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Manuel Gil tuvo que hacer dos veces la misma confesión. La grabadora minúscula más potente, adquirida por Toni Butxana a precio abusivo en El Hogar del Detective, no funcionó bien la primera vez. Por suerte, el rigor policial de Tordera aconsejó al ex comisario comprobar la grabación, y entonces se dieron cuenta de que lo mejor era sacarla del bolsillo del detective y situarla muy cerca del interrogado a cambio de darle la oportunidad de que se fuera para evitar las más que justificadas iras de Júlia Aleixandre y Lluís Lloris, y el más que probable ajuste de cuentas de los escabrosos franceses. Con lo que había explicado, a punta de pistola, el coordinador del complot, Tordera y Butxana, acompañados por Albert, se dejaron caer por la sede de la Agrupación de Peñas Valencianistas. El único de los tres que pudo acceder fue el periodista, que tomó asiento en el espacio reservado a la prensa. El ex comisario y el detective se quedaron fuera, con el rostro de Liam Yeats en mente, al acecho, por si en un desesperado intento el irlandés decidía liquidar al candidato. Mientras Tordera permanecía en la puerta, Butxana vigilaba los coches aparcados cerca de la sede y los balcones y las azoteas de los edificios. Dentro, y justo cuando Lloris acababa su disertación sobre los numerosos proyectos de su programa electoral, Albert se abrió camino entre la legión de peñistas que felicitaban al candidato.

– Señor Lloris…

– No hay declaraciones -le espetó al observar el carnet de periodista que colgaba del bolsillo de su camisa.

Albert se esforzaba inútilmente por echarle del local con rapidez. Pero los peñistas, cabreados ante el trato que por parte de un sector de la prensa recibía Lloris, le apartaron mal y de mala manera. A fin de evitar una agresión que se palpaba en la euforia del ambiente, Albert resolvió salir e informar a Butxana de sus fallidos intentos por advertir a Lloris de que debía hablar urgentemente con el detective al que había contratado.

Así pues, los tres se situaron junto a la puerta. Un cuarto de hora más tarde, el candidato, rodeado de peñistas, ya estaba en la calle. Entonces la educación y la identificación de comisario caducada de Tordera convencieron a Lloris de que tenía que entrar en seguida a su coche.

– ¿Qué pasa? -preguntó, inquieto, el candidato.

– Necesito tener una conversación con usted -le dijo Butxana.

– ¿Ahora?

– En su despacho -respondió el detective ante la presencia del chófer.

Lloris ordenó al conductor que le recogiera al día siguiente, a las doce, en la sede de su partido. Tordera también bajó del coche. El candidato y Butxana se dirigieron al discreto piso que Lloris tenía en la avenida de Aragón, lugar de encuentro habitual entre ellos. Durante el trayecto, Lloris le preguntó qué significaba la presencia del policía.

– Su placa era falsa.

– ¿Falsa?

– Tenía que convencerle de que habláramos.

– Espero que la información sea importante. Todavía tengo citas pendientes.

– Se lo contaré en el despacho.

De mala gana, visiblemente enfadado, Lloris condujo con rapidez, también ansioso por saber lo que el detective quería contarle con urgencia. Llevó el coche hasta el garaje del edificio y tomaron el ascensor privado hasta su piso. El candidato jugaba con las llaves y hacía preguntas a las que el detective no respondía. Apenas entraron en el piso se fue directo al sofá del despacho. Butxana permaneció de pie.

– Señor Lloris, he descubierto un complot para asesinarle.

Como impulsado por un trampolín flexible, el señor Lloris se levantó y su rostro, más allá de la indignación, dibujaba una considerable sorpresa.

– Me lo temía -dijo casi a gritos-. Claro, no pueden ganarme en las urnas y vienen a por mí.

– No es la oposición.

Por unos instantes pareció decepcionado.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿quién?

Butxana tardó unos segundos en decírselo.

– Júlia Aleixandre y su hijo.

– ¡Mi hijo! -Lloris dio dos vueltas completas al despacho-. ¡Mi propio hijo!

Se paró de repente y miró al detective como si necesitara tener al culpable allí delante y allí mismo infligirle el más severo castigo.

– Su hijo y Júlia Aleixandre -repitió Butxana.

– De esa serpiente sin escrúpulos me lo espero todo. Pero ¡¿mi hijo?!

– Llevo muchos años en la profesión y le aseguro que no es el primer hijo, ni será el último, que quiere liquidar a su padre.

Entonces Butxana se sentó mientras Lloris permanecía de pie, con las manos en las caderas, todavía incrédulo, como si de repente hubiera descubierto que era un ser normal y mortal. El detective esperó no tanto a que se tranquilizase como a que recuperara la predisposición a escuchar.

– Siéntese -le dijo casi como si le diera una orden.

Lloris obedeció haciéndolo en la butaca de la mesa del despacho, que aún conservaba todos los elementos ornamentales con que le habían hecho las fotos de precampaña. Suspiró y tendió los brazos sobre la mesa.

– Usted me contrató para que siguiera a Júlia día y noche. Pues bien, gracias a ese intenso seguimiento descubrí que se ha citado varias veces con su hijo, siempre en sitios discretos. El hecho (que ya sabía porque es público) de que usted y él no mantenían relaciones había suscitado mi interés.

– No me has informado de ello.

– Si uno quiere llegar hasta el final, cualquier investigación tiene que llevarse con mucha discreción. Conociendo su carácter, preferí ocultárselo.

– ¿Y si mientras investigabas me hubieran matado?

– Era un riesgo que debía asumir.

– ¡El que asumía el riesgo era yo!

– Ninguno de los dos se hubiera atrevido. Así que tenía que esperar a conocer al hombre que se encargaría del trabajo sucio.

– ¿Quién es?

– Manuel Gil.

– ¿Ese inútil?

– Gil ha buscado los contactos. Entonces contraté a un amigo para que me ayudara en la investigación (el hombre que le ha enseñado una placa falsa de comisario). Gracias a él supe que se trataba de un tipo de oscuro pasado, lo cual confirmaba mis sospechas. El tal Gil contactó con dos franceses que tienen un pub en el centro comercial de la carretera de Alicante, para que le liquidasen. Pese a que los amenazó con un dossier, los franceses se negaron, pero a cambio le ofrecieron los servicios de un profesional del crimen, un ex mercenario como ellos. Se llama Liam Yeats y es irlandés. Quizá aún siga en Valencia, esperando el momento oportuno para liquidarle. -Butxana le ocultó la orden de busca y captura de la Interpol-. En resumen, ésta es la historia con un matiz que le cuento ahora. -Sacó un cigarrillo-. ¿Le molesta que fume?

– Continúa.

– A última hora, Júlia se echó atrás. Puedo imaginar por qué, pero lo importante es que su hijo se entrevistó con el irlandés con tal que siguiera adelante con el plan. Incluso pagándole más de lo que habían acordado.

– Hay algo que no encaja.

– ¿El qué?

– ¿Cómo has llegado tú a saberlo todo?

– En primer lugar, porque he contado con la ayuda de tres personas. Y luego por las declaraciones de Gil.

Butxana acercó la grabadora hasta Lloris. La puso en marcha. De modo perfectamente audible, Gil explicaba con todo lujo de detalles, en orden cronológico, el resumen del detective. El candidato escuchaba con atención, dijo que reconocía la voz de Gil (también la de Butxana), pero pasados diez minutos pulsó el stop de la grabadora.

– Dura unos cuarenta minutos -le informó el detective.