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– Tráeme a Gil inmediatamente.

– Imposible. -Miró su reloj-. Ya se ha ido de la ciudad.

– ¿Por qué le has dejado escapar?

– Hemos llegado a un trato a cambio de una confesión completa. Me interesaban sus declaraciones.

– Es cierto. Con eso basta para denunciar a Júlia y a mi hijo.

– Usted no denunciará nada. Si pone en práctica el sentido común se dará cuenta de que no le conviene. Quiere ser alcalde de Valencia, ¿no? ¿Quién votaría a un candidato al que su persona pública de confianza y su propio hijo pretenden liquidar? Y eso sin tener en cuenta que Francesc Petit renunciaría enseguida a aliarse con su partido. Periodistas amigos míos me han informado de que el ex secretario general del Front quizá sea decisivo en su éxito electoral. Entiendo que el silencio le indigne, pero, en cualquier caso, Júlia ya no quiere acabar con usted.

– ¡Pero mi hijo sí! -Se levantó con rabia Lloris y efectuó nerviosos trayectos por todo el despacho. Se sentó de nuevo-. Oye, te contrato para que le controles las veinticuatro horas del día.

– No, señor Lloris. Mi trabajo ya ha terminado.

– ¿Y qué voy a hacer yo?

– Contratar a un grupo de guardaespaldas de excelente curriculum. Por otra parte, también puede hablar con su hijo y disuadirle. Si sabe que lo sabe, quizá desista. Yo lo único que deseo es que me pague.

– Sí, hablaré con él, le amenazaré. Es más: hablaré con su madre para que se entere de qué hijo tenemos. Ella que cree tener una perla de valor incalculable…

La mujer tenía dos perlas incalculables, pensó el detective.

– Pásame la minuta con los días de trabajo.

Butxana sonrió tras lanzar un suspiro y pasarse la mano por la barbilla.

– Señor Lloris, usted pretende pagarme como si se tratase de un trabajo cualquiera, y eso no es justo.

– Te gratificaré con mil euros más.

– Quiero insistir en que le he salvado la vida.

– Muy bien, te daré dos mil.

– Mire -dijo Butxana con paciencia-, si me hubiera ceñido al encargo de controlar a Júlia y no hubiese contratado a tres ayudantes, porque tenía la intuición de que se preparaba un complot, usted estaría muerto.

– ¿Qué quieres, una medalla? Te he ofrecido otro trabajo.

– Su vida no es la de un ciudadano normal y corriente. Quiero decir que, si hubiera evitado el asesinato de una persona modesta, habría aceptado la gratificación y punto. Pero usted disfruta de una vida de lujo y no es de justicia que no me pague de acuerdo con la perspectiva de un futuro esplendoroso. ¿Qué patrimonio tiene? ¿Doscientos, trescientos, quinientos millones de euros? No tengo muchas nociones de economía, pero una fortuna así no se acumula trabajando en la cadena de una empresa de automóviles. Es más: cuando llegue a la alcaldía posiblemente multiplique por diez su riqueza, dado su talento innato para los negocios. Jamás he entendido que un millonario se dedique a la política si no es para incrementar su patrimonio.

– Soy valencianista y quiero servir a Valencia.

¡Políticos! Ya va siendo hora de que los pongan a todos en un puto museo. Pero prefirió ir al grano:

– Soy un profesional deseoso de que le paguen sus servicios como merece.

– Acabemos. ¿Cuánto quieres?

Con la intención de evitar expresiones malsonantes por parte de Lloris, quizá rehuyendo la simple crudeza de las palabras de Butxana, vete a saber si por deferencias de la negociación, el detective le escribió la cantidad en un papeclass="underline" cinco millones de euros.

Durante el silencio que sucedió a la petición, Butxana encendió otro cigarrillo.

– Rata de alcantarilla, rastrero, mal nacido…

Mientras de nuevo el candidato se levantaba y proseguía con la retahíla de insultos (sin mucha imaginación, todo sea dicho, ya que los repetía), el detective fumaba y a la vez observaba un par de cuadros con motivos valencianos.

– ¿Crees que me dejaré extorsionar?

– Está en un error. No se trata de una extorsión, sino de una sencilla correspondencia entre el servicio de salvarle la vida y el valor que tiene. Si se fija bien, se dará cuenta de que sólo le cobro el uno por ciento de su patrimonio actual. He tenido la deferencia de no añadir sus beneficios como alcalde. Tranquilícese y sopese cuánto ganará pagando un miserable uno por ciento y cuánto perderá si no lo hace.

Butxana se levantó de la butaca y aplastó el cigarrillo en el cenicero.

– Le dejo la cinta para que reflexione. Tengo una copia. Pero le aconsejo que no tarde en decidirse. Otra cosa. -Se situó a un palmo de él-: Si vuelve a decirme que le extorsiono, si me vuelve a insultar, aumentaré el precio. Y, ahora que lo pienso, cada día que pase sin darme una respuesta, también. Buenas noches, señor Lloris.

