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Brunetti estuvo de acuerdo en que les correspondía a ellos investigar el caso y preguntó:

– ¿Cuándo se ha recibido la llamada?

– A las siete y veintiséis, señor -respondió Alvise, con precisión y eficacia.

Una mirada al reloj reveló a Brunetti que ya había transcurrido más de media hora, pero como Alvise no era el astro más brillante del firmamento de su jornada laboral, el comisario se abstuvo de hacer comentarios y dijo tan sólo:

– Pida una lancha. Bajo ahora mismo.

Cuando Alvise colgó, Brunetti miró la hoja de guardias de la semana y, al comprobar que en ella no figuraba el nombre del ispettore Lorenzo Vianello para aquel día ni para el siguiente, lo llamó a su casa y le explicó brevemente lo sucedido.

– Voy para allá -dijo Vianello, antes de que su superior pudiera pedírselo.

Alvise había conseguido advertir al piloto de la petición del comisario Brunetti, entre otras cosas, porque el piloto ocupaba la mesa que estaba frente a la suya y, por consiguiente, cuando, minutos después, Brunetti salió de la questura, encontró la lancha con el motor en marcha y a Alvise y al piloto en la cubierta. Antes de embarcar, Brunetti se detuvo y dijo a Alvise:

– Vuelva a la oficina y diga a Pucetti que baje.

– ¿No quiere llevarme con usted, comisario? -preguntó Alvise, decepcionado como una novia abandonada al pie del altar.

– No es que no quiera -dijo Brunetti con diplomacia-, pero creo conveniente que usted se quede, para que pueda atender a esa persona, si volviera a llamar, para mayor coherencia y mejor coordinación.

La excusa era incongruente, pero Alvise pareció aceptarla, y Brunetti se dijo, no por primera vez, que quizá fuera su incongruencia lo que la hacía tan aceptable para Alvise, que, dócilmente, volvió a entrar en la questura. Minutos después, Pucetti salió del edificio y subió a la lancha. El piloto dejó atrás la Riva, rumbo al Bacino. La lluvia de la noche había limpiado de contaminación el ambiente y obsequiado a la ciudad con una mañana diáfana y resplandeciente, aunque el aire ya tenía ese punto ácido de finales de otoño.

Hacia más de una década que Brunettí no había tenido ocasión de ir a la academia, concretamente, desde la graduación del hijo de un primo segundo. Después de ser admitido en el ejército con el grado de teniente, cortesía que solía dispensarse a los graduados de San Martino, la mayoría de los cuales eran hijos de militares, el joven había ascendido en la jerarquía, para orgullo de su padre y perplejidad del resto de la familia. Entre los Brunetti no había tradición castrense, ni tampoco entre los parientes de su madre, lo que no significa que no hubieran tenido relación con los militares. Y bien a pesar suyo, porque la generación de los padres de Brunetti no sólo había ido a la guerra sino que la había padecido en su propia tierra.

Por esta razón, desde que era niño, Brunetti había oído a sus padres y a los amigos de sus padres hablar de los militares con el mismo desdén displicente que habitualmente reservaban para el Gobierno y la Iglesia. Su antipatía hacia los militares se había acrecentado después de su matrimonio con Paola Falier, mujer de ideas izquierdistas, aunque un tanto caóticas. Paola afirmaba que la mayor gloria del ejército italiano era su historial de cobardías y retiradas y su peor vergüenza, el que, durante las dos guerras mundiales, sus líderes, militares y políticos, cerrando los ojos a esta realidad, hubieran sacrificado estúpidamente la vida de cientos de miles de hombres jóvenes, en aras de sus aberrantes ideas de grandeza y de los objetivos políticos de otras naciones.

Poco o nada de lo que Brunetti había tenido ocasión de observar durante su propio y gris servicio militar y los años transcurridos desde entonces le daba motivos para pensar que Paola estuviera equivocada. Él no recordaba haber visto pruebas fehacientes de que la clase militar, italiana o extranjera, fuera muy diferente de la Mafia: mandada por hombres y hostil a las mujeres; incapaz de actuar con honor, o siquiera con simple honradez, con las personas ajenas a sus propias filas; ávida de poder; despectiva con la sociedad civil; violenta y cobarde a la vez. Realmente, en poco se diferenciaba una organización de la otra, a no ser porque unos vestían uniformes fácilmente reconocibles y los otros se inclinaban por Armani y Brioni.

