con un nudo en la garganta. Habría dado lo que fuese por desmentirle lo que pensaba. Sin embargo, se daba cuenta de que era tarde; sería inútil, ella no le creería. Además, cualquier cosa que hiciese podría implicarla. El tiempo se le agotaba, pero aún tenía el suficiente para al menos dejarla al margen. Cerró de un golpe la caja de puros. Salió del estanco sin el valor de mirarla, con una inequívoca sensación de pérdida. En realidad, sólo había ganado el paréntesis de unas semanas. No podía agradecer mucho más a su destino. Se sentía mal por ella, por el desencanto y la tramposa impresión que le dejaba. Ahora sólo se enfrentaba al único futuro que le esperaba: elegir, si todo salía bien, un lugar para morir.
Mientras atendía con desgana a los clientes, ella se resistía a pensar en la pérfida actitud de Liam. Cuesta dejar atrás unos hechos que han creado cierta ilusión, incluso tras la decepción. Demasiado enrevesado para entenderlo; demasiado reciente para asumirlo. A pesar de todo, le habría pedido una explicación si Liam no hubiera elegido el estanco para despedirse, un sitio donde, él lo sabía, a aquellas horas en ningún caso podrían conversar durante más de cinco minutos. Él había escogido las formas y ella se quedaba con todas las dudas, la incomprensión, la niebla ya empañándole cualquier pensamiento.
– Toni, no quiero estar presente cuando interroguéis a Gil.
– No lo estarás, ya nos ocuparemos de eso Tordera y yo. Si estás de guardia aquí, conmigo, es porque creo que debes conocer todos los detalles de la investigación. Quizá algún día (un día lejano) puedas publicar toda esta historia. Es mi regalo por tu cooperación.
– Te lo agradezco, pero sé que me tienes a tu lado para controlarme. No acabas de fiarte de los periodistas.
– Bien, digamos que hay un poco de todo. Reconozco que soy un poquito paranoico. Deformación profesional, supongo.
– Entiendo tus precauciones, para ti este trabajo es muy importante. También lo será para mí. Realmente sería un gran reportaje. Aunque si pasa mucho tiempo…
– Pues será el tiempo que habrás dedicado a la investigación. El reportaje tendrá más valor. Además, con tantos personajes implicados, necesita meses y meses de trabajo.
– Pensándolo bien, dudo que la dirección del diario se atreviera a publicármelo. Harán falta muchas pruebas claras.
– Las tendrás. Gil nos lo contará todo. -Butxana le mostró una pequeña grabadora-. Es la más potente del mercado. ¿Conoces El Hogar del Detective, esa tienda que está junto a la avenida Antic Regne?
– Nunca había oído hablar de ella.
– Tienen todo tipo de material sofisticado. Esta minúscula grabadora es capaz de registrar conversaciones con nitidez a una distancia de diez metros, incluso desde el bolsillo de la americana. Eso sí, en un recinto cerrado donde no haya ruido de fondo; es muy sensible.
– ¿Cómo has dicho que se llama?
– El Hogar del Detective. Te sorprendería.
– Propondré un reportaje para el dominical.
En el interior del coche de Butxana, aparcados junto al umbral de la finca de Manuel Gil, el detective y el periodista controlaban el flujo de gente que entraba y salía del edificio mientras esperaban a que llegara el ex comisario Tordera. Eran las cinco y cuarto de la tarde y habían visto entrar a Gil sobre las cuatro. Butxana había llamado a Tordera en tres ocasiones. En dos de ellas, el móvil del ex comisario estaba fuera de cobertura. Pero al tercer intento respondió que estaba en camino. El detective permanecía inquieto, ansioso por obtener la información de que precisaba y reunirse enseguida con Juan Lloris, cuya agenda del día le había comunicado Miquel Pons. Tordera llegó en taxi. Albert bajó del coche y le hizo señas con los brazos. El periodista se sentó en la parte de atrás. Tordera lo hizo delante, nervioso y con un semblante satisfecho que rozaba la euforia.
– Tenemos a nuestro hombre.
– Nuestro hombre es Gil. ¿Por qué has tardado tanto?
– Paso casi todos los días por Jefatura Central. Mira. -Le enseñó una foto de ordenador con el rostro del irlandés y todo tipo de detalles físicos escritos en uno de los márgenes del folio-. Se llama Liam Yeats y le busca la Interpol por el asesinato del responsable financiero de la embajada británica en Tanzania.
– ¿Saben que está aquí?
– Todavía no.