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Y salieron a la calle.

Solos.

Los dos.

Una señora de unos cincuenta años los abordó.

Les dijo que fueran a su casa.

La siguieron con el coche.

Habrían seguido a cualquiera.

17

Les preparó un té y sacó un bizcocho del horno.

Se presentó. Era la hija de Jeanne Louvel.

Franck no caía…

– Normal. Cuando me vine a vivir a casa de mi madre, hacía tiempo que usted ya se había ido…

Les dejó beber y comer tranquilamente.

Camille salió a fumar al jardín. Le temblaban las manos.

Cuando volvió con ellos, su anfitriona fue a buscar una gran caja.

– Espere, espere, que ahora se la encuentro… ¡Ah, aquí está! Mire…

Era una fotografía sepia muy pequeñita, con los bordes que hacían como piquitos, y una firma cursilona abajo a la derecha.

Dos chicas. La de la derecha se reía mirando a la cámara y la de la izquierda mantenía la vista fija en el suelo bajo el ala de un sombrero negro.

Calvas las dos.

– ¿La reconoce?

– ¿Cómo?

– Esta de aquí… Es su abuela.

– ¿Ésta?

– Sí. Y la de al lado es mi tía Lucienne… La hermana mayor de mi madre…

Franck le pasó la foto a Camille.

– Mi tía era maestra. Decían que era la chica más guapa de la región… También decían que se creía mejor que nadie, la niña… Tenía estudios y había rechazado a varios pretendientes, así que sí, se creía mejor que nadie… El 3 de junio de 1945, Rolande. F., costurera de profesión, declara… Mi madre se sabía la denuncia de memoria… «La vi divertirse, reír, bromear e incluso jugar un día con ellos (unos oficiales alemanes) a regarse en bañador en el patio del colegio.»

Silencio.

– ¿Le raparon la cabeza? -preguntó por fin Camille.

– Sí. Mi madre me contó que permaneció postrada durante días y que una mañana su buena amiga Paulette Mauguin vino a buscarla. Se había rapado la cabeza con la navaja de su padre y se reía ante su puerta. La cogió de la mano y la obligó a acompañarla a un estudio de fotografía de la ciudad. «Anda, ven -le dijo-, así tendremos un recuerdo… ¡Que vengas, te digo! No les des el gustazo… Anda… levanta la cabeza, Lulu… Vales más que todos ellos, anda…» Mi tía no se atrevió a salir sin sombrero y se negó a quitárselo en el estudio, pero su abuela… Mírela… Esa expresión traviesa… ¿Qué edad tendría entonces? ¿Veinte años?

– Es de noviembre del 21.

– Veintitrés años… Una muchacha valiente, ¿eh? Tenga… Se la regalo…

– Gracias -contestó Franck, con la boca torcida.

Una vez en la calle, se volvió hacia ella y le soltó, con arrogancia:

– Hay que ver cómo era mi abuela, ¿eh?

Y se echó a llorar.

Por fin.

– Mi viejecita… -sollozaba-. Mi viejecita mía… La única que tenía en el mundo…

Camille se quedó parada de pronto, y luego volvió corriendo a buscar la caja negra.

Franck durmió en el sofá y se levantó muy temprano al día siguiente.

Desde la ventana de su habitación, Camille lo vio dispersar unos polvitos muy finos por encima de las amapolas y los guisantes de olor…

No se atrevió a salir inmediatamente y cuando por fin se decidió a llevarle una taza de café hirviendo, oyó el rugido de su moto que se alejaba.

La taza se rompió y Camille se derrumbó sobre la mesa de la cocina.

18

Se levantó varias horas más tarde, se sonó la nariz, se dio una ducha fría y volvió a sus botes de pintura.

Había empezado a pintar esa dichosa casa y pensaba terminar su tarea.

Encendió la radio y se pasó los días siguientes subida a una escalera.

Le mandaba un mensaje de texto a Franck cada dos horas para contarle por dónde iba:

09:13 Indochine, parte de arriba del aparador

11:37 Aïcha, Aïcha, écoute-moi, toca pintar ventanas

13:44 Souchon, cigarro jardín

16:12 Nougaro, techo

19:00 noticias, bocadillo jamón

10:15 Beach Boys, c. de baño

11:55 Bénabar, c'est moi, c'est Nathalie, aquí sigo

15:03 Sardou, he limpiado pinceles

21:23 Daho, a la cama

Franck sólo le contestó una vez:

01:16 silencio

¿Quería decir: fin de programación, paz, tranquilidad, o más bien: cállate la boca?

En la duda, Camille apagó el móvil.

19

Camille cerró las persianas, fue a decirle adiós a… a las flores y acarició al gato cerrando los ojos.

Finales de julio.

París se asfixiaba de calor.

El piso estaba en silencio. Era como si ya los hubieran echado…

Eh, eh, eh, que yo todavía tengo que terminar una cosita…

Camille se compró un cuaderno muy bonito, pegó en la primera hoja la carta estúpida que escribieron aquella noche en La Coupole y luego reunió todos sus dibujos, sus estudios, sus bocetos, etc., para recordar todo lo que dejaban atrás y que desaparecería al mismo tiempo que ellos…

Había papeles para parar un tren…

Después, y sólo después, se ocuparía de vaciar la habitación de al lado.

Después…

Cuando las horquillas y el tubo de Polident hubieran muerto ellos también…

Al ordenar sus dibujos, puso de lado los retratos de su amiga.

Hasta entonces, no le hacía mucha ilusión la idea de la exposición, pero ahora, sí. Ahora se había convertido en una obsesión para ella: hacerla vivir un poco más. Pensar en ella, hablar de ella, mostrar su rostro, su espalda, su cuello, sus manos… Lamentaba no haberla grabado cuando contaba sus recuerdos de infancia, por ejemplo… O lo del amor de su vida.

»-Que quede entre nosotras, ¿eh?

»-Sí, sí…

»-Pues bien, se llamaba Jean-Baptiste… Es un nombre bonito, ¿no te parece? Yo, si hubiera tenido un hijo, lo habría llamado Jean-Baptiste…»

Por ahora, todavía oía el sonido de su voz, pero… ¿hasta cuándo?

Como se había acostumbrado a trabajar escuchando música, fue a la habitación de Franck para cogerle prestada su cadena.

No la encontró.

Y por un motivo.

Ya no quedaba nada en la habitación.

Sólo tres cajas de cartón apiladas contra la pared.

Apoyó la cabeza en el marco de la puerta y el parqué se convirtió en arenas movedizas…

Oh, no… Él no… Él también no…

Camille se mordía los puños.

Oh, no… Otra vez igual… Otra vez volvía a perder a todo el mundo…

Oh, no, joder…

Oh, no…

Cerró dando un portazo y corrió hasta el restaurante.

– ¿Está Franck? -preguntó sin aliento.

– ¿Franck? No, creo que no -le contestó con desgana un tío alto y fofo.

Camille se pellizcaba la nariz para no llorar.

– ¿Ya… ya no trabaja aquí?

– No…

Camille se soltó la nariz y…

– Bueno, a partir de esta noche ya no… Anda… ¡míralo, ahí esta!

Subía del vestuario con toda su ropa hecha una bola.

– Anda, mira quién está aquí -dijo al verla-, nuestra bella jardinera…

Camille lloraba.

– ¿Qué pasa?

– Creía que te habías ido…

– Mañana.

– ¿Qué?

– Me voy mañana.

– ¿Adónde?

– A Inglaterra.

– ¿Por… por qué?

– Primero a tomarme unas vacaciones, y luego a currar… Mi jefe me ha encontrado un puesto buenísimo…