Bajó en la central de Correos. Recogió una carta de Eddy Yeats enviada por su hijo Ian, el permiso familiar, documentado, para hacerse cargo de las cenizas de Liam. Dio una vuelta por la plaza, observó sin apenas interés algunos de sus edificios, dejando que transcurriese algo de tiempo. Nunca había estado en Valencia. No volvería. Luego, siguiendo las indicaciones que le había dado el irlandés, buscó la calle paralela a la plaza; una calle peatonal con un estanco prácticamente en medio. Lanzó un profundo suspiro antes de entrar. Enseguida la reconoció. Su altura, su físico delgado pero estilizado, la cara más bien alargada con unas gafas cuya montura, aunque un poco gruesa, evidenciaba unos ojos casi apagados por una soledad profunda, quizá una tristeza crónica, una melancolía incipiente. Tres hombres y dos mujeres hacían cola y esperó curioseando entre las postales de un mostrador vertical. Cogió un puñado.
Quedaba un cliente. Entonces Martínez las dejó sobre el mostrador de cristal. Maria le observó. El vistazo de costumbre. Se acercó a él. Lentamente, con la rutina de los días, introdujo las tarjetas en un sobre blanco. Recitó el precio con desgana. El la miró, pensaba en todo lo que tenía que contarle aquel día, en cómo tendría que hacerlo, en el punto de vista que debería adoptar, en defensa de un hombre, para ella, para todo el mundo, notoriamente inmoral y violento; también pensó en las vidas que el destino truncaba. Al repetirle el precio, que él no había escuchado, en aquella mirada extraña y a la vez íntima que de repente compartían, Maria encontraría la respuesta:
– Soy Francesc Romeu y era amigo de Liam.
Ferran Torrent