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– Pues claro que no. De hecho, enseguida verá al resto del dream team, está al otro lado de la puerta…

– ¿Y usted qué hace exactamente?

– Se lo acabo de decir.

– No, digo usted… ¡Usted en particular!

– ¿Yo? Pues ordeno, limpio, barro, aspiro, encero y todo lo demás.

– ¿Es usted limpiad…?

– Eh, eh, eh, cuidadín… Técnico de higiene, prefiero llamarlo…

El doctorcito no sabía ni por dónde le daba el aire.

– ¿Por qué hace esto?

Ella lo miró sin comprender.

– Sí, o sea, yo me entiendo, ¿por qué «esto»? ¿Por qué no otra cosa?

– ¿Y por qué no podría hacer esto?.

– No le apetece ejercer una actividad más… más…

– ¿Gratificante?

– Sí.

– No.

El médico permaneció así un rato, con el lápiz en el aire y la boca entreabierta, y luego consultó su reloj para leer la fecha y le preguntó sin levantar la cabeza:

– ¿Apellido?

– Fauque.

– ¿Nombre?

– Camille.

– ¿Fecha de nacimiento?

– 17 de febrero de 1977.

– Tenga, señorita Fauque, es usted apta para trabajar…

– Fantástico. ¿Qué le debo?

– Nada, paga… paga Todoclean.

– ¡Aaaaah, Todoclean! -repitió ella, poniéndose de pie con un gran gesto teatral-, soy apta para limpiar retretes, es maravilloso…

La acompañó hasta la puerta.

Ya no sonreía, y había vuelto a ponerse la máscara de mandamás concienzudo.

Al mismo tiempo que giraba el picaporte, le tendió la mano:

– ¿Unos kilitos nada más? Vamos, hágalo por mí…

Camille negó con la cabeza. Con ella ya no funcionaban esos trucos. Los chantajes y los buenos sentimientos, ya no más, gracias, había tenido bastante.

– Veremos qué se puede hacer -dijo-. Veremos…

Samia entró después de ella.

Camille bajó los escalones del camión palpándose la chaqueta en busca de un cigarro. La gorda de Mamadou y Carine estaban sentadas en un banco hablando de la gente que pasaba, y refunfuñando porque querían volver a casa.

– ¿Qué pasa? -preguntó riendo Mamadou-. ¿Qué estabas haciendo ahí dentro? ¡Que tengo que coger el tren! ¿Te ha echado mal de ojo, o qué?

Camille se sentó en el suelo y le sonrió. Otro tipo de sonrisa. Una sonrisa transparente esta vez. Con su Mamadou no se hacía la lista, era demasiado inteligente…

– ¿Es majo? -preguntó Carine escupiendo un trozo de uña.

– Majísimo.

– ¡Ah, ya lo sabía yo! -exclamó Mamadou, radiante-. ¡Ya me lo imaginaba yo! ¡A que os lo he dicho a ti y a Sylvie, ¿eh?, a que os lo he dicho que estaba desnuda ahí dentro!

– Te va a obligar a pesarte…

– ¿A quién? ¿A mí? -gritó Mamadou-. ¡Pues si se cree que me voy a pesar yo, va listo!

Mamadou debía de pesar unos cien kilos como mínimo. Dándose palmetazos en los muslos, exclamaba:

– ¡Jamás de los jamases! ¡Si me subo a ese peso, lo espachurro, y al médico también de paso! ¿Y qué más?

– Te van a poner inyecciones -soltó Carine.

– ¿Inyecciones de qué, a ver?

– Que no, mujer, que no -la tranquilizó Camille-, sólo te va a escuchar el corazón y los pulmones…

– Ah, eso vale.

– También te va a tocar la tripa…

– Pero bueno -rezongó-, pero bueno, pues sólo faltaba. Si me toca la tripa, me lo como enterito… Los doctorcitos blancos están para chuparse los dedos…

Exageraba su acento y se frotaba la tripa.

– Sí, sí, están bien ricos… Me lo han dicho mis antepasados. Con mandioca y crestas de gallo… Mmm…

– ¿Y a la Bredart qué le va a hacer?