– No te vayas.

– Aún no lo he hecho.

– Negociemos el precio.

– ¿Qué quiere negociar? ¿Medio millón? ¿Un millón? Le falta el orgullo de los ricos. Además, no es posible. Me han ayudado tres personas a las que no quiero decepcionar. Las he convencido de que usted sería espléndido.

– ¿Espléndido? ¡Me estás atracando! Tenías decidida la cantidad desde el principio.

– Lo cierto es que tenía decidido pedirle un buen precio, pero la confesión de Manuel Gil ha hecho que aumente.

– ¿Por qué?

– Si hubiera escuchado la cinta completa lo sabría. Júlia se echó atrás después de haberse entrevistado con un tal Higinio Pernón, al que Gil investigó: un intermediario de holdings empresariales con grandes intereses económicos en Valencia. Gil supuso, y yo también, que a Júlia le prometió una buena compensación económica si con su inestimable labor de intrigante política le convertía en alcalde. No en vano se ha enrollado con Francesc Petit. Por cierto, si yo fuera usted, Júlia o su hijo, vigilaría de cerca a Gil. Ahora que se ha ido, tendrá tiempo para pensar por qué ha tenido que marcharse él, mientras los demás implicados siguen viviendo, y bien, como si nada hubiera ocurrido.

– ¿Y tú? ¿Por qué tendría que fiarme de ti?

– Buena pregunta. Me la esperaba. Yo soy un detective modesto y sin ambiciones profesionales. De hecho, usted acudió a mí porque con poco dinero podía comprar mi discreción. En una agencia trabaja mucha gente y alguien se va de la lengua: el candidato investiga a la asesora. Es cierto que soy un conformista, ya se lo expliqué el día que me contrató. Pero he tenido la suerte de encontrarme con un caso que no tiene más remedio que agradecerme con lo que vale. Nada, en definitiva, que le lleve a la ruina. Antes me ha ofrecido un trabajo. A partir de ahora ya no quiero trabajos. Ni como detective ni de ningún otro tipo. Digamos que me prejubilo. Esté tranquilo, con su dinero preferiré no buscarme complicaciones.

– ¿Y la copia de la cinta?

– Comprobado el mal carácter imperante entre cierta gente de las altas esferas, prefiero quedármela. Un seguro de vida.

– ¿Me consideras un criminal?

– Tampoco lo habría pensado de su hijo. Sinceramente, el encargo le ha salido por una ganga. Le quedan por delante años de glamour político y riqueza para disfrutar. Pero, francamente, no le envidio.

– Te lo pagaré. Vuelve mañana.

– ¿A este despacho?

– Sí.

– En efectivo, en billetes de quinientos euros repartidos en dos bolsas de deporte.

– ¿Te imaginas que tengo tanto dinero en negro?

– Ni lo dudo. Bien, supongo que no querrá que le prepare un informe por escrito.

– Sólo quiero que te largues.

* * *

Fue puntual. Todo el mundo fue puntual aquel día precedido por una noche ilusionante del ex comisario Tordera. Pese a que insistió a Butxana -por teléfono, a las diez de la noche- para que le dijera con qué compensación económica regraciaría Juan Lloris la advertencia sobre el complot y el peligro que corría su vida, el detective, haciéndose el longuis, prefirió convocar al grupo a las doce del mediodía. Tordera se despertó más temprano que de costumbre, hizo la compra -también el periódico, que leyó con el pensamiento en otra parte, quizá en la que calculaba qué le correspondía-, arregló un poco el piso, como hacía a menudo, limpiando a diario para que la suciedad no se acumulara y a la vez para matar el tiempo. Al hilo de la reflexión que le tenía preocupado, recordó que necesitaba un par de compras: un sofá nuevo, más cómodo y más grande, y un televisor extraplano de dimensión panorámica. Le gustaban los documentales, en especial los de casos archivados del FBI. Quizá tuviera bastante con dos mil euros. No, pongamos tres mil. ¿Suponía un abuso exigirle a Butxana una cantidad similar? Aunque complementaria, creía que su contribución al caso había sido fundamental. La defendería. Al fin y al cabo, de no ser por él, Butxana se habría dispersado y el asunto se les habría ido de las manos. Con su sentido pragmático había ordenado las prioridades, al margen de las informaciones sobre algunos de los personajes centrales de la trama. Toni estaba obligado moralmente a ser generoso. Entonces cayó en la cuenta de que, si sólo una vez por trimestre le pedía ayuda profesional, redondearía un «sueldo» mensual decente. Antes de acudir a la cita, como aún faltaba más de hora y media, resolvió dar un paseo diario de sesenta minutos exactos, pero cambió su rumbo habitual de todos los días y anduvo en dirección al barrio del detective. Tenía buenas vibraciones, se sentía útil.