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– Qué tontería -dijo Brunetti cuando la signorina Elettra le informó del encargo.

– Como cualquier otra estadística de las que nos llegan -dijo ella.

Irritado por la perspectiva del tiempo que tendría que perder en la tarea, él preguntó secamente: -¿Por ejemplo?

– La estadística de los accidentes de carretera -sonrió ella pacientemente ante su evidente disgusto.

– ¿Qué pasa con ellos? -preguntó Brunetti, sin verdadero interés, pero dudando de que algo tan bien documentado pudiera falsearse.

– Si te mueres una semana o más después de resultar herido en un accidente, no mueres de accidente -dijo ella, casi con orgullo-. Por lo menos, estadísticamente.

– ¿Significa eso que te matan los hospitales? -preguntó él buscando la ironía.

– Es algo que ocurre con frecuencia, comisario -dijo ella haciendo alarde de paciencia-. No sé cómo clasifican exactamente esas muertes, pero no se consideran accidentes de tráfico.

A Brunetti ni se le ocurrió dudar de sus palabras. Pero la idea le recordó el informe que tenían que preparar.

– ¿Le parece que nosotros podríamos utilizar esa técnica?

– ¿Quiere decir que si la víctima de un asesinato tarda una semana en morir ya no ha sido asesinada? -preguntó ella-. ¿O que si un robo se denuncia cuando ya ha pasado una semana, no se ha robado nada? -Él asintió, y la signorina Elettra se concentró en el estudio de esta posibilidad. Finalmente, respondió-: Estoy segura de que el vicequestore estaría encantado, pero mucho me temo que hubiera dificultades si se nos interrogaba al respecto.

Él ahuyentó de su mente esas quimeras matemáticas para volver a la triste realidad del informe que tenían que confeccionar.

– ¿Cree que podemos conseguir que el informe refleje los resultados que él desea?

Ella respondió con seriedad:

– Creo que no será difícil darle lo que desea. No tenemos más que manejar con cautela las cifras de los delitos.

– ¿Qué significa eso?

– Que sólo contemos los delitos en los que la gente haya venido aquí o haya ido a los carabinieri a formular una denuncia formal por escrito.

– ¿Y qué conseguiremos con eso?

– Ya se lo he dicho, comisario. La gente no se molesta en venir a denunciar que le han robado la cartera o le han entrado en el piso. Así que, aunque llamen por teléfono, si no vienen, el delito no ha sido denunciado. -Ella calló un momento, para permitir a Brunetti, que sabía lo jesuíticos que podían ser sus razonamientos, prepararse para la conclusión que se disponía a sacar de todo esto-: Y, si no hay denuncia oficial, lo que, en cierto modo, significa que el hecho no ha ocurrido, no veo por qué hemos de incluirlo en nuestros cálculos.

– ¿Qué porcentaje estima que la gente no denuncia? -preguntó él.

– Eso no hay manera de saberlo, comisario -dijo ella-. Al fin y al cabo, filosóficamente es imposible demostrar un negativo. -Hizo otra pausa y agregó-: Yo diría que un poco más de la mitad.

– ¿Los que se denuncian o los que no?

– Los que no.

Esta vez fue Brunetti el que marcó una pausa.

– Pues hemos tenido suerte, ¿verdad?

– Desde luego -convino ella, y preguntó-: ¿Quiere que me encargue yo, comisario? Lo quiere para la prensa, y a ellos les gustaría poder decir que Venecia es una isla feliz, prácticamente limpia de delincuencia. De modo que no es probable que pongan mis cálculos en tela de juicio.

– Pero lo es, ¿verdad?

– ¿Qué? ¿Una isla feliz?

– Sí.

– En comparación con el resto del país, creo que sí.

– ¿Por cuánto tiempo cree que seguirá siéndolo?

La signorina Elettra se encogió de hombros. Cuando Brunetti ya daba media vuelta para marcharse, ella abrió el cajón de su mesa y sacó varias hojas de papel.

– No se me olvidó lo del dottor Moro, comisario -dijo entregándoselas.

Él le dio las gracias y salió del despacho. Mientras subía la escalera, descubrió en aquellos papeles la causa de la relación de Patta con el doctor Fernando Moro. No tenía nada de insólito: la madre de la signara Patta era paciente de Moro desde que ése había vuelto a ejercer la medicina. La signorina Elettra no había conseguido copia del historial médico, pero había anotado las fechas de las visitas: veintisiete en total, durante los dos últimos años. La signorina Elettra había escrito al pie, de su puño y letra: «Cáncer de mama.» Brunetti observó que la última visita había tenido lugar hacía poco más de dos meses.

Al igual que todos los jefes, el vicequestore Patta era objeto de especulación entre sus subalternos. Habitual-mente, el motivo de sus obras y omisiones era evidente: el poder, la conservación del poder y el aumento del poder. Ahora bien, en ocasiones había mostrado una gran debilidad, una debilidad que había frenado su carrera por el poder: la defensa de su familia. Brunetti, que miraba a Patta con suspicacia y a menudo no tenía sino desprecio para sus motivos, veía esta debilidad con respeto.

El comisario reconocía que el decoro exigía esperar por lo menos dos días antes de tratar de ponerse en contacto con los padres del chico. El plazo había pasado, y aquella mañana llegó a la questura con el propósito de hablar con uno de ellos o con los dos. En el número particular del dottor Moro se conectó el contestador. Lo mismo ocurrió en el del consultorio, que decía que, hasta nuevo aviso, los pacientes serían atendidos por el doctor D. Biasi, del que a continuación daba el número de teléfono y las horas de visita. Brunetti volvió a marcar el número del domicilio y dejó su nombre y el número de su línea directa en la questura, con el ruego de que el médico le llamara.

Quedaba la madre. La signorina Elettra daba una sucinta biografía. Era veneciana, al igual que su marido. Se habían conocido cuando cursaban estudios en el liceo, desde el que ambos habían pasado a la Universidad de Padua, donde Moro optó por Medicina, y Federica, por Psicología Pediátrica. Se casaron cuando ella terminó la carrera, pero no regresaron a Venecia hasta que a Moro le ofrecieron una plaza en el Ospedale Civile. Ella abrió entonces un consultorio particular en la ciudad.

Su separación, que tuvo lugar con una precipitación sospechosa, después del accidente, fue una sorpresa para sus amistades. No se habían divorciado y a ninguno de los dos se le había relacionado con otra persona. Al parecer, toda comunicación entre ellos tenía lugar a través de sus abogados.

La signorina Elettra había prendido con un clip al exterior de la carpeta el artículo que había publicado La Nuova sobre la muerte de Ernesto. Brunetti no quiso leerlo, pero sí leyó el epígrafe de la foto de la familia «en tiempos más felices».

La sonrisa de Federica Moro era el centro de la foto. Ella rodeaba con el brazo derecho la espalda de su marido y apoyaba la cabeza en su pecho mientras con la otra mano revolvía el pelo de su hijo. Estaban en una playa, en shorts y camiseta, bronceados y pletóricos de salud y alegría. Al fondo, a la derecha del padre, se veía la cabeza de un nadador. La foto debía de tener varios años, porque Ernesto era todavía un niño. Federica no miraba a la cámara y los otros dos la miraban a ella. Ernesto, con vivacidad y orgullo, ¿y quién no había de estar orgulloso de una madre tan atractiva? La mirada de Fernando era más serena, pero no menos orgullosa.