La Bredart, Josy Bredart, era la bruja, la mala pécora, la pesada de turno y el chivo expiatorio de todas ellas. Dicho sea de paso, era también su jefa. Su «Jefa principal de sección» como indicaba claramente la chapita prendida en su uniforme. La Bredart les amargaba la vida, dentro de los límites impuestos por los medios de que disponía, cierto, pero así y todo era relativamente pesada…

– A ella, nada. Cuando la huela, le pedirá que se vuelva a vestir echando leches.

Carine tenía razón. Josy Bredart, además de todas las virtudes expuestas más arriba, sudaba de lo lindo.

Después le tocó a Carine, y Mamadou sacó de su capacho un fajo de papeles que dejó en las rodillas de Camille. Ésta le había prometido que les echaría una ojeada, e intentó descifrar todo aquello:

– ¿Esto qué es?

– ¡Pues lo de los subsidios familiares!

– Ya, pero te digo que qué son todos estos nombres.

– ¡Pues mi familia, qué va a ser!

– ¿Tu familia? ¿Cuál?

– ¿Cómo que cuál, cómo que cuál? ¡Pues la mía! ¡A ver si pensamos un poquito, Camille!

– ¿Todos estos nombres son de tu familia?

– Todos -asintió Mamadou, orgullosa.

– ¿Pero cuantos hijos tienes?

– Míos tengo cinco, y de mi hermano, cuatro…

– ¿Pero por qué están todos aquí?

– ¿Aquí, dónde?

– Pues… en este papel.

– Así es más práctico porque mi hermano y mi cuñada viven en nuestra casa y tenemos el mismo buzón, de modo que…

– No, pero no puede ser… Dicen que no puede ser… Que no puedes tener nueve hijos…

– Anda, ¿y por qué no voy a poder? -se indignó Mamadou-. ¡Pues mi madre tiene doce!

– Espera, Mamadou, no te alteres, yo sólo te digo lo que pone aquí. Te piden que aclares la situación y que te presentes con tu libro de familia.

– ¿Y eso para qué?

– Pues supongo que porque esta historia vuestra no debe de ser legal… No creo que tu hermano y tú podáis reunir a todos vuestros hijos en una misma declaración…

– ¡Sí, pero es que mi hermano no tiene nada!

– ¿Trabaja?

– ¡Claro que trabaja! ¡En las autopistas!

– ¿Y tu cuñada?

Mamadou arrugó la nariz:

– ¡Ésa sí que no hace nada! Nada de nada, te digo. ¡Ésa no se mueve, la muy gruñona, ésa nunca se molesta en mover su culazo!

Camille sonreía para sus adentros, sin llegar a imaginarse del todo qué podía ser un «culazo» para Mamadou…

– ¿Y ellos tienen papeles?

– ¡Pues claro!

– Pues entonces pueden hacer una declaración por su cuenta…

– Pero mi cuñada no quiere ir a la oficina de los subsidios, y mi hermano trabaja de noche, y entonces duerme de día, así que ya ves…

– Ya veo, sí. Pero en este momento, ¿para cuántos hijos recibes subsidio?

– Para cuatro.

– ¿Para cuatro?

– Sí, es lo que te estoy diciendo desde el principio, ¡pero tú eres como todos los blancos, siempre tienes razón y nunca escuchas!

Camille soltó un suspirito irritado.

– El problema que te quería decir es que se han olvidado de mi Sissi…

– ¿Qué número hace Misissi?

– ¡No es ningún número, tonta!-se alteraba Mamadou-, ¡es mi benjamina! La pequeña Sissi…

– ¡Ah! ¡Sissi!

– Eso.

– ¿Y ella por qué no figura aquí?

– Oye, Camille, ¿lo haces aposta, o qué? ¡Es lo que te estoy preguntando desde hace un buen rato!

Camille ya no sabía qué decir…

– Lo mejor sería ir a la oficina esta con tu hermano o tu cuñada y todos vuestros papeles y explicarle todo a la señora…

– ¿Por qué dices «la señora»? ¿Qué señora?

– ¡Pues la que sea! -gritó Camille.

– Ah, bueno, vale, no te pongas nerviosa. No, si yo te lo preguntaba porque creía que la conocías…

– Mamadou, yo no conozco a nadie en esa oficina. No he ido en mi vida, ¿entiendes?

Le devolvió todo su lío de papelajos, había incluso anuncios, fotos de coches y facturas de teléfono.