– ¿Y por qué crees que es nuestro hombre?
– Porque recordaba haberlo visto en el Astoria durante los días que pasé haciendo guardia. Para comprobarlo he ido al hotel, he mostrado la foto en recepción y me lo han confirmado.
– Ahora ya lo sabrá la policía.
– No tardará mucho en saberlo. En el momento en que distribuyan su foto por los hoteles, los del Astoria se pondrán en contacto con ellos.
– ¿Entonces se hospeda en el Astoria?
– Se le ve muy poco. De hecho, hace unos días que no aparece por allí.
– Claro, deja pistas falsas.
– Exacto.
– Pues no podremos dar con él.
– Ni falta que hace. Con las declaraciones de Gil y la foto del irlandés, convencerás a Lloris.
– No me habías dicho que tenías un informador…
– No tengo ninguno. He pasado más de veinte años destinado en Jefatura Central. Me dejo caer por allí, me tomo una cerveza y comentamos algo del oficio. No suelen abundar casos así. Generalmente la Interpol les pide que se encarguen de desapariciones. Si no están en alerta, no prestan demasiada atención. Simplemente toman las precauciones habituales. Pero todo se pondrá en marcha cuando el hotel les informe.
El detective se sacó el móvil del bolsillo.
– ¿Qué haces?
– Llamar a Miquel. Albert y él harán guardia en el hall del hotel.
– Te he dicho que lleva días sin aparecer por allí.
– Tendrá que recoger su maleta. No sabe que la Interpol le busca.
– Da igual. No irá. Lo hizo durante los primeros días para no llamar la atención, pero ya no volverá. ¿Le crees tan idiota para cometer un error indigno hasta de un principiante? Además, el irlandés es asunto de la policía. Nosotros debemos ocuparnos de Gil y luego tú de Lloris. ¿Por qué coño debes enfrentarte a un asesino profesional?
– La Interpol pagará muy bien la información. Si Miquel y Albert están allí, lo sabrán antes que la policía.
– Es Lloris quien nos pagará muy bien.
– Y Júlia -añadió Albert, que no había abierto la boca porque escuchaba con interés.
Tordera y Butxana se volvieron hacia él.
– Si tú -dijo el periodista dirigiéndose al detective- se lo cuentas todo a Lloris, él sabrá de la implicación de su hijo y de la asesora.
– Justo lo que pensaba decirle.
– Sin embargo, no podrá acusarles. El escándalo sería tan grande que le perjudicaría políticamente. ¿Os imagináis que un candidato acuse a su propio hijo y a su persona de confianza de intentar asesinarle? Lloris tomará nota, pero callará. Estoy seguro de que Júlia seguirá siendo su asesora para guardar las apariencias.
– Pero nosotros lo sabremos y podríamos cobrar por nuestro silencio.
– ¿Estás insinuando un chantaje? -le preguntó Tordera a Butxana.
– Sólo he apuntado una idea -se defendió Albert-. Al fin y al cabo, todo lo que estáis haciendo es por dinero.
– Normal, los servicios se cobran.
– Un momento… un momento… No nos desviemos de las prioridades. -El ex comisario intervino ante el nuevo cariz que tomaba el proyecto-. Primero viene Gil y luego Lloris. ¿Queda claro? Ni Júlia ni menos aún el irlandés nos interesan.
– A mí, sí-dijo Albert con energía-. Veréis, quiero pediros un favor a cambio de mi colaboración. Sobre todo a ti, Toni.
– De acuerdo.
– En un futuro, toda la información de política municipal que necesite podría facilitármela Júlia Aleixandre a cambio de mi silencio.
– Me he precipitado en la concesión -reconoció Butxana.
– Es justo que se lo concedamos -dijo Tordera.
– Muy bien, pero que sepas que acabamos de renunciar a una buena fuente de ingresos.
– Aunque esté jubilado, aún me considero un policía honesto. No participaría en una extorsión.
– ¿Quieres hacerme creer que en cuarenta años como policía nunca te has dejado untar?
– Butxana, me estás ofendiendo.
– No era mi intención, pero además de idiota me parece raro.
– ¿Tú lo habrías hecho?
– Yo no he sido policía.
– Clarísimo: lo habrías hecho.
– ¿Y si dejarais de discutir y subierais a interrogar a Gil? -levantó la voz Albert.
– El chaval tiene razón. Estamos perdiendo el tiempo con estupideces -admitió el ex comisario.
– De acuerdo, vamos allá. Tú serás el poli bueno y yo el malo.
Una mujer de edad respetable, con cara de compradora que no quiere que la estafen con la báscula y aire de viuda taciturna, salía del portal de la finca. Butxana aceleró un poco el paso y aún llegó a tiempo de mantener la puerta abierta y dejarla pasar.