Brunetti conocía la versión popular de la historia de la academia, según la cual ésta había sido fundada en 1852 por Alessandro Loredan, uno de los primeros seguidores que Garibaldi tuvo en el Véneto y, en el momento de la Independencia, uno de sus generales, e instalada en un gran edificio de la isla de la Giudecca. Lo-redan, que murió sin hijos ni herederos varones, dejó en fideicomiso el edificio, además del palazzo de la familia y su fortuna personal, con la condición de que las rentas se destinaran a mantener la Academia Militar a la que había dado el nombre del santo patrón de su padre.

Si bien los oligarcas de Venecia quizá no fueran firmes partidarios del Risorgimento, no podían sentir sino entusiasmo por una institución que garantizaba que la fortuna Loredan se quedaría en la ciudad. A las pocas horas de la muerte de Loredan, ya se conocía la cuantía del legado y, a los pocos días, los fideicomisarios nombrados en el testamento habían elegido para administrar la academia a un oficial retirado que, casualmente, era cuñado de uno de ellos. Y así había llegado hasta hoy: una escuela regida por normas estrictamente militares, en la que los hijos de oficiales y caballeros de buena posición podían adquirir la preparación y el talante necesarios para convertirse, a su vez, en oficiales.

Las reflexiones de Brunetti se interrumpieron cuando, pasada la iglesia de Sant'Eufemia, la embarcación entró en un canal y se detuvo en un imbarcadero. Pucetti tomó el cabo, saltó a tierra y lo ató a un anillo de hierro de la acera. Extendió una mano a Brunetti y le ayudó a mantener la estabilidad al desembarcar.

– Es por ahí, ¿verdad? -preguntó Brunetti señalando hacia la parte posterior de la isla y la laguna que se adivinaba a lo lejos.

– No lo sé, señor -confesó Pucetti-. He de admitir que aquí sólo vengo en el barco de Redentore. No tengo ni idea de dónde está.

Normalmente, a Brunetti no le hubiera sorprendido semejante confesión de provincianismo en cualquiera de sus conciudadanos, pero Pucetti parecía una persona inteligente y sin prejuicios.

Como si advirtiera la decepción de su superior, Pucetti agregó:

– Siempre me ha parecido un país extranjero, comisario. Debe de ser por mi madre, que habla de este lugar como si no formara parte de Venecia. Estoy seguro de que, si le dieran la llave de una casa de la Giudecca, ella la devolvería.

Brunetti creyó preferible callarse que su propia madre solía expresar el mismo sentimiento y que él lo compartía sin reservas, y sólo dijo:

– Debe de estar en este canal, cerca de la salida. -Y echó a andar en aquella dirección.

Incluso a esta distancia, el comisario vio que el gran portone que daba acceso al patio de la academia estaba abierto: cualquiera podía entrar o salir. Dijo a Pucetti: -Averigüe a qué hora se abrieron las puertas esta mañana y si hay registro de entradas y salidas. -Antes de que Pucetti preguntara, agregó-: Sí, y las de anoche también, aunque todavía no sepamos cuánto hace que ha muerto. Y quién tiene llaves de la puerta y a qué hora se cierra. -Pucetti no necesitaba que le dijeran qué debía preguntar, lo cual era un alivio en un cuerpo en el que la iniciativa del agente medio era equiparable a la de Alvise.

Vianello ya estaba al lado del partone. Saludó la llegada de su superior alzando ligeramente la barbilla y miró a Pucetti moviendo la cabeza de arriba abajo. Brunetti, con intención de aprovechar cualquier ventaja que pudiera darle el presentarse vestido de paisano y sin hacerse anunciar, dijo a Pucetti que volviera a la lancha y no se reuniera con ellos hasta diez minutos después.