– Gracias -con indiferencia.
– Señora, ¿tienen portero?
– Murió la semana pasada. Consulten los buzones -dijo seria y muy digna. De inmediato, con cierta anorexia comunicativa, les informó-: El ascensor no funciona.
– No me extraña que la diñara el portero -dijo Tordera, cabreado.
El piso de Manuel Gil era el sexto.
23
Amigo Martínez,
Me hallo en un callejón sin salida. Al hecho de que la Interpol me busca se ha añadido la orden que ha recibido Gérard Zaharie, el francés del que te hablé, de matarme si no abandono el encargo que me llevó a Valencia. En el periplo de mi exilio fuera de Irlanda, mi instinto de perseguido me ha salvado de situaciones delicadas, pero la de ahora es distinta porque, como ya sabes, estoy enormemente fatigado al no entrever ninguna esperanza de evitar un destino que no deja de acecharme a cada paso. Antes que nada quiero darte las gracias por tu amistad, la única de que he podido disfrutar. También por la deferencia y la discreción que en los últimos años has mantenido respecto a mis actividades, que estoy en disposición de afirmar que no aprobabas. Pero aún tengo que pedirte un último favor. Desde hace seis años me ocupo materialmente de un niño, llamado Rubén, del que cuidan en la Escuela de Acogida de Lima. Es más bien un acto de mala conciencia; paradigma quizá de todos los actos de mala conciencia que la memoria no ha abolido (supongo que el hecho de ocuparme de él me ha resuelto el problema de la justificación). En 1999 me desplacé a Lima con el encargo de matar a un empresario. Tras estudiar los distintos modos de llevar a cabo aquel trabajo, en un país que desconocía absolutamente, me decidí, pese a no ser ningún especialista, por poner una bomba-lapa en su coche y hacerla detonar por control remoto. Elegí el lugar más oportuno, en la rasante de una carretera poco transitada de las afueras de Lima. El día también era el más idóneo: el empresario prescindía de su chófer, que se encargó, previo pago, de la colocación del explosivo en los bajos del vehículo, un Mercedes que, al ser blindado, requería de una bomba potente. El sitio desde donde tenía que accionar el artefacto me ofrecía una visión perfecta del Mercedes, pero no del coche en el que iban, en dirección contraria, los padres de Rubén, dos personas de economía modesta que por una funesta casualidad se cruzaron con mi objetivo. Los padres de Rubén murieron al instante; el empresario, pese a sus heridas de consideración, se salvó.
Hasta ahora he enviado dinero periódicamente para que la escuela se ocupe de la salud y la educación de Rubén. Te ruego que sigas encargándote tú y hagas lo que yo tenía previsto: al cumplir los dieciocho años, edad en que la escuela ya no puede hacerse cargo de él -porque necesitan el espacio para otros niños-, enviarle una suma de dinero para que pueda iniciarse en la vida sin dificultades. A tal efecto, en una de tus cuentas de Andorra te hice una transferencia antes de venir a Valencia. Si puedo seguir adelante con este encargo, también recibirás el dinero pendiente. Sé que lo harás y con eso habrás dado un poco de sentido a mi vida, por paradójico que sea en mi caso; una vida que a punto ha estado de dar un giro que quizá me hubiese brindado una oportunidad con una mujer a la que empezaba a querer, y creo que ella a mí también, pero que los acontecimientos han hecho que se fuera al traste. Con tal de dejarla al margen de mis actividades, para cortar cualquier relación conmigo -que habría hecho que una investigación posterior la implicara-, me despedí de ella con mentiras indisimulables que la han decepcionado y entristecido. Es delgada, alta, de unos treinta años. Se llama Maria y trabaja en el estanco de un callejón de cuyo nombre no puedo acordarme, pero es paralelo, por el lado este, a la principal plaza de la ciudad. Si alguna vez vienes a Valencia, y te apetece, cuéntale lo que no me atreví a contarle yo. Que he sido terrorista, mercenario y profesional del crimen. Dile, aunque no se lo crea viniendo de un asesino, que no dude de la sinceridad de mis intenciones. En mis circunstancias, un hombre no tendría que haber iniciado una relación, ni menos aún haber mostrado el afán de profundizar en ella. Pero la quimera de una búsqueda desesperada azuzó mi egoísmo sin que pensara en el daño que podía causarle. No quiero que lo hagas por mí, sino por ella. Para mitigar si es posible su tristeza, evitarle la sensación de haber sido una mujer engañada. En cierto modo ha representado para mí un espejismo de felicidad. Nada más. Si logro salir de aquí, mañana o pasado volveré a Irlanda. Me alojaré como un extranjero en el hostal de mi pueblo, pasearé por sus calles y esperaré, con veinticinco años de retraso, el veredicto aplazado de una bala en la nuca.